La empresa donde trabajaba había contratado una profesora de inglés para dar clases a algunos de sus empleados, el ingeniero, dos personas de la oficina y dos comerciales, entre el personal seleccionado no entraban los empleados del taller, que es donde trabajaba yo. Decidí probar a pedir si podían incluirme a mí. Las clases no eran como atención a los empleados, sino por interés de la empresa. La pregunta les pilló de sorpresa y no sabían qué decir, las clases ya habían empezado esa semana y en aquel momento la profesora se encontraba dando una de ellas. La respuesta fue preguntarle a la profesora y Mercedes, que era como se llamaba, dijo: sí, sí, que venga. Así fue como empecé mis primeras clases de inglés a los dieciséis años.
Llegó el verano y ya llevaba más de cuatro meses asistiendo a las clases después de terminar de trabajar a las seis de la tarde tres días a la semana. Había aprendido un poco, lo básico, pero me faltaba lo principal: poder practicarlo. Hablar entre nosotros en clase no era lo mismo, lo que valía era poder hablar con extranjeros.
Se me ocurrió que la mejor forma de ponerlo en práctica era en la piscina de San Jorge, donde anexo se encontraba el camping y todos, o la mayoría de sus clientes, eran extranjeros. Ellos visitaban la piscina, allí podía interactuar un poco, pero necesitaba algo más, algo que me permitiera practicarlo más allá de una manera casual. Decidí que lo mejor era coger mi tienda de campaña y los fines de semana irme al camping como un turista más.
El año anterior ya había ido a Mallorca en tienda de campaña, a mis padres sólo tenía que decirles que salía con mis amigos de acampada. Si les decía la verdad no lo iban a entender.
Llegar al camping, registrarme e instalar la tienda en cualquier parte no era lo previsto exactamente, tenía un plan, que consistía en dar primero una vuelta por el camping y, después de ver lo que había, escoger el sitio donde instalar la tienda, que generalmente era junto a chicas campistas, en aquella época acompañadas de sus padres. De esa forma aparentemente fortuita, siendo vecinos de tienda o de caravana, era más fácil entablar una conversación o quizá una amistad. A veces, si conocía a alguien que me gustaba, extendía el tiempo de estancia prosiguiendo en los días de entre semana, que hasta el periodo de vacaciones debía trabajar hasta las seis de la tarde, de manera que no podía llegar al camping hasta pasada esa hora. Lo que no recuerdo era las excusas que debía sacar en casa para ocultar que me iba a dormir al camping.
De este modo, en la segunda quincena de julio conocí a Gemma, una chica holandesa de mi edad que viajaba con sus padres, dos hermanos mayores y otro más pequeño. Sus padres pernoctaban en una caravana junto al hijo pequeño de unos 8 años en un lado del camping, los hermanos mayores al fondo, mientras Gemma se había instalado por su cuenta en una tienda en el lado opuesto a sus padres. Por suerte al lado de su tienda había un espacio libre e instalé allí la mía. No tardamos en entrar en contacto. Pronto supe que Gemma no viajaba sola sino con su familia, que por lo que parecía eran todos bastante independientes. La vida en común que hacían era para las comidas, que de eso se encargaba la madre. Gemma y sus hermanos acudían a la caravana para desayunar o comer todos juntos, después cada uno desarrollaba su vida por su cuenta.
Esta forma individual de vida me gustaba, viajaban en familia pero los hijos tenían libertad para vivir sus propios planes.
Con Gemma nos caímos bien, nos hicimos amigos desde el mismo instante en que nos conocimos. A mí me gustaba, y el hecho de ser una holandesa añadía un interés adicional, ya por entonces me atraían las relaciones internacionales, más exóticas y con un interés que sobrepasaba lo puramente físico. Me presentó a sus padres, encantadores, abiertos, simpáticos, y no sólo no les importaba que yo estuviera instalado al lado de su hija, sino que parecían alegrarse por nuestra amistad. Recuerdo que al atardecer salíamos a la ciudad, por un lado lo hacían los padres con su hijo pequeño, los dos hermanos por otro, y Gemma y yo lo hacíamos por nuestra cuenta. Me gustaba aquella forma liberal de vida, juntos pero cada uno con su independencia, lo que facilitaba mucho la relación que había iniciado con Gemma, me sorprendía que sólo con dieciséis años sus padres fueran tan generosos en su tolerancia con ella dándole plena libertad sin condiciones o preocupaciones.
Sin duda era una familia no acorde con lo acostumbrado aquí, moderna y liberal, cosa que quedó patente una mañana. Debía ser fin de semana porque después de levantarnos y desayunar, yo solía hacerlo en el bar del camping, Gemma y yo nos fuimos a la piscina. Debían ser pasadas las nueve y nos encontrábamos prácticamente solos, un poco después llegó la madre de Gemma para decirle que se iban a la ciudad a comprar algo. Cuando imaginamos que ya se habían marchado, decidimos volver a la tienda para gozar de intimidad, sus padres tenían la caravana en un lado del camping, pero lo cierto es que desde donde estaban ellos podían ver perfectamente su tienda al otro lado. Su ausencia era un buena oportunidad para estar solos sabiendo que no podíamos ser observados.
Gemma estaba en bikini y yo en bañador, nos metimos dentro de su tienda y directamente pasamos a la acción abrazándonos y besándonos, retozando tendidos sobre el suelo de la tienda. Tumbado encima de ella y cuando estaba a punto de quitarle su bikini, sobresaltada, Gemma me empujó para apartarme de ella. Entonces me di cuenta de que no habíamos cerrado la puerta de la tienda y sobre la entrada se veían dos piernas de mujer: la madre de Gemma. Nos había pillado casi desnudos y en una posición muy explícita, sin embargo esa visión no la alteró, ni siquiera nos dijo nada al respecto o hubo el menor reproche a nuestra actitud, más al contrario fue tan prudente que casi se disculpó por aparecer allí de repente. Su visita fue muy breve, traía una bandeja con pasteles que habían comprado en Huesca y venía para ofrecernos los que nos gustaran. Escogimos uno cada uno y su madre regresó a la caravana. Creo que si hubiera sucedido lo mismo con una familia española hubiera sido diferente.
Estuvimos juntos los seis días que pasaron en el camping, más que suficiente para sentir una poderosa atracción por Gemma, de allí regresaban a Amsterdam, sus vacaciones estaban a punto de terminar. La felicidad que me proporcionó el encuentro con Gemma se convirtió en tristeza en el momento de partir a su país. Antes, ella me había dado su dirección en Amsterdam para seguir en contacto y sus padres me invitaron a visitarlos allí un día. Al menos me quedaba esa posibilidad.
El primero de agosto llegaban mis vacaciones del trabajo, tenía todo el mes. No me olvidaba de Gemma y en mi cabeza rondaba la idea de la invitación que me habían hecho para ir a visitarlos, ¿por qué esperar si ahora tenía vacaciones y mi deseo de volver a ver a Gemma seguía invariable? Esa primera semana me informé de la forma para ir y descubrí que salían autobuses directos de Barcelona a Amsterdam. No lo pensé mucho y me compré un billete justo para el día después de terminar las fiestas de San Lorenzo. Escribí una carta a Gemma para notificarle mi decisión anunciándole mi día de llegada justo ocho días más tarde.
El autobús salía a una hora en la tarde haciendo una parada en Lloret de Mar para recoger pasajeros y desde allí directo a Amsterdam. A mi lado me tocó un chileno, con el que fui hablando durante todo el viaje. Era joven, tendría unos 28 años, me contó que era un refugiado de la dictadura chilena de Pinochet viviendo en Amsterdam.
Llegamos a primera hora de la tarde. Como ya le había contado mi propósito del viaje a mi amigo chileno, él me hizo una sugerencia: por si acaso no estaban en casa, era un viernes, me ofreció dejar mi bolsa de viaje en su apartamento mientras comprobaba si estaban y si realmente podía quedarme con ellos. De no estar o cualquier otro problema, podía regresar a su apartamento y quedarme allí mientras estuviera en Amsterdam. Acepté su propuesta. La dirección no quedaba lejos del apartamento del chileno, él conocía la calle, me dio las indicaciones para llegar y partí al encuentro de Gemma.

Su casa se encontraba en el centro, una vivienda típica unifamiliar, Después de llamar al timbre la puerta se abrió y delante de mí quedó una estrecha y empinada escalera de madera. En lo alto apareció Gemma expectante y, al darse cuenta de que era yo, quedó estupefacta. La saludé desde abajo, ella tardó en reaccionar por la sorpresa. De pronto apareció su padre junto a ella para ver quien era, reconociéndome de inmediato. Me pidió que subiera haciéndome gestos con la mano -vamos, sube- , me animó. Ambos estaban asombrados al verme allí de repente. No me esperaban, la carta que le había enviado a Gemma ocho días antes aún no había llegado.
El padre preguntó por mi equipaje, le expliqué dónde lo tenía y de inmediato me pidió la dirección para ir a buscarlo con su coche. De regreso de nuevo en su casa, me mostraron la habitación donde iba a quedarme, que era la de los dos hijos mayores, quienes se encontraban viajando en Europa. Después de hablar un poco sobre mi viaje el padre se encargó de planificar mi estancia empezando por ese mismo día. Esa tarde él y su mujer tenían que salir de cena, su hijo pequeño iría con ellos, así que Gemma y yo saldríamos por nuestra cuenta a conocer la ciudad. Ella se encargaría de mostrármela, de paso podíamos cenar en algún lugar por ahí. Me pareció un plan ideal, nada más llegar iba a quedarme a solas con Gemma.
Sus padres tenían que prepararse para salir y a mí me sugirieron darme una ducha ya que estaría cansado del largo viaje, de modo que me dieron una toalla y el padre me mostró el baño. Poco después de haber llegado al baño y meterme a una ducha inusualmente espaciosa rodeada de una mampara semicircular de cristal, viví una situación insólita. Justo cuando me enjabonaba aparecieron padre e hijo para ducharse también, teniendo una ducha a tres. Nunca hubiera imaginado una situación semejante, llegar a la casa de una chica con la que acababa de iniciar una relación y meterme en la ducha con su familia. La verdad que fue un acto muy natural, algo así en España y con nuestra mentalidad en aquella época habría sido impensable.
Amsterdam era mi primer viaje fuera de España, de manera que todo era muy nuevo y diferente para mí. Estar allí y hacerlo junto a Gemma elevaba altamente el grado de mi excitación. Esa primera tarde, después de quedarnos a solas un buen rato disfrutando de nuestro encuentro, salimos a la ciudad. En nuestro camino al centro paseamos en las calles junto a los canales para dirigirnos después a la Plaza Dam, centro neurálgico de la ciudad, lugar de encuentro y de ambiente junto a las calles que la rodeaban. El Barrio Rojo fue otro de los lugares típicos que visitamos. Una de las cosas que hacían diferente a Amsterdam como si fuera un sello propio de la ciudad, por tanto visita obligada para todos los turistas, ver a las prostitutas exhibiéndose en lencería a través de escaparates suponía un potente reclamo para ser absorbido por la curiosidad. También fuimos a algunos bares de moda en la ciudad, en principio sin más pretensión que conocer y observar el ambiente, tan diferente del nuestro, incluidos un par de locales donde se podía comprar y fumar marihuana legalmente, algo único en Europa en aquellos años. Amsterdam suponía entrar en contacto con una sociedad moderna y desinhibida.
Cenamos algo en uno de los variados locales de comida rápida mientras continuábamos haciendo planes para esa semana que iba a pasar en Amsterdam, había dos cosas que yo deseaba visitar, una la casa museo de Ana Frank, y la otra el museo de Vincent Van Gogh. En mis manos habían caído anteriormente el Diario de Ana Frank y Cartas a Theo, las cartas que Van Gogh envió a su hermano, ambos libros me habían conmovido y estar allí era una oportunidad que no podía dejar escapar para conocer algo más sobre sus vidas, el resto de las cosas las dejé a elección de Gemma, después de todo era ella el principal motivo que me había llevado allí y estar a su lado era mi primer interés.
Fue una semana intensa y fascinante para mí, conocer mi primera ciudad europea junto a la chica de la que me había enamorado, fue como absorber un concentrado de emociones. Dado que sus padres tenían que trabajar, en casa teníamos la intimidad que ambos deseábamos, por otra parte en la ciudad teníamos el escenario donde podíamos representar la felicidad que nos causaba estar juntos.
Como siempre sucede en estos casos, lo peor fue el día de la despedida, Gemma me acompañó hasta el autobús que debía tomar de regreso a Barcelona, rostros tristes y miradas melancólicas que simbolizaban la amargura de nuestra separación. Para curar esta melancolía, al llegar a Lloret de Mar decidí bajarme allí y quedarme con mi primo José, que justo ese verano había empezado a trabajar como DJ en una discoteca.
Agosto de 1976