Australia, una historia de amor breve

La intensa y breve vivencia con Beatrice, esa cita en una semana y la imposibilidad de llegar a tiempo

Marco Pascual
Viajero
11 de Diciembre de 2022
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Marco Pascual, consolándose en la costa de Queensland
Marco Pascual, consolándose en la costa de Queensland

Subí al avión de Jordan Airlines en el aeropuerto de Madrid, mi vuelo era a Singapur vía Ammán.  El asiento que me había correspondido estaba en la esquina de la fila de cuatro en la parte central del avión, los otros tres ya estaban ocupados por una familia que había embarcado en Lisboa.  A mí lado me tocó la hija, de veintidós años, bastante guapa. Enseguida entablamos conversación, me dijeron que habían estado de vacaciones en Portugal y regresaban a Sidney, la hija me contaría después que su madre era portuguesa.

El vuelo salió a última hora de la tarde, había muchos asientos desocupados, por lo que junto a Beatrice, que asi se llamaba la chica, decidimos pasarnos a la fila de atrás que estaba vacía. Nos cambiamos para ir todos más anchos, aunque Beatrice y yo ocupamos los dos asientos centrales juntos. Creo que en realidad, más que por tener un mayor espacio, lo que nosotros deseábamos era tener más intimidad.  Los dos éramos jóvenes y de inmediato habíamos sentido una atracción que a medida que pasaban los minutos se iba haciendo más fuerte.

Nos olvidamos por completo de los padres de Beatrice, quienes por su parte tampoco mostraron ninguna preocupación por nosotros. Una hora más tarde nos trajeron la cena y ni siquiera entonces nos separamos de nuestros asientos para cenar más cómodos, continuar pegados no constituía ninguna molestia, la proximimidad entre los dos nos suponía más placer que incomodidad

Llegamos a Ammán, donde debíamos pasar unas dos horas de tránsito, el siguiente vuelo a Singapur salía a las dos de la mañana.  Lo primero que hicimos fue ir a un mostrador para obtener las tarjetas de embarque, lo hicimos los cuatro juntos, por lo que nos dieron de nuevo los cuatro asientos de la bancada central juntos.  Después los padres de Beatrice se acomodaron en unas sencillas tumbonas de escay negro, mientras ella y yo decidimos dar una vuelta por la zona de tránsito.  A esas horas de la noche no había casi gente y todo estaba cerrado, ni siquiera había una cafetería para tomar algo.  La verdad que el único interés era estar juntos, solos, y compartir esos momentos de espera aislados de todo. Media hora después regresamos junto a sus padres, que permanecían descansando en las tumbonas, de modo que cogimos otras dos y las pegamos para estar más juntos y poder seguir hablando, o simplemente poder mirarnos. Algo inesperado y mágico nos había hecho inseparables.

Palacio de la Ópera en Sidney
Palacio de la Ópera en Sidney

El avión salió con menos de la mitad de las plazas ocupadas.  Después de unos quince minutos del despegue y, puesto que había tantos asientos vacantes, Beatrice y yo decidimos trasladarnos a otra parte, dejando a sus padres más espacio para poder dormir. Fuimos hacia la parte de atrás, donde el último tercio del avión se encontrababa prácticamente vacío, escogiendo una bancada de tres asientos a un lado del avión junto a la ventanilla, sin nadie en las filas a nuestro alrededor, era como toda la parte trasera para nosotros solos. Las luces se apagaron y todo el mundo, incluídas las azafatas, se acopló en sus asientos para dormir.  Dormir era en lo último que pensábamos Beatrice y yo.

No sé cuanto tardamos, unos minutos, segundos quizá, pero al poco de haber ocupado los nuevos asientos nuestras bocas se fundieron atraídas por un deseo impetuoso, dejando de hablar para que lo hicieran nuestras manos, nuestros cuerpos y nuestros besos, haciéndolo con el ansia de dar libertad a nuestros deseos contenidos.  La excitación subió de golpe, algo que ni podíamos ni queríamos parar.  Por fin las palabras y las miradas cedían el protagonismo a otras partes de nuestro ser, quienes actuaban en silencio expresando el lenguaje de nuestros cuerpos.  Fuimos como el río que no deja de crecer y de repente se desborda imparable inundándolo todo.

Los largos e intensos momentos que siguieron después fueron extremadamente tórridos, nos faltaban manos, brazos y labios para acoger todas las sensaciones que nos venían encima estremeciéndonos.  También faltaba espacio a nuestro alrededor para poder liberar el fuego que desprendían nuestros cuerpos enredados entre sí, conectados por el alto voltaje de nuestros deseos.

Nada nos importaba, nada nos preocupaba. Nos refugiamos bajo una de esas mantas que dan en los vuelos nocturnos tratando de ser discretos, el silencio era absoluto, sólo se escuchaba el ronroneo monótono de los motores del avión, quien a diez mil pies sobre el suelo surcaba los cielos a la vez que nuestra felicidad volaba sobre alturas infinitas.

Cuando el amanecer empezó a entrar por nuestra ventanilla nos cubrimos con la manta y nos acurrucamos el uno con el otro en un solo cuerpo, cerrando los ojos y dejando que las invisibles sensaciones de placer nos rodearan por completo, dejando que el dulce sueño tomara el sitio de nuestros apasionados impulsos.

Llegamos a Singapur por la mañana, final de mi viaje. Toda la felicidad que acababa de sentir ahora se convertía en tristeza, Beatrice y yo teníamos que separarnos.

La acompañé junto a sus padres a la zona de tránsito, donde también entré yo.  De pronto la tristeza de la despedida anudaba nuestras gargantas, de donde no salían las palabras. 

Olvidándome de la mochila que ya estarían descargando, olvidándome de Singapur y de todo lo demás, tomé la decisión de seguir vuelo junto a Beatrice hasta Australia.  Ahora debían cambiar de avión y tomar un vuelo con Quantas, juntos los cuatro fuimos al mostrador de la compañía aérea.  Pedí un billete para volar a Sidney en el mismo vuelo que ellos, un empleado de la compañía aérea estuvo mirando en su ordenador para poco después darme la respuesta de que el vuelo iba lleno, no había plazas disponibles.  Me sentí completamente abatido.

Tenía que despedirme de ellos, lo hice primero de los padres y mientras ellos iban a buscar la tarjeta de embarque, lo hice de Beatrice. En ese momento, obedeciendo lo que me pedía el corazón, le dije que iba a comprar un vuelo a Sidney para el primer día disponible, y que nos volveriamos a encontrar allí.  Ella sonrió feliz, no se lo creía.

Quedamos en un lugar concreto del Parque Central de la ciudad en un punto cercano a la Catedral St. Mary a una hora determinada, le prometí que estaría allí antes de una semana.  Ella me dijo que a partir del tercer día iría allí a esa misma hora cada día.

Nada más llegar a Singapur lo primero que hice, antes incluso de buscar hotel, fue ir a una agencia de viajes para comprar el vuelo a Sidney. Después de estar mirando día a día con las diferentes compañías que realizaban el vuelo, no encontró ninguna plaza disponible antes de una semana.  Que desolación, mi plan se hundía sin remedio.

Estuve pensando qué hacer, el objetivo era comprar en Singapur vuelos para otros países de la zona, pero ya no me importaban mis planes pasados, ahora solo pensaba en Australia.  Le dije a la mujer de la oficina de viajes que siguiera buscando. El primer vuelo que encontró fue para ocho días más tarde.  Decidí arriesgarme y en un impulso poco meditado lo compré.

Como me quedaba una semana de tiempo y no tenía mucho que hacer en Singapur, tomé la decisión de comprar un vuelo para el día siguiente, aqui sí hubo suerte, a Kuala Lumpur, desde los 19 años tenía pendiente una visita muy especial allí.

Llegó el dia de mi vuelo a Sidney, lo tomé con serias dudas de poder volver a ver a Beatrice, era el octavo día desde que nos despedimos y yo le había prometido estar en el punto de encuentro antes de una semana. Llegaría un día más tarde, aunque en realidad no me serviría, no había calculado que el vuelo llegaba a la misma hora en que habíamos quedado, si a eso le añadía pasar aduana, recoger equipaje y llegar al centro, no llegaría a tiempo aunque ella hubiera ido a la cita el octavo día.  Durante el vuelo también pensé en mi precipitación a la hora de comprarlo, obcecado en Sidney no se me ocurrió pensar en otras posibles alternativas, como tomar un vuelo a Melbourne y desde allí volar a Sidney o incluso tomar un autobús. Pero me di cuenta demasiado tarde.

Cuando llegué al centro, antes de nada, cargué mi mochila y me fui directo al punto de encuentro convenido, era ya el octavo día y llegaba más de dos horas tarde.  Como era de esperar, Beatrice no estaba allí.  Había sido un completo iluso al pensar en una pequeña posibilidad de encontrarnos.  Aún me quedé allí unos quince minutos asumiendo mi error en silencio, abatido al toparme con la realidad.  Quizá el error más grande fue no haberle pedido su teléfono, su diercción, de ese modo todo habría salido bien. ¿Cómo podía haber sido tan tonto de no caer en eso?. Supongo que fue la prisa, los nervios, la desorientación que sufrí, aturdido por la separación.

Aún regresé al día diguiente al punto de encuentro a la hora convenida, como si me negara a renunciar a toda posibilidad, pero únicamente obtuve el vacío que sentí al hallarme de nuevo solo. Seguramente Beatrice pensó que no me fue posible tomar ningún vuelo, o que simplemente había faltado a mi promesa.

Australia, año 1989

 

 

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