Borneo, en el corazón de la selva (I)

Los Iban, conocidos como los "cazadores de cabezas", eran reservados pero no insociables

Marco Pascual
Viajero
03 de Marzo de 2024
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Marco Pascual en Borneo, la isla donde conoció a los Iban, los cazadores de cabezas
Marco Pascual en Borneo, la isla donde conoció a los Iban, los cazadores de cabezas

Llegué a Kuching, capital del Borneo malayo, con sólo vuelo de ida y muchas expectativas. La mayor curiosidad que tiene Kuching es su nombre, “gato” en nuestro idioma, y haciendo honor a ellos hay varias y enormes esculturas de gatos en diferentes partes de la ciudad. Por lo demás, era una ciudad tranquila y agradable que me serviría de base de operaciones. 

Borneo tiene un buen abanico de posibilidades para explorar, obviamente todas relacionadas con la naturaleza. Tenía que planificar cuáles serían las que yo deseaba descubrir. Entre ellas estaban el Parque Nacional Bako, una de las estrellas de Sarawak, la región sur, donde se podían hacer trekkings para conocer la flora y fauna autóctona, a la vez de disfrutar de playas idílicas y solitarias.

También existía la opción de hacer un recorrido por el río Kanabatangan, el cual discurre entre el bosque tropical y la jungla con su diversidad salvaje y fauna autóctona a sus orillas, como el elefante pigmeo, la pantera nebulosa, el oso malayo, el mono narigudo, el pájaro calao y su extraño y poderoso pico en forma de cuerno, delfines de agua dulce, orangutanes... un conjunto de vida salvaje animal que no podía verse en ninguna otra parte del mundo.

Otra opción interesante sería visitar las cuevas de Mulu, una de las cuevas más grandes y espectaculares del planeta, y quizá única, pues además de contar con sorprendentes pináculos, ríos subterráneos y cascadas, tiene una increíble biodiversidad con sus más de cien especies de pájaros y algo más de mil especies de insectos.

Lugares curiosos como Kampung Ayer, el pueblo flotante más grande del mundo, o los “gipsy sea”, gitanos del mar, pescadores nómadas que viven en casas flotantes sobre el mar y tienen la asombrosa habilidad de pesca mediante el buceo, sumergiéndose por largos periodos de tiempo a pleno pulmón.

Sipadan era uno de los diez mejores lugares del mundo para el buceo, pero yo no lo practicaba y, por otra parte, había constancia en aquella época en la que el grupo musulmán yihadista que pretendía la independencia de la isla de Mindanao de Filipinas habían llegado hasta allí en barcas para secuestrar turistas y pedir rescates, de modo que ese lugar estaba descartado.

Sin embargo había dos imprescindibles para mi: uno, la ascensión al Monte Kinabalu, que con sus más de cuatro mil metros de altitud era la segunda montaña más alta del sureste asiático; y el otro la visita a la tribu Iban, hasta no hacía mucho feroces guerreros que cortaban las cabezas de sus enemigos y las reducían para regresar con ellas a sus poblados como trofeos, más conocidos como los “hunting heads”, “cazadores de cabezas”.

Había dos atractivos imprescindibles: la ascensión al Monte Kinabalu y la visita a la tribu Iban, "los cazadores de cabezas"

Decidí empezar por conocer a la tribu Iban y descubrir por mí mismo a estos míticos cazadores de cabezas. La primera cuestión era saber cómo podía llegar. Vivían en “longhouses”, casas largas de unos doscientos metros que albergaban a todos los miembros de la comunidad.  Estos poblados se hallaban en el interior de Borneo dentro de la espesura de la selva, por lo que llegar hasta ellos no era fácil.

Estuve en una agencia que organizaba tours para turistas en la región  de Sarawak, me dijeron que ellos podían organizar la visita a una “longhouse”,  pensada para grupos hasta seis personas. Le dije que yo estaba solo y además no quería ir de visita, sino quedarme con ellos unos días. En principio el hombre me dijo que no era posible, tenían un acuerdo con el jefe de la longhouse para llevar a los turistas y permanecer allí durante unas horas viendo el poblado, después regresaban a Kuching. Le pregunté entonces si podía ir por mi cuenta.  Me miró extrañado antes de responderme que no sabría llegar. El lugar se encontraba en la selva, no había carreteras ni transporte para llegar hasta ellos, y lo más importante, necesitaba el permiso del jefe del poblado.

La cosa estaba difícil, pero ante mi insistencia el hombre de la agencia dijo que lo único que podía hacer era comunicarse con la longhouse, lo hacían por medio de radio, y preguntarles si me aceptaban para estar con ellos unos días, tres, en concreto.  Me explicó que el negocio que tenían con los Iban era que por cada turista que llevaban al poblado le pagaban al jefe un dinero, de modo que si yo me quedaba allí y ellos me daban alojamiento y comida, tendría que pagarles. Le dije que eso me parecía normal, estaba de acuerdo.

También me dijo que si ellos iban a buscarme a un punto de encuentro, tendría que pagarles por el viaje de ida y de vuelta en el río, pues desde el lugar donde podían llegar para recogerme hasta su aldea había más de una hora en barca a través del rio.  Le dije que me parecía bien, sólo tenía que preguntarles que, si me aceptaban, cuánto tendría que pagarles por tres días y el transporte del río. Quedamos en que pasaría en la tarde y quizá entonces ya podría darme una respuesta si había hablado con el jefe.

Aunque hoy día ya hay varias agencias o guías que llevan turistas a diferentes longhouses de los iban, en la época que yo estuve estaban empezando, de hecho en la agencia con la que hablé me dijeron que ellos eran los únicos que tenían un acuerdo con los iban para llevar turistas, aunque hasta ese momento nadie antes les había pedido quedarse unos días con ellos.

Cocinarían para mí, me darían alojamiento e irían a buscarme con una barca, comunicándome el precio que tendría que pagar por ello.

Cuando regresé en la tarde a la agencia aún tuve que esperar un rato hasta que pudieron contactar con el jefe de la longhouse. Después de trasladarle mi petición accedió para que los visitara quedándome con ellos. En el acuerdo entraba que cocinarían para mí, me darían alojamiento e irían a buscarme con una barca, comunicándome el precio que tendría que pagar por ello.

No recuerdo exactamente cuánto fue, pero la verdad es que era barato, no llegaba a los veinte dólares por día al cambio, más el viaje de ida y vuelta en barca. Sólo quedaba decidir el día y la hora en la que estaría en el punto de encuentro.  El de la agencia me dijo que primero debía ir hasta Kapit, a varias horas de autobús, y luego buscar un transporte que me llevara hasta el punto del río donde me recogerían, de manera que quedamos que al día siguiente tomaría un autobús a Kapit, haría noche allí y a la mañana siguiente iría al lugar de encuentro.

El viaje a Kapit fue más largo de lo que pensaba, habría unos quinientos kilómetros y el autobús hizo varias paradas. En el hotel donde me alojé pregunté cómo podía llegar al punto de encuentro que me habían anotado en la agencia de Kuching. Me dijeron que había una carretera que podía llevarme hasta allí, pero desconocían el punto exacto indicado, lo mejor era que preguntara donde salían los minibuses que iban a distintos lugares.

Cuando fui a preguntar y supieron mi propósito de ir a una longhouse para quedarme allí unos días, me dijeron que no era posible, para eso necesitaba el permiso del jefe, tuve que decirles que ya lo tenía, aunque me pareció que ellos no llegaron a creerme. De todos modos me dijeron que si quería ir lo mejor era que tomara un taxi o un transporte privado que me llevara allí, pues aunque estaba cerca de la carretera yo no sabría encontrar el punto exacto. Al regreso sería más fácil, sólo tendría que ir hasta la carretera y esperar que pasara un transporte que me llevara de vuelta a Kapit.

Alguien me llevó en su coche al día siguiente por la mañana para ir al punto de encuentro a la hora convenida. Cuando llegamos ya estaba allí el hombre que esperaba para llevarme. Después de unos saludos mi chófer habló con el hombre Iban en malayo, descubriendo para mi sorpresa que podía entender de lo que hablaban. El chófer le dijo que yo quería quedarme con ellos unos días (tampoco creía que tuviera el permiso), y el barquero respondió que ya lo sabía, tenía el permiso del jefe. Pude darme cuenta de que el malayo y el indonesio se parecían mucho, de hecho comparten una gran parte del vocabulario, yo hablaba un poco la lengua indonesia y comprendía bastante, por lo que imaginé no me sería difícil comunicarme con ellos.

Una apariencia convencional, lejana a la idea de unos guerreros salvajes

Subimos a la barca y emprendimos viaje por el río. Tengo que reconocer que, en principio, un poco decepcionado. El hombre que vino a buscarme lo hizo con un niño, supongo que su hijo, y ninguno de los dos tenía el aspecto que yo imaginaba de los Iban, ambos vestían como cualquiera que podía encontrar otras ciudades del país, camisetas, pantalones cortos y gorra, el hombre hasta llevaba reloj. Una apariencia convencional, lejana a la idea de unos guerreros salvajes.

Después de una hora de trayecto llegamos a la longhouse y a partir de ese momento cada cosa empezó a encajar como debía. Mi sonrisa interior renació, todo era como esperaba.

El paisaje en el trayecto fue el primer signo convincente de que nos adentrábamos en la selva, un lugar de vegetación exuberante y espectacular, a partir de ese ese momento nada me defraudó.  Llegados a la longhouse, a primera vista desde el río se veía un enorme palafito construido con maderas en forma de casa alargada, cerca de doscientos metros, y elevada a unos cuatro metros del suelo por unos puntales también de madera para evitar las inundaciones en época de lluvias.

Frente a la casa, que contaba con una puerta de entrada cada pocos metros, había una especie de pasillo terraza de tablas de unos cuatro metros de ancha y de la misma longitud que la casa que servía como zona de entrada, con una prolongación anexa como uso para secado de algunos cereales o la ropa que usaban.  También vi otras construcciones de madera y techo de zinc que usaban como almacenes para guardar sus cultivos, básicamente arroz, maíz, pimienta y el caucho que recolectaban de los árboles para obtener dinero, entonces su única fuente de ingresos junto a la pimienta.

El hombre de la barca me acompañó hasta el interior de la longhouse, donde me recibieron tres mujeres quedando a su cargo desde ese momento.Creo que en total vivían unas 190 personas.  Les dije algunas palabras en indonesio, intentando comunicarme con ellas, pero no me entendían, conocían palabras del malayo, pero sólo hablaban su propia lengua, el dayak.  De todas formas les di las gracias en indonesio, que al igual que en malayo era terima kasih, y eso lo entendieron, las tres sonrieron. 

Cuando uno  llega de visita a un lugar de cultura y costumbres diferentes, hay una regla que todos deberíamos tomar en cuenta para ser aceptados, como tener una actitud amable, humilde y de respeto, y para además ser bienvenidos a su hogar, llevar regalos como presentes y muestra de agradecimiento por su acogida. En Kapit compré algunas cosas para entregarles a mi llegada. Como no vi al jefe no quise esperar y se los entregué a las personas que me recibieron y se iban a ocupar de mí. Para las mujeres había comprado galletas y dulces que me habían aconsejado, y para los niños golosinas y dulces locales, cosas que no suelen fallar en ninguna parte, sobre todo en lugares donde no son accesibles. Para los hombres también había traído cosas, pero eso se lo entregaría al jefe en otro momento.

Hay una regla que todos deberíamos tomar en cuenta para ser aceptados, como tener una actitud amable, humilde y de respeto

Me llevaron a lo que iba a ser mi alojamiento, una especie de cabaña a unos veinte metros de la longhouse, sencilla, pero me encontré una cama artesanal con un colchón de espuma y unas sábanas, más de lo que esperaba. Fuera había una mesa y unos asientos en madera, también artesanales, el lugar donde podría comer.  Los Iban, tanto los hombres como las mujeres, usaban el río para lavar sus ropas y para bañarse. Para mi baño habían dispuesto un lugar semioculto por ramas con unas tablas sobre el terreno, cuando quisiera bañarme ellas me traerían cubos de agua. El lenguaje de sus explicaciones fue por gestos, el lenguaje más universal que existe y que comprendí a la perfección.

Regresé a la longhouse para verla por dentro, no había mucha gente, en su mayoría eran mujeres, niños y algunos ancianos, supuse que los hombres estarían en el bosque trabajando. Al ver que nadie usaba calzado hice lo mismo y me descalcé para entrar en la casa. En el interior había un amplio y largo pasillo de lado a lado cubierto con esteras que servía de zona comunal donde las mujeres realizaban algunas tareas como limpiar alimentos, tejer sus ropas tradicionales, confeccionar cestos para el trabajo o llevarlos a la espalda como una mochila.

Era el lugar común de reunión, allí charlaban, bebían, bailaban, hacían sus rituales, es decir, allí hacían su vida en común. En la pared posterior a las entradas había puertas que casi pasaban desapercibidas al integrarse en la misma estructura de tablas de la pared. Eran las habitaciones de las familias donde podían tener más intimidad, una sola estancia que servía de cocina, comedor y habitación para dormir.

En los días siguientes pude ver dos de esos cuartos, bastante austeros, donde había un pequeño lugar para cocinar, una parte para comer sobre esteras y otra para dormir, también sobre esteras. Allí guardaban sus escasos efectos personales, y colgados de las paredes algunos aperos de trabajo o cestos de diversos usos. T

También pude ver la estancia del jefe de la longhouse, más grande e incluso amueblada, él si tenía una cama, una mesa y unas sillas normales, y hasta un mueble tipo cómoda. El jefe era quien impartía justicia y de él dependían las grandes decisiones que se tomaban en la comunidad. 

En la parte trasera todos tenían un porche si deseaban descansar allí de forma privada y una pequeña parcela que cada uno cuidaba a su manera, unos tenían plantas, otros gallinas y también vi algún cerdo. Había leído que en algunas longhouses los Iban aún guardaban las cabezas cortadas de sus enemigos colgadas a modo de adorno, práctica que terminó después de la segunda guerra mundial. Los últimos que la sufrieron fueron los soldados japoneses que llegaron a Borneo durante la guerra, algunos de ellos fueron abatidos por los dardos de sus cerbatanas para luego cortarles la cabeza, tratarla, ahumarla, secarla y reducirla para volver con ellas al poblado como trofeos. Yo miré por si veía alguna de esas cabezas, pero no vi ninguna.

Soldados japoneses fueron abatidos por los dardos de sus cerbatanas para luego cortarles la cabeza, tratarla, ahumarla, secarla y reducirla para volver con ellas al poblado como trofeos

Esa mañana conocí a un chico adolescente que había estudiado en Kapit (en aquel momento había algunos estudiando allí también) y hablaba malayo. Además incluso había aprendido algo de inglés, por lo que a partir de ese momento él fue mi enlace en el poblado cuando necesitaba algo. Fue quien me explicó la forma de vida en la longhouse y algunas de sus principales costumbres.

Algo que me llamó la atención, sobre todo en la tarde cuando ya empecé a ver a los hombres, es que todos estaban tatuados por todo el cuerpo, algunos hasta la garganta. Al preguntarle por eso, el chico me dijo que los tatuajes eran muy importantes para los iban. Simbolizaban diferentes cosas. Los más comunes eran los que servían para protegerse de los espíritus, y también los que servían para proteger a los hombres en la selva, luego había los que representaban el orgullo de su etnia, logros conseguidos en su vida, la mayoría llevaba tatuadas a la espalda y hombros flores de berenjena, llamados bunga terung  que representaban la sabiduría acumulada sobre las espaldas y hombros del individuo a través de su experiencia de vida.

También solían tatuarse cosas que simbolizaban los acontecimientos especiales de su vida, como el nacimiento de un hijo. Igualmente se tatuaban animales como el perro, dragones, aunque el más común entre todos era el escorpión. Había otros que representaban a los guerreros que habían peleado contra etnias rivales, y uno especial que sólo podían hacerse aquellos guerreros que habían cortado la cabeza de un enemigo.

Al terminar sus explicaciones, le pregunté qué significaba el tatuaje que alguno llevaba en la garganta. Me dijo que ese tatuaje sólo podían llevarlo los guerreros que habían participado en alguna batalla, servían como protección para impedir que fuera degollado por sus enemigos, y también el jefe de la longhouse.

Por la tarde fui conociendo a los hombres del poblado una vez que regresaron de sus tareas, me presentaron al jefe la longhouse, a quien agradecí en persona su aceptación para estar con ellos, palabras que se encargó de traducir el chico que hablaba un poco de inglés. Aproveché el momento para ir a buscar los presentes que traía para ellos: tres botellas de “tuak”, vino de arroz, y tres cartones de tabaco, también por recomendación en la tienda, ya que eran sus dos vicios preferidos.

Vi que los demás hombres hacían gestos de aprobación al ver mis regalos y enseguida fueron pasándose el tabaco para probarlo, mientras una mujer se encargó de traer vasos para degustar el “tuak”.  El chico me comentó que ellos también hacían su propio “tuak” allí, la bebida más popular entre los Iban.  Después de ver el aprecio y la velocidad con que se terminaron las tres botellas de tuak, me di cuenta de que debería haber llevado algunas más. Lo cierto es que el tuak facilitó mi integración y creó un ambiente más desinhibido, cambiando los rostros serios y reservados por incipientes sonrisas, terminando en varios brindis mientras alzaban sus vasos y decían cosas que no entendía, aunque igualmente me sumaba a sus brindis repitiendo las mismas palabras que ellos pronunciaban.

Me sumaba a sus brindis repitiendo las mismas palabras que ellos pronunciaban

Esa noche pude ver la cocina que tenían de uso comunitario para cuando realizaban ceremonias o celebraban eventos especiales en la longhouse. No sabía lo que iba a comer, supuse que serían cosas típicas de ellos, quizá cosas extrañas para mis ojos y paladar. No recuerdo lo que me dieron el primer día, pero estaba bueno, mejor de lo que había imaginado.

De mi comida se encargaban tres mujeres, dos en la cocina y una para servirme. En la noche tenían un generador que producía luz hasta que a las  diez se paró dejándonos a oscuras, era la hora de dormir. Acostado en la cama hice un repaso de mi encuentro con los iban. La verdad que no quedaba ningún rastro de su presunta ferocidad, tampoco observé el menor signo de hostilidad en ellos, sino todo lo contrario, eran reservados pero no insociables, como podía esperar de una etnia que había decidido permanecer aislada del resto de los humanos manteniendo sus costumbres ancestrales. 

Había sido un día emocionante, pero lo mejor estaba por llegar.

Borneo, junio de 2002

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