Borneo, en el corazón de la selva

La observación de los orangutanes en la selva se convierte en un espectáculo fascinante dentro del reinado de los Iban

Marco Pascual
Viajero
10 de Marzo de 2024
Guardar
Marco Pascual en Borneo, una selva fascinante
Marco Pascual en Borneo, una selva fascinante

Al día siguiente, al igual que los demás, me levanté temprano.  A las ocho me trajeron el desayuno. Mientras lo tomaba, me parecía maravilloso estar allí, acogido por aquella gente en aquel lugar remoto que hasta poco antes ni siquiera sabía que existía. Después empecé a divagar por la longhouse y sus alrededores, vi algunos ancianos que conservaban su tradicional forma de vestir, un premio para mis ojos, con los que hablé por medio de gestos acerca de las cosas que portaban. En el río vi mujeres que lavaban ropas y otras que se estaban bañando, bucólicas imágenes que mostraban el arte de la vida plasmado en la selva.  Distraído en los quehaceres de la comunidad, el chico que hablaba inglés vino a preguntarme si quería dar un paseo por el río, por supuesto le dije que sí. Me acompañó hasta una canoa donde un muchacho de unos veinte años esperaba. Subí a la canoa a motor y partimos,  al menos el chico hablaba malayo y entre su malayo y mi indonesio pudimos entendernos un poco. 

Navegamos en el río durante un rato, durante el paseo el chico me señalaba cuando avistaba algún pájaro o algún otro animal que para mí pasaban inadvertidos, hasta que llegamos a un punto donde nos detuvimos y descendimos de la canoa.  Muy cerca de ese punto había una zona donde crecía el bambú, nos dirigimos allí y el chico cortó con su machete varias cañas.  Las llevamos a la orilla del río y allí las partió a trozos. Luego regresamos de nuevo a la longhouse. Entonces comprendí que el paseo no era para mí, sino para ir en busca del bambú.

En el poblado de nuevo volví a ver a algunos ancianos, los únicos que se encontraban liberados del trabajo, quienes seguían manteniendo su invariable y tradicional forma de vestir, un simple taparrabos de tela colgando entre las piernas. Otros llevaban además una especie de chaleco tejido sobre el pecho, algunos con una camiseta debajo, un gorro tipo casquete de paja con plumas, y unos zapatos de goma para ir a la selva o al río.  Como complementos algunos solían llevar un reloj, collares o dilataciones en sus orejas, un cuchillo a la cintura o una cerbatana con un carcaj para llevar los dardos.  Una indumentaria natural que cualquier diseñador actual hubiera podido replicar en uno de sus extravagantes desfiles de modelos.

Me detuve a hablar con el anciano más amistoso. Creo que ambos teníamos una manifiesta y mutua curiosidad. La barrera del idioma imposibilitaba entendernos, pero no impedía que pudiéramos comunicarnos con el simple lenguaje de gestos.  Observé que llevaba un tatuaje en el cuello, eso quería decir que estaba frente a un antiguo guerrero que había participado en alguna batalla. Me hizo gestos para que lo siguiera y me llevó por los alrededores de la longhouse para mostrarme algunas cosas, como las trampas que ponía para cazar pájaros y otros animales, explicándome el sistema que utilizaba en las trampas. Luego me llevó a lo que debía ser el cementerio, una parcela robada a la  espesa selva, me chocó ver que algunas sepulturas estaban revestidas con baldosas blancas, otras tenían tejadillos de zinc y varias  tenían vasijas de barro. Había pocas sepulturas, quizá los más venerados del poblado, aunque no tenían muy cuidado el cementerio.  Luego me llevó a otro lugar cercano donde bajo un tejadillo de chapa soportado por una estructura de maderas semejando una pequeña casa, había recopilados algunos objetos de la civilización moderna, como un viejo televisor, un ventilador y otras pequeñas cosas. 

Había pocas sepulturas, quizá los más venerados del poblado, aunque no tenían muy cuidado el cementerio

De regreso a la longhouse me encontré con otro anciano que iba ataviado con un simple taparrabos, un casquete con plumas, un machete a la cintura y una cerbatana, y lo más importante en la selva: un reloj de pulsera. Le pregunté si iba de caza.  Dudo que me entendiera, por eso le hice gestos señalando su cerbatana, preguntándole qué tipo de animales cazaba con ella.  Creo que por mi curiosidad intuyó que quería saber cómo usaba la cerbatana, por lo que me hizo un gesto para que lo siguiera. Nos alejamos del poblado penetrando en la selva, allí caminamos entre árboles manteniendo el sigilo para no ahuyentar a los posibles animales que hubiera por allí, presentí que quería hacerme una demostración de cómo se cazaba con cerbatana. No sé qué esperaba encontrar, pero la verdad es que salvo pájaros no vimos ningún otro animal.  Después de un rato sin avistar ninguna presa me hizo gestos a través de los cuales entendí que para cazar había que ir más lejos, el poblado estaba cerca y eso los ahuyentaba.  Más tarde me explicaron que cuando iban a cazar solían impregnar la punta de los dardos con algún tipo de sedante que sacaban de plantas para adormecer a los animales y poder atraparlos después.

Al regreso de la infructuosa caza pasé por la cocina y descubrí para qué querían los trozos de bambú: estaban metidos en un fuego para hacer mi comida, pollo asado al bambú. Habían partido un pollo y lo habían macerado con alguna planta, añadiéndole pimienta, luego habían envuelto los trozos de pollo en hojas parecidas a la acelga y los habían metido dentro de las cañas de bambú antes de echarlos al fuego.  Era uno de los platos tradicionales de los Iban. Mientras se hacía el pollo, las mujeres de la cocina me invitaron a sentarme con ellas en el suelo, sacando a continuación una deliciosa bebida extraída de algún fruto ligeramente ácido y dulce, al que le habían añadido un poco de tuak, su bebida favorita.  Estaba delicioso.  A la hora de comer, cuando degusté el pollo, comprobé que estaba simplemente exquisito. De acompañante pusieron arroz, tofu frito y una salsa de soja.

En la tarde me quedé en el poblado observando la vida en la longhouse: las mujeres lavaban ropa, tejían cosas, preparaban alimentos o ponían cereales a secar al sol, entre otras tareas, mientras las ancianas descansaban recostadas en el ruai, el amplio corredor comunitario de la longhouse.  Si había una costumbre arraigada en todos los Iban, era la adición al tabaco, hasta las ancianas fumaban.

Si había una costumbre arraigada en todos los Iban, era la adición al tabaco, hasta las ancianas fumaban.

Siguiendo el sonido de los acordes de una guitarra, husmeé en la parte trasera de la casa, bajo el porche había algunos adolescentes y uno de ellos tocaba una guitarra, estuve escuchando un rato e intenté comunicarme con ellos, pero lamentablemente sólo hablaban dayak, su lengua.  Más tarde, con el regreso de los hombres al poblado pude compartir con ellos interesantes momentos después de refrescarse en el río.

Como era natural, todos estaban tatuados, cosa que daba pie a mi curiosidad para preguntarles acerca de sus tatuajes. De algunos ya conocía su simbolismo, como las flores de berenjena, pero de otros ignoraba lo que representaban. Sin embargo su desconocimiento del malayo ponía difícil las respuestas para satisfacer mi curiosidad, aunque uno de ellos, el menos reservado, con dos pájaros tatuados en el pecho y el tatuaje en el cuello que lo acreditaba como guerrero curtido en alguna batalla, me habló en su lengua dándome explicaciones que por supuesto no entendí, pero si percibí su disposición a ser amable conmigo. 

Luego, hasta la hora de la cena y supongo que como entretenimiento, sacaron dos gallos y los pusieron a pelear.  Aprovechando esos momentos de esparcimiento fui a buscar el presente que me quedaba por entregarles: una botella de whisky de arroz.  Era más fuerte que el tuak, aun así parecía poca cosa para lo acostumbrados que estaban a beber.De todos modos, como éramos un grupo reducido, llegaría para todos.  Alguien fue a por vasos y allí mismo mientras veíamos la pelea de gallos terminamos con la botella.

Aprovechando que el whisky los había vuelto  más expresivos, pregunté por algo que me interesaba: los orangutanes.  La palabra orangután proviene del malayo, compuesta a su vez de dos palabras, orang (persona) y utan (selva). Para los nativos de Borneo los orangutanes eran las “personas de la selva”, de modo que al escuchar orangután entendieron a lo que me refería. Por gestos les pregunté si allí había orangutanes, si era posible verlos.  Creo que me entendieron, pero no sabían responderme de la manera adecuada para que yo lo entendiera.  Llamaron al chico que hablaba inglés para que me lo explicara él. Cuando llegó le hice la pregunta a él, los hombres me habían entendido, lo que decían es que allí no había orangutanes, para verlos había que ir lejos. Pregunté a cuánta distancia estaban.

Después de hablar entre ellos, me dijeron que había más de una hora en canoa por el río y luego entre una y dos horas a pie, dependiendo de la suerte para encontrarlos.  Pregunté si podían llevarme.  Estuvieron hablando entre ellos antes de darme una respuesta, la conclusión fue que tenía que preguntarle al jefe.  El jefe de la longhouse, además de ser la autoridad que impartía justicia en el poblado, era quien, entre otras cosas, tomaba las decisiones concernientes a la comunidad y yo estaba bajo la responsabilidad de su decisión, tenía que preguntarle a él.

Acompañado por el chico y el hombre de los pájaros tatuados en el pecho, fuimos a ver al jefe.  En principio no parecía muy dispuesto a complacerme, estuvo hablando con el hombre y luego me dijo lo que ya sabía, que estaba lejos, que se necesitaba más de una hora en canoa y luego tenía que andar bastante, que haría falta toda una mañana para eso y no era seguro que llegáramos a verlos.  Yo le dije que no me importaba, deseaba intentarlo, ver a los orangutanes era algo especial para mí, añadiendo por último que pensaba pagarles por llevarme.  Finalmente accedió. Creo que estuvieron hablando del dinero que debían pedirme y me dio una cantidad, explicándome el chico que había que gastar dinero en la gasolina de la canoa y luego llevar un hombre experto en el terreno para no perdernos y saber encontrar a los orangutanes.  Les dije que estaba de acuerdo, me parecía bien.  Finalmente convenimos que debíamos partir antes de las ocho de la mañana, así que quedamos en que desayunaría a las siete y al terminar saldríamos.

Haría falta toda una mañana para eso y no era seguro que llegáramos a verlos.  Yo le dije que no me importaba, deseaba intentarlo, ver a los orangutanes era algo especial

Al día siguiente partimos temprano tal como estaba previsto, en la expedición me acompañaba el chico con el que había ido el día anterior a buscar las cañas de bambú y otro hombre, supuestamente conocedor de la selva.  Llegados a un punto después de más de una hora por el río echamos a andar a través de un sendero, el chico con un saco cargado a la espalda. Al preguntarle qué llevaba allí me dijo que plátanos, pregunté si eran para los orangutanes y él asintió con la cabeza.

Seguimos un sendero entre grandes árboles y espesa vegetación, el guía delante, yo en el medio y el chico con los plátanos detrás, sumergidos en el fondo de aquel océano verde. La senda en la que caminábamos se hacía casi imperceptible y a veces completamente invisible a mis ojos, no había referencias donde fijarse o las que recordar para retomar el camino de vuelta. Todo era igual, espigados árboles y vegetación enmarañada, creo que a los pocos minutos de dejar la barca yo ya no habría sabido volver a ella.  Sólo me quedaba confiar en que el hombre Iban conocía aquel terreno y sabía a dónde iba, para mó todo era igual.

Caminamos durante bastante tiempo sin ver nada, ni orangutanes ni ningún otro animal salvo algún pájaro sobrevolando en lo alto de los árboles, no sabía si íbamos a un lugar específico o caminábamos en busca de tropezar con la suerte para encontrar a los orangutanes. Fuera por una cosa u otra, por fin el hombre se detuvo y señaló a lo alto, un orangután se balanceaba de rama en rama a lo lejos. Como por arte de magia apareció otro casi de inmediato viajando de árbol en árbol por el aire. Me quedé fascinado mirando.  Me parecía increíble su facilidad para saltar entre los árboles agarrados a ramas colgantes como lianas con ágiles y precisos movimientos realizando un espectáculo maravilloso.  Seguramente ellos nos habían visto antes y nos observaban desde las alturas sin parar de moverse, quizá atraídos por quienes estaban invadiendo su terreno. Nuestro guía le pidió los plátanos al chico y con ellos en la mano estuvo buscando un sitio visible donde dejarlos, depositándolos en tres lugares diferentes y retirándonos después para que pudieran descender más confiados a tomarlos.

Nos dedicamos a esperar ver qué hacían los orangutanes, el chico me dijo que seguramente habría más en esa zona y no se equivocó, al poco aparecieron otros dos más sobrevolando entre los árboles como si fueran pájaros gigantes, acercándose poco a poco hasta donde estábamos, uno de ellos llegando a sobrevolar por encima de nuestras cabezas en arriesgadas acrobacias. Ese, que parecía el más audaz, fue el primero en descolgarse y tomar los plátanos que habíamos dejado en un punto, para volver a elevarse y alejarse entre los árboles de inmediato. Nosotros permanecíamos sin movernos, simplemente observando en silencio. 

Me quedé fascinado mirando.  Me parecía increíble su facilidad para saltar entre los árboles agarrados a ramas colgantes como lianas con ágiles y precisos movimientos realizando un espectáculo maravilloso.

Hubo otro que no tardó en hacer lo mismo, descendió, tomó los plátanos con rapidez y se esfumó saltando entre los árboles. Parecía que huían con su pequeño botín para dar cuenta de él más tranquilos lejos de nuestra vista. El tercero no tardó en descender también para tomar su ración de fruta, parecía que habían perdido la timidez de acercarse a nosotros, desapareciendo al igual de nuestra vista, aunque llegando algún otro nuevo, entre ellos una hembra con su bebé, viajando por el aire de rama en rama con el bebé pegado a ella. 

Ya quedaban pocos plátanos, el guía sacó dos para depositarlos en el suelo con la esperanza de que la madre llegara a recogerlos. Sin embargo fue otro de los orangutanes el que se los llevó.  El guía volvió a sacar otros dos plátanos y esta vez sí, fue la hembra orangután la que bajó con su bebé a cogerlos.  Lo mejor es que ella no se marchó, se alejó un poco caminando y tranquilamente se comió los plátanos dándonos la espalda. Lo más asombroso vino después, nos acercamos un poco hasta ella dando un pequeño rodeo para poder verla de frente sin que ella se inmutara, regalándonos a continuación momentos fantásticos cuando se puso a jugar con su bebé orangután.  En esos instantes mi fascinación llegó a lo más alto. Observaba sus movimientos hipnotizado, con cierta perplejidad al ver sus poderosas manos, tres o cuatro veces más grandes que las mías. Entonces me di cuenta que de estar agresivo, de un manotazo un orangután podía arrancarle a uno la cabeza.

La sorpresa, incluida con un poco de susto, fue cuando, absorto en mirar a la orangután con su bebé, de repente escuchamos un ruido a nuestras espaldas, giramos nuestras cabezas y detrás nuestro apareció un orangután.  No sabía si era quizá el macho que iba con la hembra y su bebé, si era uno de los que ya se había llevado los plátanos o era otro nuevo más descarado que se presentaba allí para recibir sus plátanos. El guía hizo gestos de calma con las manos para que permaneciéramos sin movernos.  Después de un par de minutos de mutua observación, el guía metió la mano en el saco y sacó el último plátano que quedaba, lanzándoselo al que se había plantado allí de improviso. El orangután lo cogió y, a diferencia de los otros, se quedó allí para comérselo con tranquilidad.

Acababa de vivir momentos únicos en mi vida, uno no puede darse cuenta de lo especial que era haber estado cerca de los orangutanes hasta vivirlo en persona.

Si ese tercer día había sido el más valioso tras el encuentro con los orangutanes, la noche fue la más especial entre los Iban.  En la tarde fueron ellos quienes sacaron unas botellas de tuak hechas allí para compartirlas, haciéndome sentir integrado en su comunidad.  Hubo brindis, sonrisas y felicidad.  La diferencia de nuestras lenguas no nos dejaba entendernos, sin embargo nada se interponía en la interpretación de nuestros sinceros sentimientos.

En la noche y como despedida, en honor hacia mí me dedicaron los bailes tradicionales que formaban parte de su vida, ganándose mi agradecimiento, aprecio y amistad. Por muy alejados que estuviéramos en el mundo y en la cultura, en el fondo todos integrábamos los mismos valores y sentimientos que nos hacían personas.

Borneo, junio de 2002

 

Archivado en

Suscríbete a Diario de Huesca
Suscríbete a Diario de Huesca
Apoya el periodismo independiente de tu provincia, suscríbete al Club del amigo militante