Lo que menos me gusta cuando llego a un país o una ciudad es hacerlo en mitad de la noche, especialmente si es la primera vez y carezco de hotel o de referencias para alojarme en un lugar, justo la situación que tuve al llegar a Calcuta procedente de Nepal a las dos de la madrugada.
El taxista me llevó a la dirección que le indiqué, supongo que sacada de la guía de viajes, donde debía haber un hotel barato. Me quedé plantado en mitad de la calle bajo una oscuridad que, salvo alguna débil luz, lo cubría todo. No vi ningún letrero de hotel, lo que me llevó a preguntarme si el taxista me habría llevado al lugar correcto. Una vez anterior en una situación parecida cuando llegué a Nueva Delhi, el taxista, creo que como venganza por no querer ir al hotel que me recomendaba insistentemente, me dejó a más de un kilómetro de distancia del hotel al que me dirigía, aunque tuve la suerte de encontrar al conductor de un ricksaw durmiendo en su vehículo y me llevó hasta el hotel, de lo contrario no habría sabido llegar por mi cuenta. Ahora me encontraba sólo y desorientado, a esas horas sin nadie a quien preguntar, por suerte no había perros callejeros que amenazaran mi integridad. Era lo que más temía cuando andaba por la noche en la India, solían ser agresivos y seguramente portadores de la rabia.
Vi un edificio grande y antiguo con una puerta enorme que se diferenciaba de los demás. No había señales de hotel pero tenía un pequeño letrero junto a la puerta en hindi, intuí que ese podía ser el lugar. Tuve que llamar varias veces hasta que alguien vino a abrir la puerta. Pregunté si eso era un hotel, si tenían habitaciones, el hombre asintió, dijo que tenían una sola habitación disponible. Entramos y me llevó hasta ella en la parte alta. Cuando la vi, aquello no llegaba ni a media habitación, era pequeña y ni siquiera podía estar de pie, el techo era bajo e inclinado como el de una buhardilla, su equipamiento constaba únicamente de una colchoneta sobre el suelo y un ventilador. En la parte donde la inclinación el techo casi llegaba hasta el suelo, se encontraba una especie de ventanuco que daba a un lugar interior oscuro. Una de las peores habitaciones que había visto, pero no era plan de rechazarla y salir a esas horas a la calle en busca de hotel. Aún así, lo peor de todo era el asfixiante calor que hacía allí dentro, tuve que dormir con el ventilador pegado a mi cuerpo.
A la mañana siguiente bajé a la planta baja para ducharme, la ducha era comunitaria y tuve que hacer cola detrás de otros tres que también esperaban para meterse dentro. Después de la ducha cogí mi mochila y partí en busca de otro hotel. Por el camino desayuné en un puesto callejero y proseguí mi búsqueda. Por suerte di con un hotel que me gustó, incluso estaba por encima de mis aspiraciones, con un precio barato. Calcuta, además de ser unas de las tres ciudades más pobladas de la India, era posiblemente la ciudad más interesante del país, lo acreditaba su historia, sus festivales culturales, su arquitectura colonial y otras muchas cosas. Además de descubrir una ciudad tan emblemática, también me interesaba conocer y explorar los “slums” de la ciudad, los barrios pobres dentro de una ciudad pobre, como el barrio de Pilkhana, el paradigma de todos los slums de Calcuta, que Dominique Lapierre hizo famoso con su novela “La ciudad de la alegría”, que yo había leído no hacía mucho y desde ese mismo instante quise conocer en persona. El tercer motivo que me llevaba a este lugar era la Madre Teresa de Calcuta, fundadora de la congregación Misioneras de la Caridad, que por entonces ya contaba con más de 500 centros en un centenar de países. Sólo en Calcuta existían 55 de estos centros dedicados al servicio y ayuda a los más pobres entre los pobres, los excluidos por su pobreza o sus enfermedades. Mi pretensión, ser uno más de los voluntarios temporales que llegan hasta allí de todo el mundo.
"Mi pretensión, ser uno más de los voluntarios temporales de las Misionerasa de la Caridad que llegan hasta allí de todo el mundo"
El primer día lo dediqué a absorber la esencia de Calcuta, impresionado desde el primer momento por todo lo que veía, sus edificios coloniales y la decadente arquitectura que aún podía mostrar la categoría que en otra época tuvo la ciudad, la cual parecía haberse congelado en el tiempo mostrándose tal como debía ser un siglo atrás. Fascinación era lo único que podía sentir al estar allí. Además de ir descubriendo la ciudad también indagué para saber cómo podía llegar al slum de Pilhana y la dirección de la Casa Madre de Teresa de Clacuta. donde debía acudir para exponer mi deseo de ser un voluntario de la congregación.
Por si después no me quedaba tiempo, decidí empezar por visitar el barrio de Pilhana, me habían advertido que era peligroso, no debía llevar nada de valor, como dinero, cámara fotográfica o pasaporte. Aun así, el deseo de ir era más fuerte que el riesgo a correr. Llegué hasta cerca la entrada del barrio, ni siquiera el transporte público se atrevía a entrar allí, había una linea invisible que no podían traspasar. Tuve que caminar cerca de un kilómetro siguiendo las indicaciones que me habían dado, desconociendo a ciencia cierta dónde empezaba el slum. No había indicadores o letreros que informaran, pero supe en el momento que había llegado sin necesidad de preguntar, justo cuando empezaron a llegar piedras voladoras hacia mí. Me protegí como pude y quedé observando sin ver quiénes eran los autores de ese ataque. Cuando pretendí continuar otra lluvia de piedras empezó a caer sobre mí. Ahora sí vi a un par de niños escondiéndose después de tirar las piedras, pero sabía que no eran los únicos, las piedras caídas eran unas cuantas y llegaban de distintos lugares. Estaba claro que no era bienvenido allí.
Me quedé quieto y a resguardo pensando qué podía hacer. Los niños se ocultaban sin dejarse ver, lo que me impedía ver sus intenciones, saber si eso era sólo una advertencia o tenían el propósito de impedirme la entrada en su barrio. Asomé la cabeza y saqué el cuerpo, deseaba hablar con ellos y demostrarles que era un amigo, que solo deseaba conocer el lugar donde vivían sin más pretensiones, pero en cuanto eché a andar otra lluvia de piedras me hizo retroceder. Los interpelé con voz amistosa, sin saber si tendrían conocimiento del inglés, pero al menos podrían ver mi actitud pacífica. Ellos permanecieron en silencio, sólo que esta vez empezaron a salir de sus escondites, los había en diferentes sitios, algunos encaramados en alto, todos mostraban hacia mí sus miradas amenazadoras con piedras como munición. Hice gestos con las manos en señal de calma, de querer hablar con ellos, pero no sirvió de nada. En cuanto hice ademán de echar a andar armaron sus brazos de nuevo y volvieron a lanzarme una lluvia de piedras. Me resistía a dar media vuelta y marcharme de allí, pero después de un tiempo intentando amansarlos comprobé que ellos no estaban dispuestos a deponer su actitud, había ido en busca de la ciudad de la alegría y me había encontrado con la ciudad de la hostilidad.
Después del fallido intento regresé a la ciudad para dirigirme a la Casa Madre Teresa de Calcuta, así llamaban al primer centro después de que la Madre Teresa fundara la congregación Hermanas de la Caridad, donde además residía la hermana Teresa. Manifesté mi deseo de colaborar como voluntario durante las tres semanas que iba a estar en Calcuta, no era necesario tener una cualidad específica o una profesión determinada, todo el mundo era apto para ayudar. Quedamos en empezar al día siguiente. La chica con la que hablé, encargada de coordinar a los voluntarios internacionales, era una española de Galicia, me dijo que nuestra jornada de trabajo empezaba a las ocho de la mañana y terminaba a las dos de la tarde, los domingos eran días libres. Me comentó que a las siete de la mañana la Casa Madre daba a los voluntarios un desayuno, por lo que antes de ir a su centro de destino solían reunirse allí para desayunar. Al día siguiente me dirían el centro al que iría yo. Antes de marcharme, le pregunté por la Madre Teresa, si ella estaba allí, si era posible verla. Me dijo que sí, vivía allí, si quería verla podía hacerlo en la capilla, donde había una misa diaria a las seis de la mañana a la que asistía cada día, pero me indicó que me abstuviera de intentar hablar con ella, era un momento para la oración y no se la podía molestar.
"Si quería ver a la Madre Teresa de Calcuta podía hacerlo en la capilla, donde había una misa diaria a las seis de la mañana a la que asistía cada día, pero me indicó que me abstuviera de intentar hablar con ella, era un momento para la oración"
A las siete de la mañana del día siguiente estaba de nuevo en la Casa Madre con ganas de empezar mi trabajo, allí estaba también la chica española que me informó del lugar al que iba a ir, un centro para hombres enfermos mentales, todos ellos parias, la casta más baja en la India, quienes además de sufrir el rechazo de la sociedad por su condición social, sufrían también el rechazo de sus iguales por su enfermedad mental, gente que antes de ser acogida en el centro de Teresa de Calcuta vivía abandonada en la calle. La española me presentó a otras tres personas, los que serían mis compañeros en el centro al que iba a ir, ellos me mostrarían el camino.
A pesar de que uno ya podía imaginar la situación que podía encontrarse, tener la auténtica percepción de aquel lugar suponía un impactante golpe de realidad. El centro era un vetusto edificio bastante amplio de planta baja, con salas interiores y un gran patio descubierto. Me recibió la hermana de la Caridad encargada del centro para los enfermos mentales dándome la bienvenida y de inmediato pasamos a la tarea. Lo primero era tomar el delantal que se llevaba para el trabajo, mis compañeros serían los encargados de decirme en qué consistían las tareas y cómo las íbamos a distribuir a lo largo de la mañana.
Lo primero fue levantar a los residentes de sus camas. Entramos en una amplia sala común que servía de dormitorio. Habría más 50 personas, todos hombres, en unas condiciones muy básicas, acercándose a lamentables. Dormían en camastros sobre una simple tela alineados en filas a poca distancia unos de otros, creo que eran los que estaban en peores condiciones mentales. Empezamos por allí, no puedo olvidar el recuerdo de aquel momento al observar la sala casi en penumbra, caminando entre excrementos y orines que sobre el suelo habían depositado los internados junto a sus camastros. Al menos yo llevaba zapatillas, ellos sin embargo iban a pies descalzos. Lo primero era levantarlos y sacarlos al exterior, todos obedecían pacíficamente nuestras órdenes. A continuación, antes de ducharlos, regresamos al dormitorio y apilamos los camastros dejando expedito el dormitorio. Después con una manguera se rociaban de agua para limpiar la suciedad impregnada. Acto seguido se hacía lo propio en la sala, con una manguera se propulsaban chorros de agua para arrastrar y limpiar de excrementos y orines el dormitorio, terminando la limpieza echando lejía y barriendo los restos de agua y otros elementos con escobizos.
Luego pasamos a otro dormitorio donde los internos parecían menos afectados por sus enfermedades mentales, en éste la suciedad era menor, aún así procedimos con idéntico sistema para la limpieza. Lo siguiente fue la ducha, muchos podían ducharse por sí mismos en una zona del patio exterior al aire libre, aunque supervisándolos para que lo hicieran. Quienes por sus facultades mentales no lo hacían o simplemente eran reacios, teníamos que encargarnos nosotros. Después del aseo llegaba el momento del desayuno, de la cocina se encargaban las hermanas de la Caridad, aunque la cocinera era una empleada exterior, creo que la única persona contratada del centro.
Terminados los desayunos los internos solían quedarse en el patio descubierto, aunque había otro cubierto para los días de lluvia, donde solían quedarse recostados en silencio. No había médicos, no había tratamientos, tampoco había diagnósticos para los enfermos, quienes además de sufrir la enfermedad debían vivir una vida miserable en la calle sin ningún tipo de recursos, repudiados por la sociedad. El centro de la Madre Teresa únicamente se limitaba a rescatarlos de la calle y ofrecerles un refugio, alimento y un poco de dignidad. Algunos, además de arrastrar sus problemas de salud mental, también sufrían otros tipos de enfermedades, para lo cual estaba Giuseppe, un enfermero italiano voluntario, el único que estaba de forma permanente. Él se encargaba de los problemas físicos que tuvieran, cosa a la que se dedicaba cada mañana una vez terminaban de desayunar.
Giusseppe llevaba allí casi un año, esperando que otro enfermero llegara un día para sustituirlo. Los demás, hasta la hora de la comida, nos repartíamos el trabajo entre afeitarlos, cortarles el pelo o ayudar a Giuseppe. Otros, mientras tanto, debían recomponer de nuevo los dormitorios dejando los camastros en su lugar y colocar las telas que los cubrían (aunque no llegaban para todos) para dormir en la noche. Del lavado de las telas se encargaban las hermanas de la Caridad, en el patio había un lavadero donde a mano lavaban tanto las telas de los camastros como las ropas de los internos.
A la hora de la comida sacábamos las ollas de la cocina y las hermanas se encargaban de llenar los platos que nosotros íbamos repartiendo a los internos allí donde estuvieran, normalmente sentados en cualquier parte del suelo, pues no había asientos o mesas para comer. Algunos, para tomar su plato de comida, preferían sentarse sobre el camastro donde dormían.
"Por suerte, unos días mas tarde apareció la Madre Teresa de Calcuta en la sala donde desayunábamos los voluntarios"
Los domingos, junto a otros compañeros o compañeras, aprovechaba el tiempo libre para acudir y conocer otros centros de la Madre Teresa. Uno de ellos, para la atención y manutención de niños de la calle, sólo iban para recibir alimentos, por lo general una comida al día. Ninguno de ellos deseaba quedarse allí, preferían vivir libres en la calle. También los duchaban cada vez que iban, cosa que no les gustaba. Para conseguirlo les ponían la condición de que si no se duchaban no había comida, era la única forma de convencerlos. Aun así costaba trabajo desnudarlos y que después se mantuvieran quietos mientras recibían la ducha a través de una manguera de agua o cuando los enjabonaban. Eran niños realmente rebeldes. Después, en cuanto comían, se largaban de allí hasta el día siguiente. Otro de los centros que visité fue una leprosería, a media hora de tren de Calcuta. Había familias enteras, pero sobre todo muchos niños, a los que mantenían aparte. Allí se encontraban hasta el día en que se podía erradicar su enfermedad, que solía ser varios meses, y aun así, aunque su enfermedad estuviera curada, iba a quedar ese estigma para el resto de sus vidas, razón por la que después nadie quería tenerlos en su comunidad. Había que proporcionarles una nueva vida en un nuevo lugar.
Estando allí no podía dejar pasar la oportunidad de ver a la Madre Teresa, una persona a la que admiraba, así que en los primeros días asistí a la misa de las seis de la mañana. Me quedé en la parte de atrás de la pequeña capilla. En la primera fila se encontraba ella, acompañada por otras hermanas. Sólo podía verla de espaldas y no muy bien, pero la veía. Era una mujer pequeña, de aspecto frágil, por entonces contaba ya con 86 años. Como me habían dicho que no la molestara tuve que resignarme a poder saludarla. Por suerte, unos días mas tarde apareció en la sala donde desayunábamos los voluntarios. Fue una inesperada sorpresa, dejamos el desayuno para agolparnos a su alrededor, ahora sí que pude verla bien y de cerca. Estuvo unos cinco minutos con nosotros y se retiró de nuevo. Sólo por aquel momento ya valió la pena mi viaje a Calcuta. Un año mas tarde falleció.
Vivir en Calcuta y a la vez colaborar en el centro de la Madre Teresa fue una de las experiencias de viaje más extraordinarias que he vivido, en la que llegué a darme cuenta de que, en el fondo, como sucede tantas veces, uno recibe más de lo que da.
Calcuta, año 1996