California, la auténtica vida americana

Relatos de viaje: las incómodas situaciones en un entorno de una moralidad ambigua

Marco Pascual
Viajero
30 de Octubre de 2022
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Unas fiestas "peligrosas" en California
Unas fiestas "peligrosas" en California

Llegué a Fresno, una ciudad de 400.000 habitantes en el centro de California, a eso de las diez de la noche.  Tenía que venir a recogerme la mujer que me iba a hospedar en su casa, iba allí para estudiar inglés por dos meses y había concertado vivir en la casa de una familia y así poder practicarlo.

Era el último vuelo del día, los pasajeros y personal desaparecieron pronto, al igual que los taxis, y la mujer no venía a recogerme. ¿Me había dejado colgado? Esperaba en la puerta del aeropuerto, cerrado y con las luces apagadas, cuando por fin llegó, con una hora de retraso.

La primera pequeña decepción fue que la familia no estaba completa. La mujer, de treinta y tres años, tenía dos hijos, un chico de seis años y una chica de tres y medio, faltaba el marido. Que estuvieran divorciados no me importó mucho, la mayor decepción fue la comida. El alojamiento incluía la manutención, pero Liz no cocinaba nunca, por lo que mi sustento consistía en bandejas de comida precocinada congelada, por lo general un trozo de carne de ternera, puré de patata y maíz, todo absolutamente insípido. El congelador estaba lleno de estas bandejas.

En casa hacía el desayuno, casi la única elección posible eran cereales con leche y tostadas con mermelada, lo mismo que los hijos, y en la tarde la cena. Al mediodía comía en "Jack in the Box", un restaurante de comida rápida tirando a asquerosa que había junto a la escuela donde aprendía inglés.  Lo único saludable era la ensalada que podía escoger uno mismo llenándose el plato, pero con opciones a las que estaba poco acostumbrado, maíz, rabanitos, tomate sin sustancia alguna, algunas legumbres, pasta... y para remate nada de aceite y vinagre de aliño, sino salsas ya hechas como la “mil islas”, mayonesa y otras desconocidas. Entre esto y hamburguesas, me pasé los dos meses comiendo ensaladas cuyo único sabor lo aportaban las salsas.

Los miércoles por la noche era el día que mejor comía. Llegaba la madre de Liz  con su novio y solían traer carne para hacer un “barbiquiu”. De paso con ellos era el día que más podía practicar inglés, pues el resto de la semana en casa cuando en la tarde llegaba Liz del trabajo o dondequiera que estuviese, se pasaba el tiempo hablando por teléfono, que gracias a un cable de gran longitud iba con él por toda la casa. En realidad, con quien más practicaba era con sus hijos, con quienes desde el primer momento tuve una excelente conexión. Tanto fue así que al segundo o tercer día, cuando Liz llegó a casa y me vio jugando con ellos, se fue corriendo a buscar una cámara para hacernos unas fotos.  Me dijo que era para mostrárselas a su madre, de lo contrario no lo iba a creer.  Liz estaba emocionada, yo no lo entendía hasta que me lo explicó.  Su hija, no sabían por qué razón, no hablaba con ninguna persona que fuera varón, ni siquiera con niños de su edad. La habían llevado al psicólogo y ni con eso descubrieron la causa ni solucionaron el problema, y de repente se ponía a jugar y reír con un desconocido. Cuando llamó a su madre y se lo contó, sorprendida, tampoco podía creerlo.  La verdad que ni siquiera con su padre, que venía a ver a sus hijos los martes en la tarde, hablaba con él.

California 2 (002)
Con los hijos de Liz

Ahí gané bastantes puntos con Liz, que se volvió más atenta conmigo.  Al día siguiente me preguntó si quería cuidar a los niños, pagándome, por supuesto. El trabajo consistía en levantarlos por la mañana, darles el desayuno y acompañar al chico hasta la parada de autobús que lo llevaba al cole y a la niña llevarla a la guardería.  Por la tarde, a mi regreso de la escuela de inglés, tenía que cuidarlos hasta que llegara ella, cosa que ya hacía. Me encogí de hombros y le dije que bien, de modo que acto seguido llamó a la chica que se encargaba de cuidarlos y la despidió.  Sus hijos pasaron a ser casi mis únicos interlocutores para practicar inglés.

Visto que estaba contenta conmigo, le di un ultimátum: no me gustaba comer cada día congelados sin sabor a nada, de manera que o me cambiaba la dieta o me iba  a otro lugar. Liz no quería cocinar, ni siquiera lo hacía para ella y tan apenas para sus hijos, pero encontró la solución, me propuso darme dinero, comprarme la comida que me gustara y cocinármela yo mismo. Acepté.  El dinero que me daba no era para tirar cohetes, pero podía comprar huevos, aceite, verduras y hortalizas frescas, suficiente.  Luego, los domingos llegaba su novio a pasar la mañana, siempre venía repuesto con un pack de 24 cervezas para compartir conmigo y además me hacía su especialidad, una tortilla gigante donde metía de todo, cebolla, tomate,  pimiento, champiñones.... Era policía, igual que Liz, aunque ella trabajaba en las oficinas de paisano.

Ya conocía a la madre y su novio, al hermano y al novio de Liz, un armario de casi dos metros de alto. El siguiente paso fue presentarme a sus amistades, empezando por su mejor amiga, casada con otro policía.  La excepción entre todas sus amigas, pues creo que era la única que no estaba divorciada.  A la segunda vez que vino a casa ya me tiró los tejos.  Estábamos hablando en la cocina los dos solos, su forma de mirarme y hablarme ya me hizo sospechar algo, pero me dejó descolocado cuando de repente me propuso acostarse conmigo, en ese momento y en mi habitación. Me quedé sorprendido, sin saber por dónde salir. Como no le daba una respuesta, por si no lo había entendido bien, me lo repitió en francés.  Entonces caí en la cuenta de que estábamos solos en casa, Liz había ido a alguna parte con sus hijos, ¿casualidad?  Como ni decía ni hacía nada, ella misma tomó la iniciativa de cogerme de la mano diciéndome: vamos a tu habitación.

Fue una situación totalmente inesperada y muy embarazosa para mi.  Me resistí.

En aquellos momentos sólo pensaba en que su marido era policía, la cosa podía acabar mal si llegaba a enterarse, además ella ni siquiera me atraía, demasiado riesgo por algo que no valía la pena.

Después fui conociendo a sus otras amigas, cuando quedaban en un parque por la tarde me llevaba para que las conociera y hablara con ellas. La verdad es que, si su mejor amiga no me gustaba, las demás aún menos.  Aunque yo estaba en medio, hablaban de sus cosas e intimidades como si yo no estuviera, sintiendo más vergüenza de la que parecían tener ellas.

Lo siguiente fue llevarme a conocer la noche en Fresno, Liz me invitó a salir con ella. Recuerdo que me llevó a un bar enorme con pista de baile, muy animado, lo pasamos muy bien, bailamos y bebimos durante la noche hasta el momento de regresar a casa.  Al salir me di cuenta de que Liz no se tenía en pie, de modo que tuve ayudarla para llegar al coche, sentarla en mi lugar y conducir yo.  No sé qué hubiera pasado si nos para la policía, conduciendo un extranjero también bebido y sin carnet de conducir, y la acompañante una policía borracha.  Al llegar a casa me costó sacarla del coche, Liz era patilarga y no ayudaba nada, luego la tuve que entrar en brazos hasta la cama, desnudarla y acostarla.

Después de aquella noche cogimos más confianza el uno con el otro.

En los días siguientes se estableció una rutina que me hacía sentir incómodo.  Por la tarde, sobre las siete, daba la cena a sus hijos y los acostaba, después se servía una copa de vino rosado y se iba a la cama con ella, momento en que me llamaba para que fuera a contarle cómo habían pasado el día sus hijos. Esto no tenía nada de raro, la incomodidad era ver que estaba sentada en la cama con un corto y sugerente camisón realmente sexy, apoyada en el cabecero mostrando sus largas piernas abiertas con el camisón subido casi hasta las caderas, dejándome ver perfectamente el tanga que llevaba puesto.  Aquello me resultaba muy embarazoso, no sabía dónde mirar.  No sé si era una insinuación, pero tenía toda la apariencia, en todo caso ni me atraía Liz ni quería correr el riesgo que podía suponer si su novio se enteraba de cualquier aproximación entre nosotros, por lo que cada vez intentaba escabullirme de la habitación en cuanto podía.

Me asombraba la falsa moralidad que mostraban los americanos, se escandalizaban si una mujer mostraba un pecho. Sin embargo era corriente ponerse los cuernos entre unos y otros, lo que no se veía en público no existía, de forma que así se podían guardar las apariencias.  Tras aquella época en los Estados Unidos había una tasa de divorcios de tres por persona, probablemente ahora sea mayor.

Quizá lo más asombroso que pude ver, fue el día que celebraban la despedida de soltera de una amiga de Liz.  Por supuesto la fiesta era solo para mujeres, pero hicieron una excepción y Liz me invitó a ir.  Sentía curiosidad y acepté.

El lugar donde se celebraba era la discoteca del hotel Holiday Inn. Cogí mi bicicleta y fui allí a las siete de la tarde, cuando ya estaban todas las chicas, unas  quince mujeres entre casadas y divorciadas, todas en los treinta y tantos, es decir, todas mayores que yo.  Me acomodé junto a Liz y sus amigas, entre ellas la casada que me tiraba los tejos. Me invitaron a beber.  De principio empecé a sentirme un poco raro allí entre todas, ya algo más animadas que yo y siendo el único hombre allí.  La amiga de Liz no perdió el tiempo y se acopló conmigo, en su mirada podía leer su pensamiento: "Hoy no te vas a escapar".

No tardé en sentirme incómodo, ella se pegaba a mí con demasiado descaro, no había tomado la primera cerveza y ya estaba pensando en marcharme. Entonces sucedió algo imprevisto. De repente aparecieron allí el novio de Liz y el marido de la amiga.  Iban de paisano, se habían dedicado a recorrer distintos lugares en busca del lugar donde se celebraba la fiesta, con su placa de policías tenían vía libre en todas partes.

En aquel momento yo estaba sentado en un sofá junto a la amiga, ellos ya me conocían, por lo que me saludaron con normalidad. Ellas les reprocharon que se hubieran presentado allí, pero les permitieron quedarse a tomar una cerveza si se marchaban después. Aproveché para escabullirme e ir a bailar a la pista con las otras chicas. Al poco apareció la casada junto a mí preguntándome por qué me había marchado.  Se quedó en la pista bailando conmigo, mientras yo trataba de guardar las distancias mirando de reojo al marido sentado en el sofá donde antes estábamos nosotros.  Aquella situación me puso nervioso, ella no se cortaba nada, pegándose a mí y hablándome al oído.

Fue uno de los momentos más embarazosos que he vivido nunca, ella acosándome con su marido a pocos metros de nosotros.

Para salir de aquella situación me excusé diciendo que iba al baño, pero lo que hice fue tomar el camino de salida de la discoteca.  Andaba por un pasillo cuando de nuevo apareció ella tras de mí preguntándome a dónde iba, cogiéndome de la mano para retenerme. Intenté soltarme, pero ella tiraba de mí en otra dirección.  ¿Estás loca?  –le dije–, tu marido está aquí.

Su respuesta fue: no te preocupes, no hay problema.

En mi mente veía apareciendo detrás al marido pillándonos cogidos de la mano. Me puse muy nervioso, el marido era policía, si nos descubría quien sabe cómo podía acabar yo.

Para quitarme el miedo volvió a tirar de mi mano hacia otro pasillo donde estaban los ascensores, diciéndome que tenían reservadas dos habitaciones para ellas –¡vamos! –, dijo tirando de mí.

Habían reservado dos habitaciones para usar como picadero para quien consiguiera un ligue.

Yo estaba al borde de un ataque de ansiedad.  Al negarme a subir a la habitación con ella, me preguntó por qué, en ese momento se me ocurrió decir como excusa que tenía una novia allí, en Fresno. Ella no me creyó y siguió tirando de mi mano hacia el ascensor.

Como seguía sin creerme, le dije que iba a llamarla en ese instante para que fuese a la discoteca y entonces lo vería.  Me siguió hasta un teléfono público que había en el corredor y se quedó observando.  Hice la llamada, en realidad estaba llamando a Elsa, una amiga de Zaragoza que había conocido en la escuela de inglés, y le pedí que viniese a la discoteca a mi rescate.

Después de eso la amiga de Liz se convenció y me dejó tranquilo.

Esperé a Elsa, quien también vino en bicicleta, y juntos nos marchamos de allí.  Me había salvado la vida.

Fresno, California, mayo de 1988

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