Calle 6, el lado oscuro de San Francisco

Relatos de viaje: "Todo lo que aquella primera vez nos sorprendió acabó siéndome bastante familiar"

Marco Pascual
Viajero
31 de Diciembre de 2023
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Marco Pascual en San Francisco, donde vivió peripecias en la Calle 6
Marco Pascual en San Francisco, donde vivió peripecias en la Calle 6

Junto a mi amiga Elsa decidimos abandonar Fresno, en el centro de California, para trasladarnos a vivir en San Francisco. Después de haber pasado allí un fin de semana nos pareció una ciudad fascinante y ambos deseábamos saborear la vida rodeados del influjo  que desprendía su encanto, capaz como ninguna otra en el país de producir las mejores sensaciones.

Nuestra idea era alquilar un apartamento. Inicialmente sólo contábamos con Montse, una chica de Pamplona que habíamos conocido en nuestra primera visita a la ciudad y teníamos su número de teléfono.  Unos días antes Elsa la llamó para comunicarle nuestra intención de ir allí y quedamos en vernos. Ella vivía alquilando una habitación en el apartamento de otro navarro residente en San Francisco, soltero, dueño de un hotel y un bar en la calle Broadway, una de las principales en el barrio de North Beach, junto Little Italy, una zona con encanto de la ciudad.

Nos dirigimos al apartamento donde vivía Montse, también cercano a la calle Broadway, para encontrarnos con ella. La idea era quedarnos allí hasta que encontráramos un apartamento, pero como ella no era la dueña tenía que preguntarle a su compañero navarro que era el propietario. El tipo, algo huraño a primera vista, se negó a que nos alojáramos en su casa, ni siquiera a que estuviéramos alojados en la habitación de Montse, por la que pagaba 400 dólares al mes. Luego le dijo que Elsa podía quedarse, pero chicos no, o sea, que yo no.

No aceptamos el trato, o los dos o ninguno. Lo que sí hizo Montse fue guardar nuestros equipajes en su habitación hasta que encontráramos un alojamiento, a eso no podía oponerse.  Luego, a solas, nos contó el plan que tenía para quedarnos allí con ella.  Él se marchaba a España de vacaciones por un mes justo al día siguiente, sólo tendríamos que pasar fuera esa noche y al día siguiente una vez que él partiera para el aeropuerto podíamos regresar para alojarnos allí, y gratis, durante el mes que estuviera fuera.  Nos pareció un plan perfecto.

Nos dirigimos al centro financiero de la ciudad, yo necesitaba dinero y allí había una sucursal del Banco Central. En la oficina bancaria el empleado español con el que hacía la gestión me dijo que conocía a un cliente del banco que era de Huesca, y me anotó su teléfono por si quería llamarlo, se llamaba Manolo y estaba estudiando en una universidad de allí.  A Manolo no lo conocía personalmente, pero era el hijo de un conocido médico de Huesca.

Después de hacer la gestión en el banco fuimos a una cabina telefónica y lo llamé para saludarlo. Manolo se mostró contento y receptivo al hablar conmigo, me dijo que esa misma noche tenían una party con amigos y amigas de la universidad y nos invitó para encontrarnos allí. Le pregunté si podía ir Montse con nosotros y dijo que sí, sin problema.

No teníamos hotel, pero teníamos un lugar para pasar algunas horas de la noche.

Nuestra aventura en San Francisco empezó desde el primer momento de nuestra llegada. Habíamos quedado en ir al apartamento donde tenía lugar la party a las nueve de la noche. Cuando llegamos la fiesta ya había empezado. Allí nos encontramos con Manolo, nos saludamos efusivamente y después nos presentó a sus amigos españoles también estudiantes allí, el resto eran americanos, chicos y chicas estudiantes de su misma universidad. Manolo se convirtió en nuestro anfitrión y la verdad que nos hizo sentir como unos más del grupo. Él, junto a otro chico de Gerona, parecían los más  animadores de la fiesta.  Beber, bailar, hablar, conocerse, ligar... eran los principales objetivos de la party.  Tampoco faltaban las sustancias que tradicionalmente se consumían en las partys, como marihuana y cocaína, a las que también fuimos invitados.

Tampoco faltaban las sustancias que tradicionalmente se consumían en las partys, como marihuana y cocaína, a las que también fuimos invitados

A cierta hora de la noche un grupo reducido nos fuimos de discoteca. A partir de las dos de la madrugada ya no servían alcohol, pero la gente se las arreglaba para seguir tomándolo, la mayoría llevaba una petaca y a escondidas rellenaba la coca cola de su vaso con whisky o cualquier otra cosa de su petaca.  Montse regresó a su apartamento cuando salimos del party, Elsa y yo estuvimos con los demás toda la noche, ya de día acabamos en el apartamento del chico de Gerona, era grande y tenía espacio para nosotros.  Allí estuvimos hasta primera hora de la tarde, entonces regresamos con Montse una vez que el compañero y dueño de su apartamento partió al aeropuerto.

Nuestra llegada a San Francisco no podía ser más afortunada, disponíamos de un mes gratis en un buen apartamento.  El dueño había dejado como supervisor del hotel y del bar a Lorenzo, otro navarro que vivía allí, chófer del cónsul español en San Francisco, como trabajo adicional. Le había pedido que fuera a su apartamento para vigilar que yo no me metiera allí, incluso le había pedido que se quedara a dormir en su habitación para que la vigilancia fuera más completa.

Inevitablemente Lorenzo nos encontró en el apartamento, pero lejos de echarme lo que hizo fue darme todas las facilidades para quedarme, trayendo bebida muchas tardes para estar, beber y hablar con nosotros, incluso durante ese mes hicimos una party por semana con Manolo y los amigos que íbamos conociendo, a los que Lorenzo no faltó en ninguno. Por supuesto de quedarse a dormir allí nada, estaba casado y a dormir se iba con su mujer. Manolo era un tipo encantador, una de esas personas que cae bien nada más conocerla, fue el mejor amigo que tuve en San Francisco, incluso fue quien después me buscó trabajo.

Todo evolucionaba de manera ideal, Elsa y yo nos encontrábamos perfectamente acomodados en aquella fascinante ciudad, quizá sólo faltaba una cosa para completar la plena satisfacción: poder compartir con nuestras familias y nuestros amigos de aquí la maravillosa experiencia que estábamos viviendo.  Nos enteramos que la solución podía estar en la calle 6. 

En aquella época la única forma de estar en contacto con nuestra familia y nuestros amigos era por carta o por teléfono, el correo iba lento y el teléfono costaba caro. Joaquín, un español también de Pamplona que conocimos ese primer mes y que sabía todos los trucos para sobrevivir en la ciudad, nos dio una idea para facilitarnos la comunicación y a un coste muy bajo, teníamos que ir a calle 6, allí vendían un “número” con el que podíamos llamar a España por teléfono de forma ilimitada. Comprarlo sólo costaba cinco dólares.

A todas luces parecía algo ilegal, pero nos interesaba. El inconveniente es que la calle 6 era un lugar potencialmente peligroso, era una calle céntrica, partía de la calle Market, la arteria principal y más comercial de la ciudad, y terminaba en Embarcadero, el puerto. En apariencia una calle más, pero ese era el sector que contenía los bajos fondos de San Francisco y lugar de encuentro de gente del hampa, mercado para la venta de drogas y otras transacciones, territorio de la población negra, donde casi los únicos blancos que entraban eran los policías que patrullaban la zona.

En apariencia una calle más, pero ese era el sector que contenía los bajos fondos de San Francisco y lugar de encuentro de gente del hampa

Con aquella carta de presentación no parecía muy aconsejable acercarse por allí, pero lo hicimos.

Con cierto recelo, nos acercamos una mañana a explorar la posibilidad de comprar uno de esos números.  No sabíamos quién ni dónde se vendían, había que preguntar a la gente de los tugurios, gente que por su aspecto pudiera indicarnos que se dedicaba a esa actividad.  Nada más entrar en la calle 6 se notaba algo diferente, el constante murmullo de la vida urbana se deslizaba en el aire entrelazado con la característica bruma de la ciudad. Las fachadas de los viejos edificios victorianos con sus intrincados detalles arquitectónicos parecían contar historias silenciosas de épocas pasadas, historias que trascendían a aquel momento presente transformadas en un decadente destino al que había llegado como centro de oscuras operaciones.

En el tránsito por la calle se percibía el aroma a café escapándose de algún puesto de perritos calientes, mezclado con la esencia salina del cercano océano. En nuestro deambular nos tropezamos con algunos transeúntes marginales, con gente que por su aspecto o sus atuendos mostraban su lado alternativo, donde los blancos normales éramos la especie más rara de encontrar allí. En los recodos de la calle surgían vendedores clandestinos que ofrecían sombrías mercancías usadas, muy posiblemente robadas, recitando como un poema en susurros la lista de productos a la venta a precios sin competencia. 

Los blancos que se aventuraban por esta calle debíamos soportar las miradas conspiratorias de quienes la poblaban como si fuéramos intrusos pretendiendo descubrir sus oscuros secretos. Cuando entrábamos a preguntar en algún tugurio todos los presentes guardaban silencio, mientras proyectaban sus miradas hacia nosotros como aparatos telescópicos indagando bajo nuestra piel. Éramos unos desconocidos navegando en un océano de mudas amenazas, observados tanto por las miradas de hipotéticos delincuentes como posiblemente por los sigilosos ojos de la policía.

La calle 6 se convertía en un escenario surrealista donde la realidad se disfrazaba con falsa normalidad, donde la delgada línea entre lo legal y lo ilegal se desvanecía igual que se perdía la claridad de un día soleado cuando la niebla penetraba en la ciudad. Las tiendas y negocios poseían su propio estilo, apartado de la modernidad vigente del resto de la ciudad, donde podía verse el más puro sentido ecléctico de las cosas y las ideas, donde no existían las normas ni conceptos predeterminados.

Lo mismo se podía ver una tienda de viejos objetos usados pretendiendo ser antigüedades que otra de arte contemporáneo, una tasca mugrienta cuyos clientes parecían borrachos o drogadictos, que un café bohemio como refugio de estudiantes o artistas; música callejera de músicos espontáneos como método para sobrevivir, que actuaciones musicales en bares de grupos locales. Todo formaba parte del escenario urbano que componía la vibrante diversidad existente en la calle 6 de San Francisco.

La calle 6 se convertía en un escenario surrealista donde la realidad se disfrazaba con falsa normalidad

Tenía otra parte, aún más turbadora y enigmática, cuando la noche y su oscuridad transformaban la calle 6 en un laberinto de sombras y misterios. Sus desgastados adoquines eran los indiferentes testigos de la variedad que estaba impregnada la ciudad. El viento, cuando soplaba, parecía susurrar historias de peligros ocultos. Y la frecuente niebla en invierno, cuando llegaba desde la bahía y se deslizaba entre los edificios victorianos, junto a las farolas con sus débiles luces absorbidas por la niebla, las sombras inquietantes, los murmullos clandestinos o el sonido de pasos apresurados detrás de uno, parecían formar el escenario natural de una película de suspense.

Preguntamos en distintos lugares y a diferentes ciudadanos negros, su respuesta inicial era siempre el silencio y miradas escrutadoras, luego la negación con la cabeza. Cada vez que hicimos acto de presencia en uno de estos sitios sentimos el rechazo en sus miradas, seguramente los únicos blancos que entraban allí eran los policías, tanto los uniformados como los que iban de paisano. Se sabían permanentemente vigilados y cualquier blanco era sospechoso de ser un policía infiltrado.

Después de obtener siempre la misma respuesta, decidimos abandonar la calle 6.  Llegamos a la calle Market y allí escuchamos a nuestras espaldas que alguien nos llamaba. Era un hombre negro, se acercó a nosotros y preguntó si buscábamos el “número”.  Seguramente antes de confesar que comerciaban con ellos habían seguido nuestros movimientos para cerciorarse de que no éramos policías o informadores. Le dijimos que sí, a lo que nos respondió que lo tenía.  Preguntamos el precio y no había variado: cinco dólares.

Buscamos una cabina telefónica para comprobar primero que el número era válido, se metió él primero y marcó un número que llevaba escrito a bolígrafo en la palma de su mano, después me dio el teléfono para que marcara el número de España al que quisiera llamar.  Fue lo que hice y sí, el “número” funcionaba. Pagué los cinco dólares, lo apunté también en mi mano y nos despedimos.

Aquel número escrito en mi mano era como un tesoro para nosotros, podíamos llamar los dos a España hasta cansarnos. Nos habían dicho que era posible hablar el tiempo y las llamadas que quisiéramos, pero mejor hacerlo dentro de las primeras 24 horas, pues por lo general el número dejaba de funcionar al día siguiente, supongo porque el dueño a quien se lo habían robado lo anulaba.

En España era nueve horas más tarde, momento ideal para llamar, pero si lo hacíamos desde nuestro apartamento quizá alguien podía darse cuenta que estábamos llamando con un código sustraído, por lo que para evitar riesgos decidimos ir al Hotel Fairmont y llamar desde allí. Ya conocíamos este hotel, nuestro apartamento se encontraba a pocos minutos andando, hotel que por cierto salía en la serie de televisión Hotel en los años 80. Era un hotel de lujo, el más prestigioso de San Francisco. Con Elsa y a veces también con otros amigos, adquirimos la costumbre de ir allí a desayunar los domingos por la mañana, tenían un desayuno buffet excelente en el restaurante acristalado de la última planta con vistas a la Bahía, y por sólo siete dólares.

Nuestro apartamento se encontraba a pocos minutos andando, hotel que por cierto salía en la serie de televisión Hotel en los años 80

En Market Street tomamos el “cable car” de la calle Powell que llevaba directo a la plaza donde estaba el hotel Fairmont, entramos al ostentoso hall y fuimos a las cabinas telefónicas, ocupando una cada uno. Estaban climatizadas, cerradas con una puerta acristalada, tenían una mesita y una confortable silla, al igual que el hotel, unas cabinas de lujo donde podíamos hablar confortablemente. Creo que pasamos más de dos horas dentro de ellas.

En lo sucesivo solía ir cada diez o doce días a la calle 6 a comprar el “número”, por lo que todo lo que aquella primera vez nos sorprendió acabó siéndome bastante familiar, perdiendo el miedo a moverme en los bajos fondos de la calle 6, pero haciéndolo siempre con respeto y discreción como garantías para salir indemne de aquel lugar.

San Francisco, julio de 1988

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