Canadá, amores de invierno

Dos años en el país norteamericano y dos relaciones en medio de la práctica del esquí y otros deportes de hielo

Marco Pascual
Viajero
05 de Marzo de 2023
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Patinando en Canadá, caídas incluidas
Patinando en Canadá, caídas incluidas

Había llegado a Canadá un verano con 22 años, decidido a emprender una nueva aventura de vida, gozando de juventud y unas infinitas ansias por vivir nuevas experiencias. Canadá representaba algo más que un lugar lejano, en el imaginario concebido por mi mente estaba un país de bosques inmensos y naturaleza salvaje, un lugar para salir de la rutina donde podía alcanzar otras metas para mi vida, con una cultura y una mentalidad diferentes a la nuestra, un país abierto y generoso, de los más desarrollados del mundo en derechos y libertades. Era un país grande, y no sólo por su extensión, que desde pequeño había llamado siempre a la puerta de mis sueños.

Pasé un verano fantástico, hice magníficas amistades, conocí mucha gente y fui integrándome sin problema en su modo de vida.  Había descubierto un mundo que me resultaba agradable, ahora quedaba la llegada del invierno, la otra cara de la realidad.

Para mi sorpresa descubrí que la vida no se detenía por eso, sólo resultaba un poco más incómoda, quizá más triste por la falta de sol y luz, junto al exceso de nieve y constantes bajas temperaturas, pero nadie renunciaba a salir, divertirse y hacer una vida normal.  En mi caso, trabajaba de lunes a viernes. Como en la provincia de Quebec se hablaba francés tuve que apuntarme a clases de francés, a las que asistía por la noche después de cenar (en Canadá se cenaba como tarde a la seis), y los fines de semana salía a divertirme.  En invierno no cambió nada, salvo que con un grupo de amigos españoles una noche a la semana íbamos a jugar a una pista de hielo exterior un partido de “hokey escoba”, una modalidad para quienes no sabíamos patinar en hielo y teníamos que hacerlo en zapatillas, con un stick que parecía una escoba rígida y una pelota que al contacto con el hielo pasaba a ser tan dura, jugando a las diez de la noche al aire libre con temperaturas entre los menos quince y menos dieciocho grados. Y para los fines de semana me apunté a un club de esquí para ir a esquiar los sábados.

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Marco Pascual en Canadà.

Mi primer curso de francés duró cuatro meses, justo hasta la Navidad. Pasadas las navidades me apunté en otro curso del mismo tiempo, pero esta vez en otro colegio.  Mis compañeros en clase, al igual que en el curso anterior, eran todos sudamericanos. Lo que sí cambió fue el profesor, esta vez era una chica, por cierto bastante guapa. Se llamaba Chantal.  Desde el primer día tuvimos una buena conexión.  Para entonces, después de mi primer curso y de hablar a diario en francés con mis compañeros de trabajo, ya podía llevar una conversación en ese idioma, lo que facilitaba la comunicación con la profesora, quien parecía tener un interés especial en mi aprendizaje.  A veces incluso nos quedábamos hablando en clase los dos después de haberse marchado el resto de los alumnos.

A la segunda semana Chantal me invitó a comer el domingo en su casa.  No sabía nada de su vida, pero supuse que vivía sola, aparentaba los treinta y allí la gente solía independizarse pasados los veinte.  La cita me resultaba excitante, una comida íntima con mi profesora en su casa.

El domingo por la mañana hice lo que hacía cada domingo, ir a jugar al fútbol sala con otros amigos españoles, después fui a mi apartamento, me cambié de ropa y tomé el autobús para llegar a la dirección que me había anotado Chantal.  Cuando llegué a su casa dudada en calidad de qué me había invitado, ¿de alumno?, ¿de amigo?, ¿o una mezcla de las dos cosas?

No sé por qué había dado por hecho que vivía sola, pero me equivoqué.  Aunque antes de nada lo que primero descubrí es que no debía invitarme como alumno, el abrazo que me dio al recibirme no me pareció que fuese el de mi profesora. Luego me presentó a quien vivía allí con ella: su hijo Emil, un bebé de once meses.  Eso no me sorprendió, en Montreal muchas chicas eran madres solteras por deseo propio, según mi amigo Gregorio, un español de Bolea, que decía que allí las mujeres preferían tener hijos de solteras. Como les gustaba ser independientes, así no tenían que aguantar al marido, pero sobre todo porque el gobierno les pagaba la manutención y los gastos de los hijos por ser madres solteras, más otros privilegios adicionales que no tenían las mujeres casadas. A Chantal nunca le pregunté por el padre de Emil ni nada de su vida privada, era su vida y a mí nada me interesaba, ya había entendido la manera de vivir allí.

Patinando sobre hielo en Montreal
Patinando sobre hielo en Montreal

Emil resultó ser un buen bebé, no molestaba nada y nos dejó pasar una tarde bastante tranquila, aunque lo de tranquila es un decir, no sé siquiera si llegamos al café cuando pasamos a su habitación.  Después de cenar regresé a mi apartamento. Aunque Chantal me dijo que podía quedarme y al día siguiente ir desde allí al trabajo, yo le dije que no podía, tenía que prepararme la comida para llevarme al trabajo y cambiarme de ropa.  Antes de marchar me dijo que me invitaba a comer el próximo domingo, de modo que programamos una nueva cita, aunque me pidió que esa vez me quedara por la noche en su casa, ella me prepararía la comida para llevar al trabajo.

Así fue como empezamos una relación que, a pesar de vernos en las clases entre semana, sólo  manteníamos los domingos.  Creo que los dos estábamos cómodos así, una dosis de amor a la semana parecía una cantidad apropiada para mantener vivo el interés y el deseo de estar juntos. Después de actuar en clase como alumno y profesora durante toda la semana, llegar al domingo para convertirnos en amantes suponía más un aliciente que una limitación, cargando el deseo con el morbo que nos provocaba estar juntos en la escuela intercambiando mensajes secretos y que sólo nosotros podíamos entender.

Fue un invierno intenso en el que pese a los rigores del frío pude disfrutar de cálidos encuentros dominicales.  Con el final del invierno llegó también el final de las clases de francés, y con ello llegó también el fin del amor invernal, Chantal tenía 32 años y yo 23,  los dos sabíamos que aquello no podía tener un largo recorrido, finalizando cuando con la llegada de mejor tiempo se abrían nuevas expectativas.

En el segundo año en Montreal en el verano cambié de apartamento, buscando un lugar más cercano a mi trabajo. Tuve que modificar algunas rutinas y buscar nuevos lugares para mi día a día, como inscribirme en un centro cultural próximo a mi casa donde se organizaban interesantes cosas, una de ellas esquiar por las noches entre semana, algo nuevo para mí.  Como también quería esquiar los fines de semana, hallé otro club de esquí aunque algo más lejano, donde se organizaban viajes para esquiar sábados y domingos tanto en Quebec como en Estados Unidos. Me hice socio, después  tuve que solicitar el visado americano. Recuerdo que mi jefe me dio una carta cerrada, algo así como una recomendación, para que la entregara junto a mi solicitud de visado. No sé qué fue lo que escribió, pero cuando fui a buscar el visado, en lugar de recibir uno normal por tres meses, me dieron uno indefinido. Cuando lo vi quedé sorprendido, le pregunté al funcionario si realmente era un visado indefinido, para siempre, y él simplemente respondió que si, era indefinido.  Podía entrar y salir a los Estados Unidos cuando quisiera. 

Atardecer en la estación de esquí
Atardecer en la estación de esquí

En el año 88 fui a California con ese visado, y en el 89, ya con otro pasaporte nuevo, hice mi entrada a los Estados Unidos por Hawaii, pues llegaba desde las Islas Cook en el Pacífico.  Sólo tuve que presentar a la llegada el pasaporte nuevo y junto a él el pasaporte viejo con el visado indefinido.  El funcionario de inmigración se quedó dudando, seguramente no había visto aún ningún visado como ese y quizá sospechaba que no era legal.  Estuve argumentando con él que era válido, obtenido en el consulado de Montreal, donde residía (obviamente ya no), entonces el funcionario consultó con su compañero, quien parecía igual de desorientado.  Después de las dudas pusieron el sello de entrada en mi pasaporte.

Llegó la temporada de esquí, cambié el hockey escoba por el esquí nocturno, una nueva experiencia, apuntándome los miércoles noche con salida después de cenar. La estación de esquí estaba a escasos 40 minutos.  Para esquiar los fines de semana escogí los sábados, pues lo domingos continuaba jugando al futbol sala con mis amigos españoles, aunque en esa temporada lo hacíamos por la tarde.  Creo que la segunda salida que hice fue para esquiar en Estados Unidos, en el estado de Vermont, pegado  con Canadá, cuyas pistas estaban a una hora y media de Montreal.

Tanto las pistas de Quebec como las de Vermont tenían poco que ver con las de nuestro Pirineo, primero por su inmensidad, uno podía estar esquiando todo el día sin repetir pistas, de hecho el autobús nos dejaba en un punto y la recogida por la tarde estaba en otro, quizá a unos 20 kilómetros de distancia. Otra de las diferencias es que en algunas pistas se esquiaba entre árboles, lo que proporcionaba distintas sensaciones.  Aunque quizá lo mejor de todo es que tan apenas había que hacer colas para tomar los remontes.  Esa primera vez en Vermont, después de haber comido en una cafetería, proseguí de nuevo en el recorrido de las pistas.  Había que estudiar bien los mapas y las indicaciones para saber dónde estaba uno y dónde quería ir. 

En un descenso una chica que iba delante de mí tuvo una aparatosa caída.  Paré junto a ella para preguntarle cómo estaba. Al igual que yo, parecía que esquiaba sola.  Me dijo que estaba bien, no se había roto nada, sin embargo observé que tenía una pequeña brecha en la frente donde salía sangre, quizá en la caída se había golpeado con la tabla o la fijación del esquí.  Tenía que ir a un puesto de primeros auxilios. Ninguno de los dos sabíamos dónde podía encontrarse, de modo que tuvimos que estudiar el plano que llevábamos para poder llegar hasta allí. Antes de nada había que tapar la herida para evitar que saliera sangre, ella llevaba un pañuelo, yo un paquete de pañuelos de papel, le puse uno en la frente y sobre él le até el pañuelo alrededor de la cabeza, luego la ayudé a ponerse en pie.  Le pregunté si se mareaba, dijo que no, podía esquiar.  De todos modos me ofrecí a acompañarla y ella aceptó. 

Nos costó un buen rato llegar hasta el puesto de primeros auxilios, una vez que la atendieron para verle y curarle la herida, nos despedimos y continué esquiando.

Unos quince minutos antes de la hora de regreso llegué al lugar donde estaba el autobús.  Cuando me puse en cola para dejar los esquís en la bodega me llevé una gran sorpresa, al girarse una chica que acababa de dejar los suyos me di cuenta que era la chica del accidente en las pistas.  La verdad es que los dos nos sorprendimos al vernos allí, ella era de Montreal y los dos habíamos llegado en el mismo autobús. Nos reímos de aquella coincidencia, nos reímos y nos alegramos al vernos de nuevo, ninguno de los dos se había dado cuenta de que habíamos viajado juntos desde Montreal. Le habían puesto un apósito en la frente, pero me dijo que estaba bien.  A partir de ese instante pasamos a hablar en francés.

Al subir al autobús nos sentamos juntos en la última bancada de asientos, donde íbamos sólo nosotros. Al principio estuvimos hablando para conocernos, luego con el anochecer Nathalie, que era su nombre, sacó su walkman y puso una cinta de Air Supply, el disco acababa de salir hacía poco, juntamos nuestras cabezas y nos colocamos un auricular en una oreja cada uno para escuchar la música los dos.

La agradable temperatura que había dentro del autobús, la oscuridad de la noche, la música súper romántica de Air Suppy entrando en nuestros oídos, el contacto de nuestros cuerpos con nuestras mejillas pegadas, hacían un momento mágico. Todo había sido mágico desde la caída que había provocado nuestro encuentro.

Las hormonas nos estaban enviando claros mensajes a través del efecto que provocaban nuestras sensaciones, por lo que no pudimos evitar unir nuestros labios y después nuestras bocas en un dulce arrebato clandestino.

El momento menos agradable llegó con la llegada a Montreal. Antes de separarnos nos intercambiamos los teléfonos y quedamos en vernos al siguiente sábado.

Durante esa semana nos llamamos por teléfono, Nathalie vivía sola en un apartamento muy cerca de donde tenía la salida el autobús para esquiar, el jueves me propuso algo, para no tener que madrugar tanto y estar en la calle esperando al autobús para ir al punto de salida. Si quería, el viernes en la noche podía ir a su apartamento y quedarme allí, y a la mañana siguiente salíamos juntos, sólo había que caminar cinco minutos para llegar a la salida del autobús que nos llevaba a las pistas de esquí.

A mí me pareció fabuloso, por lo que acepté encantado.

Ese viernes empezamos lo que sería un amor de invierno, más específicamente un tórrido amor invernal, aunque sólo estuviera destinado a activarse en los fines de semana. Nathalie era una chica de mi edad, sencilla, guapa, dulce, encantadora, con la  que compartía muchas cosas además de una mutua atracción.  Desde aquel día fui a dormir todos los viernes a su apartamento y esquiamos juntos todos los sábados  mientras duró la temporada de esquí. Los sábados al regreso de las pistas también me quedaba en su apartamento. Si estábamos cansados nos quedábamos en casa, si nos apetecía salir íbamos a la discoteca Le Tabernacle, en su misma calle a solamente unos doscientos metros de su casa, donde bailábamos como locos, especialmente canciones que exaltaban nuestra felicidad como  “I’m so excited”, de The Pointer Sisters, la cual coreábamos a dúo enfervorizados.

Fue un invierno maravilloso, pero con su término acabó también la temporada de esquí y mis encuentros con Nathalie, dando por finalizado aquel amor de invierno.  Me sentía muy bien con ella, pero tuve miedo de no poder dejar  de vivir sin su presencia, con veinticuatro años me veía demasiado joven para encadenarme a un compromiso, a uno que quizá podía ser de por vida, y eso suponía un peligro para mis reservados sueños de itinerancia por el mundo.

Canadá, inviernos de 1982 y 1983

 

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