Congo, paso de frontera

Relatos de viaje: la complicada misión de preservar las pertenencias en una aduana repleta de funcionarios corruptos

Marco Pascual
Viajero
04 de Diciembre de 2022
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Con Andrew antes de partir a la República del Congo
Con Andrew antes de partir a la República del Congo

Hacía tres meses había coincidido durmiendo en una escuela de Kampala con Jaab y Peter, dos holandeses que vivían al nordeste de la República Democrática del Congo, entonces llamado Zaire.  Me habían invitado a su casa en Zaire, aunque en principio no entraba en mis planes de viaje, me pareció una buena excusa para ir allí.

Volví a Uganda, tenía que ir en autobús desde Kampala hasta Arua en el noroeste cruzando el país, había que hacerlo en un autobús que salía una vez por semana en un convoy de vehículos custodiados por el ejército, al parecer, ex soldados del derrocado presidente Idi Amin Dada, llamado "El carnicero de Uganda". Se habían retirado al norte del país actuando como bandidos que asaltaban a los vehículos que atravesaban ese territorio.

El autobús salía a las seis de la mañana, para asegurarme un sitio me presenté a las cuatro ocupando un puesto en el autobús. El convoy estaba integrado por dos autobuses, tres minibuses, un par de camiones con mercancías y algunos coches particulares. Los soldados del ejército iban subidos en la carga de los camiones, en el techo de los autobuses y en los vehículos del principio y del final. El viaje duró hasta las ocho de la noche, sin novedad. 

Tuve la suerte de que a mi joven compañera de asiento en el autobús fuera a recibirla su hermano Andrew al llegar a Arua y ella le pidiera que me acompañara a buscar un hotel para dormir.  El encuentro con Andrew fue providencial para mí, primero porque con su compañía me sentí más seguro caminando en las calles de aquella ciudad a oscuras donde no existía alumbrado público, y después porque, con su extrema amabilidad, Andrew me solucionó todas las necesidades que se presentaron.

Encontramos un hotel alejado del centro, dejé la mochila y desde allí mi nuevo amigo me llevó de vuelta al centro para cenar algo.  Ya era muy tarde, de modo que no quedaba mucho para comer, aunque sí pude meterme algo al estómago. Luego regresamos al hotel.  Mi siguiente necesidad era darme una ducha antes de ir a dormir, pero en la habitación no había baño y tampoco había una ducha común. Entonces Andrew pidió que me calentaran un cubo de agua para bañarme. Cuando estuvo listo salí fuera del hotel, junto a una pared y en calzoncillos me bañé con el cubo de agua camuflado en la oscuridad.  Después de cenar y bañarme, ya podía ir a dormir, pero quedaba un problema por resolver, Andrew ya me había dicho que no había ningún transporte que fuera hasta Zaire, y nos separaban dieciocho kilómetros hasta la frontera, pero me dijo que no me preocupara: esa noche iba a preguntar en la ciudad para ver si al día siguiente iba algún vehículo particular. A las ocho de la mañana pasaría por el hotel para darme noticias.

Andrew fue el mejor asistente, el mejor amigo, la mejor persona que encontré al llegar. De hecho fue una de las mejores personas que he encontrado a lo largo de mis viajes.

A las ocho en punto se presentó en mi habitación. Lamentablemente no hubo suerte, nadie tenía previsto pasar la frontera a Zaire. De todos modos me dijo que no me preocupara, que esperase en el hotel y él volvería a indagar si alguien tenía pensado ir a Zaire, y si no intentaría organizarme él por su cuenta el viaje. Mientras Andrew se ocupaba de buscar una posibilidad de viajar para mí, yo fui en busca de un  sitio para desayunar.

A las diez regresó, algo compungido por no haber encontrado ningún vehículo, pero con otra alternativa de transporte. Me explicó que tenía fuera dos chicos con bicicletas que si quería podían llevarme ellos. Intuía que esa iba a ser mi única oportunidad ese día si quería ir a Zaire, de modo que accedí y salí fuera a ver quiénes eran los chicos y cuánto querían por llevarme.  Me pidieron una cantidad razonable y  acepté. Después de todo era la única solución a mi problema de transporte. Además les daba trabajo a esos chicos.

Con los dos muchachos, en bici hasta la frontera con Zaire
Con los dos muchachos, en bici hasta la frontera con Zaire

Me despedí agradecido de Andrew. Cuando fui a darle un dinero por su inestimable ayuda lo rechazó, negando con la cabeza diciéndome que no podía aceptarlo.  Lo único que pude darle fue mi teléfono y mi dirección en España por si en algún momento podía ayudarle yo. Me había contado que no tenía trabajo y estaba buscando la forma de poder emigrar a Inglaterra.

Uno de los chicos cargó con mi mochila y el otro cargó conmigo, a sólo unos tres  kilómetros de allí estaba la aduana ugandesa, que pasamos pronto sin ningún problema, luego quedaban otros quince para llegar a la frontera del Zaire, un largo camino para ir en bici por una pista en no muy buenas condiciones.

A falta de unos cinco kilómetros escuchamos el ronroneo de un motor, miré atrás y vi que venía un Land Rover.  Paramos y desmonté de la bici esperando que llegara a nuestra altura. El Land Rover se detuvo y hablé con su chófer. Obviamente iban a Zaire también, asi que le pedí si podían llevarme con ellos. Además del chófer iba otro hombre y una mujer.  Sin problema, respondió. A continuación pagué lo convenido a los chicos de las bicis y cambié de vehículo. Al poco tuvimos que parar ante un control militar zaireño. De una tienda de campaña salieron dos militares a revisar el vehículo, aunque después de hablar algo con el chófer nos dijeron que podíamos continuar.  Me sorprendió que fuera tan fácil y se lo dije al chófer, quien señaló que ya lo conocían, conducía un camión y solía entrar mercancías de vez en cuando.

Poco más tarde llegamos a la frontera, la parte más complicada.  Entramos en el edificio de obra de la aduana, el primer paso.  Había unos militares y un hombre de paisano, quienes en apenas unos minutos cumplimentaron los trámites de mis compañeros. Observé que ellos entraban sin pasaporte, simplemente presentaban  un papel y le ponían un sello. Luego fui yo. Mis compañeros podían haber continuado al siguiente paso, la oficina de inmigración, pero afortunadamente tuvieron el detalle de esperar a que pasara yo el proceso.  El funcionario me llamó a su mesa, iba de paisano y tendría unos cincuenta años, mirada ladina y una actitud de falsa amabilidad, preguntándome después si tenía algo que declarar.  Respondí que no. ¿Nada?, preguntó él con mirada inquisitiva.  Nada, volvi a repetir, sólo llevo mis efectos personales, le dije. Esta cantinela la conocía bien de cada aduana que había pasado antes. Él volvió a hacer otra pregunta retórica, si no llevaba esto o lo otro, y yo volví a negar.  Como si no me creyera dijo que le mostrara todo lo que llevaba en mi equipaje.  Aspiré aire, me tocaba tener paciencia y calma.  Regresé detrás donde tenía la mochila y la abri de la parte superior, iba a sacar las cosas pero los tres militares me dijeron que lo dejara, ellos se ocupaban de sacar las cosas. Sin el menor reparo abrieron bien la parte superior, la pusieron boca abajo y empezaron a agitarla para que  fueran cayendo todas las cosas.

Se hizo un montón en el suelo con mis pertenencias. A partir de ese momento se inició una disputa entre los tres militares por quedarse con las cosas que les gustaban. Por lo primero que discutieron fue por un cuchillo con su funda tipo supervivencia que llevaba oculto en la mochila, un caramelo para ellos. Se enzarzaron en una discusión porque los tres querían quedarse con el cuchillo, y yo con los tres a la vez para quitárselo de las manos.  Al final conseguí quedármelo, por lo que entonces se lanzaron a por la ropa, mirando lo que le gustaba a cada uno. Otra vez tuve que pelearme con ellos para arrebatarles de las manos las cosas que pretendían quedarse para ellos, repitiéndoles que eso eran mis cosas personales y las necesitaba.  Otra parte de las cosas que llevaba era comida, mis amigos holandeses me habían dicho que en Zaire no había comida en las tiendas o los mercados, que la  situación para encontrarla estaba muy difícil, por lo que pensé en proveerme en Uganda de algunos alimentos básicos no perecederos, como algunas latas de conservas, galletas, espaguetis y otras cosas más, auténticos objetos del deseo. Entre ellos se repartían los alimentos y a mí me tocaba sacar manos a uno y otro lado para recuperarlos, pero en en este caso se pusieron más agresivos conmigo  negándose a devolverme la comida. En esa cuestión no admitían su retorno.

La escena era un completo disparate, los aduaneros queriendo quedarse con mi cosas y yo quitándolesalas una a una de las manos para retenerlas, como niños peleándose por un juguete, con las personas que venían en el Land Rover como invitados de piedra observando en silencio aquella paradójica situación. 

El funcionario se acercó hasta nosotros como queriendo mediar en el asunto, tanto los militares como yo estábamos bastante alterados. Les dijo que dejaran mis efectos personales, y a mÍ me dijo que podía conservarlos, pero que algo tenía que darles, la comida no era un efecto personal y allí no tenían, de modo que tenía que dársela a ellos.

No me quedó más remedio que hacer ese trato y volver a guardar el resto de las cosas dentro de la mochila.

El funcionario me ordenó que volviera a la mesa con él. Me pidió el pasaporte y lo escudriñó atentamente.  Lo dejó sobre su mesa y entonces me preguntó cuánto dinero tenía. Se lo djije, a lo que él respondió que quería verlo.  Empezaba la parte delicada. Saqué la barriguera que llevaba debajo del pantalón, extraje el dinero, 480 dólares, y se los enseñé.  Dámelos –me ordenó–, quiero contarlos. Sospechaba que intentaba alguna jugada, pero tuve que entregárselos, esto ya pasaba en otras fronteras, tenía que sacar el dinero y contarlo delante de ellos, pero sin soltarlo de las manos, luego se anotaba en el documento de la Declaración de Moneda Extranjera, el cual había que enseñarlo a la salida del país mostrando también los recibos bancarios con el dinero cambiado. La suma de esto más el dinero restante debía coincidir con el dinero declarado, si no era así tenías un problema, te acusaban de haber cambiado dinero en el mercado negro. La siguiente dificultad era pasar la exhaustiva revisión general que te hacían, incluso a veces desnudándote allí mismo, al objeto de descubrir si llevabas dinero oculto para cambiar en el mercado negro.  Antes de revisarte solían preguntarte si llevabas dinero escondido en alguna parte. Si lo negabas y lo encontraban te decían que podría costarte la cárcel, para ponerte miedo y obligarte a confesarlo. Yo llevaba escondidos seiscientos dólares.

Aru, en el Congo
Aru, en el Congo

Después de contar el dinero y anotarlo en un documento, con toda tranquilidad lo cogió y lo metió en un cajón de su mesa diciéndome que iba a guardarlo allí hasta que saliera del país, entonces me lo devolvería. Me quedé perplejo ante semejante desfachatez. Le dije que era mi dinero y le pedí que me lo devolviera, lo necesitaba para viajar. Él decía que no me preocupara, que estaría seguro allí, que no habría problema, me lo devolvería al salir. No daba crédito ante aquella descarada pretensión de quedarse con mi dinero.  Al principio entre las preguntas de rigor que me hizo, como para qué iba a Zaire, le dije que tenía dos amigos holandeses allí en Aru, justo cruzar la frontera, e iba a visitarlos, de forma que usaba esa confesión para justificar que, como iba a estar con mis amigos, no me haría falta el dinero.  Como no me lo devolvía tuve que ser yo mismo quien rodeando la mesa metí la mano en el cajón y lo cogí guardándolo otra vez en la barriguera.

Por suerte pude recuperar los 480 dólares, pero a continuación se puso a revisar mi mochila pequeña sacando las cosas que había en ella.  Cogió mi cámara y desde el primer momento se encaprichó de ella. Ahora en lugar de quedársela me dijo que quería comprármela. Aquel tipo estaba intentando quedarse con algo de valor, ahora con otra artimaña. Le dije que no la tenía en venta. Él insistió diciendo que una cámara así no era posible encontrarla en Zaire, que le gustaría tener una, me la pagaría, que le dijera un precio. Rotundamente le dije que no, no quería venderla, la necesitaba para mis viajes, era parte de mis efectos personales, y con cuidado la cogí de sus manos para quitarle la tentación de guardársela.

De repente dejó a un lado su hipocresía y cambió a un tono más rígido. Cogiendo ahora un cuaderno sacado de la mochila me preguntó para qué quería eso.  La pregunta me sorprendió. Era el cuaderno que usaba para escribir las cartas a mi familia, por lo que la respuesta era muy sencilla, lo quería para escribir.  Él, con mirada suspicaz, me preguntó para escribir el qué. Cartas, le respondí escuetamente sin comprender el trasfondo que tenía la pregunta. Tenía la sospecha de que le mentía, o eso me dio a entender, poniéndose a ojear el cuaderno, donde todas sus páginas estaban en blanco. No sé lo que buscaba, pero si era una excusa para inculparme de algo, fracasó en su intento, aún así después de unos instantes me dijo que no podía darme el sello de entrada al país.

La reacción inmediata ante esa inesperada respuesta fue preguntar por qué. Él me respondió con otra pregunta: ¿eres periodista?.  Dije que no, que yo era un turista.  Aquí no vienen turistas, ¿para qué has venido tu aquí?, preguntó en un toco acusador. Tuve que repetirle que iba para visitar a mis amigos y después conocer algo del país. Siguió sin creerme y reiteró que no podía entrar.

Para mi esa respuesta era inaceptable, le dije que tenía mi visado de entrada por un mes, él no podía impedirme la entrada. No importa, aquí el que manda soy yo, dijo desafiante.

Yo no entendía aquella actitud, pero eso no hizo que me echara atrás, seguí insistiendo, estaba acostumbrado a pelear en otras fronteras africanas. Temía que después de hacer la declaración de dinero me hicieran una revisión mas exhaustiva, un cacheo minucioso en busca del dinero que llevaba oculto, lo que sí me habría ocasionado un problema de encontrarlo. Por suerte no lo hicieron.

El funcionario siguió negándome el derecho de entrar al país, no quedó otro remedio que probar un último cartucho diciéndole que quería hablar con el jefe de la aduana. Me respondió que él tampoco me iba a dar el permiso de entrada.  Como persistí en el empeño envió a un militar para que subiera a su despacho y le preguntara.

El jefe era un coronel, al poco regresó el militar y le habló al funcionario, el coronel había dicho que subiera a hablar con él. El militar me acompañó a la planta superior y entré en su despacho.  Allí empezó un nuevo interrogatorio, el mismo que ya había sufrido abajo.  Me intrigaba ese interés por saber cuál era la razón para ir justo a esa parte a Zaire. También me preguntó si era periodista.  Igualmente quiso saber para qué llevaba la cámara de fotos y el cuaderno, una pregunta quizá un poco absurda, aunque el motivo se debía a que por el hecho de llevar eso conmigo sospechaban que podía ser un periodista. Lo que me quedaba claro es que los periodistas allí no eran bienvenidos.

Después de unos diez minutos de interrogatorio y explicaciones dio su aprobación para mi entrada en Zaire, pero con dos condiciones:  una que no podía hacer fotos mientras estuviera allí, la otra que tenía tres días para salir de Aru hacia cualquier otra parte. Si incumplía alguna de estas dos exigencias me arrestarían. Acepté las condiciones y así obtuve el permiso de entrada, por lo que el funcionario tuvo que ponerme el sello en el pasaporte y dejarme vía libre.

Mis compañeros del Land Rover, que habían permanecido allí todo el tiempo esperándome, salieron fuera junto a mí. Sin duda su presencia había sido fundamental, tal como me dijo el chófer. Si había podido conservar mis pertenencias fue gracias a ellos. De no haber estado allí presentes difícilmente podría haber conservado todas mis cosas. Por eso se quedaron en la oficina.

Aún quedaba pasar la oficina de inmigración, otro escollo, pero esta vez los militares, policías o lo que fueran, después de hacerme otro interrogatorio protocolario no pusieron objeciones. Seguramente porque ya les habrían comunicado que el coronel había dado su permiso de entrada.

República Democrética del Congo, 16 de febrero de 1992

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