Congo, el peor enemigo (I)

En medio de los peligros, el bonito encuentro con Patrice, propietaria de una hacienda en el entonces llamado Zaire

Marco Pascual
Viajero
17 de Marzo de 2024
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Marco Pascual en el Congo con sus amigos, donde también estaba el peor enemigo
Marco Pascual en el Congo con sus amigos, donde también estaba el peor enemigo

Había llegado a Aru en El Congo para visitar a los amigos holandeses que había conocido en Kampala unos meses antes. Para poder entrar, los militares de la aduana me habían impuesto la condición de que solo podía quedarme allí tres días. A partir de entonces tendría que ir a otro lugar o abandonar el país. Si no lo hacía me detendrían.

Jaab y Peter tenían un contrato con Naciones Unidas para llevar comida con sus camiones a los refugiados sudaneses que había en Dungu, a 380 kilómetros de allí. Esa era mi única posibilidad de salida de Aru, ya que entonces no existía el transporte público en el país  El problema de esa opción era que Naciones Unidas les debía el transporte de 700 toneladas de alimentos y se habían quedado sin dinero para comprar gasoil, ni siquiera tenían para comprar su propia comida, viéndose obligados a comprarla de fiado. 

Para resolver el problema de salida, Jaab concertó una cita en Aru con un mauritano dueño de una compañía de café que tenía un camión, a fin de ofrecerle el transporte de comida a los refugiados, con el compromiso de pagar el viaje cuando recibieran el dinero de Naciones Unidas.  Así fue como embarqué en un camión con diez toneladas de alubias, el máximo peso posible para atravesar los puentes. Un viaje improvisado con destino a cualquier parte para no ser detenido o expulsado del país.  De paso, el mauritano trajo un maletín lleno de dinero, un alto riesgo para la vida en aquellos momentos en el Congo, que a mí me sirvió para cambiar dólares por la moneda local. Por cada 2,2 dólares el mauritano me daba un millón de francos CFA.

Partimos en la noche después de cenar, por delante teníamos 380 kilómetros, un viaje que podía durar unos tres días en temporada seca o hasta más de tres semanas en temporada de lluvias, sin restaurantes, sin hoteles y sin estaciones de servicio en el camino, razón por la que llevábamos dos bidones de gasoil de doscientos litros cada uno, y lo peor no era eso, sino los asaltantes que pudiéramos encontrar en el camino, es decir, los militares.  Con la licencia del presidente Mobutu Sesé Seko y el poder de las armas, los militares eran los principales forajidos del país, asaltando tanto negocios como casas particulares, dado que el gobierno no les pagaba, ellos mismos tomaban el dinero de los ciudadanos. Jaab me había dicho que quizá su casa era la única que faltaba por asaltar en Aru, cosa que esperaba sucediera cualquier noche. En los días que estuve allí enterramos bajo tierra mi dinero para esconderlo, dándome Jaab algunas consignas de lo que debía o no debía hacer, por si una noche llegaba el asalto de los militares.

Jaab me había dicho que quizá su casa era la única que faltaba por asaltar en Aru, cosa que esperaba sucediera cualquier noche

A menos de una hora después de la salida encontramos el primer puesto de control militar, obligándonos a parar.  De inmediato aparecieron las cabezas de dos militares metiéndose por cada ventanilla subidos al escalón de la puerta dando voces. Los de mi lado, al darse cuenta que era un blanco, se dirigieron a mí bramando en su lengua, los miré, pero entre lo oscuro que estaba y la negrura de sus rostros tan apenas podía distinguir dos cabezas metiéndose dentro de la cabina. 

No se anduvieron con rodeos, me pidieron dinero. Lo suponía, pero les respondí en francés que no entendía, adoptando la posición de no sé de qué me hablas. Creo que la actitud de no darme por aludido aún los irritó más.  El chófer me tradujo: quieren que les des dinero. Les respondí en francés que no tenía dinero, negando con la cabeza. Eso los puso más furiosos.  El chofer sabía que no se les podía dar una negativa, que era mejor darles algo, pero yo volví a repetir que no había dinero, “il n`y pas d`argent”, dije en francés, cosa que el militar debió entender porque se puso a gritar y dar golpes con la mano en el interior de la puerta. 

Se encaró contra el chófer extendiendo la mano en señal de esperar el dinero.  El chófer habló con ellos, creo que intentando evitar el pago, luego para contentarlos sacó un paquete de tabaco y sacó unos cigarrillos para dárselos, aunque uno en lugar de aceptarlos le arrebató el paquete. Los militares siguieron exigiendo más, querían dinero. La situación era realmente tensa, de modo que el chófer se vio obligado a darles algo de dinero para apaciguarlos, poniendo en su mano cuatro o cinco billetes de cien mil francos CFA.  Aunque parecía mucho, en realidad era una cantidad ridícula, un dólar al cambio, lo que valía una cerveza.

Los militares cogieron el dinero, pero por su forma de quejarse parecía evidente que no estaban satisfechos. Sin embargo sirvió para salvar la situación, pudimos proseguir viaje.  En África al blanco se le seguía teniendo respeto, y en el Congo, pese al pillaje al que los militares tenían sometido al país, comprobé que también se mantenía, al menos por el momento.

Fue el primer encuentro con el enemigo y los daños sufridos eran mínimos. Aquella circunstancia me hizo recordar el momento antes de partir, Jaab había hablado con los dos chóferes diciéndoles que tenían que cuidar de mí, y la verdad es que para empezar habían cumplido con el compromiso.

A la una de la madrugada llegamos a Ariwara, allí vivía el dueño del camión y aparcamos junto a su casa. El mecánico estuvo revisando la ballesta, teníamos una ballesta rota y era imposible seguir, había que cambiarla. Teníamos que pasar la noche allí, yo me dispuse a dormir en mi saco en la calle junto a los otros pasajeros que llevaba el camión sobre la carga. Al verme el mecánico, que era un refugiado sudanés, me invitó a dormir en su casa, una choza construida por él mismo, algo ya publicado en el relato: “Dormir en casa de un refugiado”.

Su objetivo principal no era encontrar un buen trabajo, sino un buen marido, uno que fuera trabajador, que no le pegara y no se gastara el dinero en borracheras

Después de desayunar, Mohamed, el mecánico, me llevó a la caseta de la emisora de radio, allí había un emisor-receptor de radio que, a falta de teléfono, servía para mantenerse comunicados con otras partes del país. La emisora pertenecía a la Sociedad del Café, formada por tres socios, uno de ellos el mauritano y dueño del camión. Allí  estaba la encargada de las comunicaciones, Justine, una chica joven y atractiva, Mohamed me la presentó como quien muestra el monumento más destacable de la ciudad, después tuvo que marcharse a buscar una ballesta en otra ciudad y me quedé allí con Justine, en principio hablando de su trabajo, luego pasando al terreno  personal. 

Justine se lamentaba por tener un futuro incierto, era de Kisangani, la segunda ciudad del país, sin trabajo y sin dinero, había huido de allí con su madre en busca de un lugar más seguro, tenía terminados sus estudios de secretaria y ese era su primer trabajo, aunque con un salario muy bajo. Seguía con los mismos problemas de dinero, si bien añadió que también era un problema para quienes lo tenían, pues debían cuidarse para que no se lo quitaran los militares. De todos modos su objetivo principal no era encontrar un buen trabajo, sino un buen marido, uno que fuera trabajador, que no le pegara y no se gastara el dinero en borracheras.

Con sus estudios aspiraba a algo más, su vida no podía depender de un marido. Sin embargo tampoco ocultaba que a sus veintidós años ya estaba en edad de buscarse uno, aún tenía una edad y un físico apetecible para cualquier hombre. Incluso podía permitirse el lujo de elegir, pues seguro que le saldrían unos cuantos pretendientes. Si esperaba tres o cuatro años más la cosa sería muy distinta. Si la situación no se había arreglado no tendría más remedio que casarse para sobrevivir, y entonces su belleza tampoco sería la misma. En el Congo el declive de una mujer se consideraba a después de los veinticinco años, a partir de esa edad el valor de una mujer caía drásticamente y no le quedaría más remedio que casarse con quien fuese.

Intenté animar a Justine resaltando sus cualidades y halagando su belleza. Se notaba que era coqueta, llevaba los labios ligeramente pintados de rojo, olía bien, el cabello (la principal preocupación de las mujeres africanas), alisado y bien cuidado, la ropa limpia, una camiseta blanca, donde por cierto se marcaban sus turgentes y seductores senos sin sujetador, un pantalón negro ajustado delineando el contorno de sus largas piernas, y zapatos de tacón. Una considerable diferencia con el resto de mujeres africanas.

Tal vez me excedí en exaltar sus cualidades y halagar sus encantos, pues eso pudo hacerla pensar sobre el nivel de mi interés por ella induciéndola a error. Me preguntó si estaba casado, si tenía hijos. Al decirle que ni uno ni lo otro, le extrañó, cuando me preguntó la edad y le dije que estaba en los treinta, me dijo en tono de reproche que a qué esperaba para casarme, ya debería tener hijos.

Si tú estás de acuerdo en casarte conmigo, yo también estoy de acuerdo en casarme contigo.

Seguramente una mujer africana no entendería las razones de un hombre europeo, así que simplemente le dije que porque no había encontrado una mujer como ella. Noté que Justine empezó a tomarse el asunto más en serio. Ahora fue ella quien empezó a halagarme a mí. Nuestro entendimiento había fraguado rápidamente, luego la complicidad dada por nuestras mutuas confesiones, sin desestimar la atracción que pudiera existir, junto a una cierta sensualidad desprendida de nuestras palabras y gestos en la última parte de la conversación, acabó produciendo el efecto de agitar una cerveza caliente, la espuma crece y desborda su envase de forma súbita.  Justine, sonriendo pero seria a la vez en lo que decía, me hizo una propuesta.

-Si tú estás de acuerdo en casarte conmigo, yo también estoy de acuerdo en casarme contigo.

Lo dijo tan convencida que quería llevarme a su casa y presentarme a su madre, quien sin duda estaría encantada de bendecir nuestro matrimonio. La verdad que casarme estaba lejos de entrar en mis planes, y mucho menos una hora después de haber conocido a una chica.

Tras hablar con Justine salí a conocer Ariwara. Atraído por el ruido de un motor llegué al almacén de la Sociedad del Café. En el exterior había un grupo de operarios ocupados en descascarillar el café echándolo en la tolva de una máquina que separaba la cáscara del grano, luego lo extendían al sol para el secado y una vez eliminada la humedad se volvía a envasar el grano verde y ya estaba lito para su exportación.

Me quedé un rato observando el proceso. Entre los trabajadores había varios ugandeses, eso me chocó, no había trabajo para los de allí y venían los de Uganda. La explicación fue que eran refugiados, lo que me siguió sorprendiendo, ya que en Uganda no había guerra y existía una reconciliación nacional para que regresaran los antiguos  refugiados, sin embargo esos se habían quedado allí, quizá por miedo a represalias si  volvían. La razón que imaginé por la cual el mauritano les daba trabajo era la misma por la que había contratado al mecánico sudanés, me había dicho que le pagaba veinte dólares al mes.

Tuve a mi disposición unos cincuenta guías improvisados que me llevaron a conocer Ariwara

Pasé el resto de la mañana dando tumbos reconociendo la población. Al poco de iniciar mi recorrido empezaron a seguirme los niños que encontraba a mi paso. Al poco el grupo se convirtió en un ejército de colegiales de tres a quince años que se apiñaba a mi alrededor. En aquel momento los profesores, al igual que el resto de funcionarios del país, llevaban seis meses de huelga porque el gobierno no les pagaba, hacía casi un año que no cobraban, de modo que las escuelas estaban cerradas.

Los mayores portaban recipientes de plástico para ir a alguna parte a por agua, tarea que debieron abandonar al enterarse de que un blanco andaba por la ciudad. Parecía que mi presencia les causaba expectación. Así, tuve a mi disposición unos cincuenta guías improvisados que me llevaron a conocer Ariwara. Entre las cosas que visitamos una fue la escuela. Por fuera ya me pareció uno de los mejores edificios de la ciudad, rebozada de cemento y pintada de blanco, incluso tenía ventanas con cristales, cosa que adolecían las ventanas de la mayoría de edificios. Ya que tenía un vigilante permanente para que nadie entrara a robar lo poco que había en las aulas, también pude entrar para conocer la escuela por dentro.

Iba dándome cuenta de que, por desgracia, en el Congo, llamado Zaire por entonces, todo funcionaba mal o simplemente había dejado de funcionar. Luz eléctrica o agua corriente sólo había en las grandes ciudades, a no ser que uno mismo tuviera en su casa un generador eléctrico o una bomba de agua para extraerla de un pozo.

Finalizada mi exploración regresé donde estaba el camión. Allí permanecían mis compañeros de viaje. Marceline, una chica que viajaba con dos sacos de lentejas que había comprado en Uganda para venderlos en Dungu, parecía estar preparando una sopa para ellos cuatro. Mohamed seguía de viaje en busca de una ballesta y en la casa del mauritano sólo vi a su hija, de unos siete años, dando clase en el porche con un profesor particular. Al terminar la clase salió de dentro una mujer a despedir al profesor.

 Al verla, mis ojos se quedaron pegados a ella igual que un imán, era la mujer más bella y elegante que había visto en África. Al verla hablar con la niña pensé que debía ser su madre, lo que a su vez significaba que era la esposa del mauritano, aunque ese término no me cuadraba. Él era musulmán, ella no, al menos no vestía como una mujer musulmana, él era enjuto, feo, hosco; ella alta, guapa y con una figura despampanante. Cuando la mujer se dio cuenta de que yo estaba allí, salió a la barandilla del porche como para certificar lo que estaba viendo, apoyó su manos en ella e inclinando su cuerpo hacia delante me saludó. ¡Bonjour!, dijo ladeando la cabeza.

Al poco tiempo de conocerla ya tuve la certeza que era la mujer más bella e interesante que había conocido en África

Si ya había quedado impresionado al verla, al hablar con ella comprobé que además de su gran belleza ostentaba otras cualidades, como la elegancia, la simpatía, el encanto y una fuerte personalidad.  Al poco tiempo de conocerla ya tuve la certeza que era la mujer más bella e interesante que había conocido en África, tampoco me cuadraba que una mujer con su belleza, su porte y elegancia, con un físico que derrochaba sensualidad hasta el extremo de sus pies, estuviera en un paraje tan inhóspito. Viéndola sobre el porche elevado, me parecía una diosa observándome sobre una nube.

-¿Quién eres tú? -preguntó dejando escapar un simpático gesto de extrañeza.

Me presenté, pero eso no la hizo salir de su desconcierto, por lo que volvió a preguntarme qué hacía allí. Estuvimos hablando durante un breve rato, luego una sirvienta en el comedor puso la mesa, era la hora de comer. Patrice, que así se llamaba ella, me preguntó si ya había comido. Al responder que no, entonces dijo: ven, vas a comer con nosotros.

Entramos al comedor y mi anfitriona le pidió a la sirvienta que pusiera un plato más en la mesa, actuaba como si fiera la dueña de la casa, pero yo seguía sin creer que pudiera ser la esposa del mauritano. Enseguida llegó la niña y a continuación el mauritano acompañado de un blanco, que me presentó Patrice como el señor Souza, quien resultó ser un portugués socio del mauritano en la Sociedad del Café. Por un momento pensé si sería su mujer, eso me cuadraba más que lo fuera del mauritano.

Durante la comida Patrice era la que se preocupaba de que la niña lo comiera todo. A mí, después de acabar, sin preguntarme me sirvió otro plato.  Ella era quien ordenaba a la sirvienta y quien mantenía unida nuestra conversación mientras comíamos haciendo más distendido el ambiente. Hubo un momento en el que a través de la puerta que daba al interior observé la figura de una mujer, algo regordeta, tapada de pies a cuello con un vestido oscuro y un pañuelo en la cabeza, me miró un segundo con expresión furtiva y después desapareció de mi vista.  Esa, pensé, tenía que ser la mujer del mauritano, las mujeres musulmanas no comen con los demás si hay hombres invitados.  Eso resolvía parte de la intriga sobre Patrice.  Al terminar la comida la niña se fue y los hombres marcharon a sus negocios, quedándonos solos Patrice y yo.  Me preguntó si quería café, pidiéndole  después a la sirvienta que lo preparara.

Nos sentamos en un sofá de mimbre acomodándonos sobre sus rumbosos cojines árabes. Con la misma confianza que ella me daba le pregunté si era la mujer del mauritano. Ella, como si hubiera leído mis pensamientos, sonrió con una visible picardía en sus ojos para decirme que ni estaba casada ni tenía nada que ver con él, y para borrar mis dudas, dijo a continuación: y, por si lo has pensado, tampoco soy la mujer de Souza.  Luego, para devolverme las dudas, dijo que en realidad sí estaba casada, aunque en ese momento era como si no lo estuviera, pues no tenía marido.

Creo que ella, observando mi interés por su vida personal, jugaba deliberadamente con las palabras alargando el suspense de la aclaración.

Observando mi interés por su vida personal, jugaba deliberadamente con las palabras alargando el suspense de la aclaración.

Llegó el café y Patrice tomó la cafetera para servir dos tazas, luego me confesó que su esposo era griego, ya anciano. Hacía más de un año, cuando la situación empezó a resultar peligrosa en el país, los dos hijos del anterior matrimonio de su marido lo hicieron regresar a Grecia.  Tenían una hacienda donde cultivaban una plantación de café, de manera que ella decidió permanecer allí para estar al frente de la hacienda, sabía que si la abandonaban la perderían para siempre. Lo de no tener marido lo decía porque desde que se marchó no lo había vuelto a ver, y como las comunicaciones no existían allí tampoco sabía nada de él. Me confesó que no tenía muchas esperanzas de volver a verlo.

La razón de que estuviera allí, volvió a explicarme, era porque le había vendido al mauritano la cosecha del café y él aún no le había pagado, de manera que se había desplazado hasta allí para exigirle el pago. Ya llevaba tres días esperando cobrar. Él, como excusa para no haberle pagado todavía, decía que no había recibido los fondos. Luego apostilló: pero yo de aquí no me voy sin mi dinero.

Cuanto más la escuchaba, más me fascinaba Patrice.

Me reveló que tenía treinta años y estaba casada desde los dieciséis, pese a lo cual no tenía hijos. Entonces en el Congo no funcionaba el correo, ni el teléfono o el telégrafo, había perdido por completo la comunicación con su marido y tampoco esperaba que fuera a regresar, era consciente de que en adelante sería ella quien tendría que estar al mando de la hacienda.

Después de tener una larga conversación mientras nos tomábamos el café, nos despedimos, ella tenía que volver al hotel. Ni imaginaba que allí pudiera haber un hotel. Como si tuviera la habilidad de captar mis pensamientos, me dijo que fuera a verla más tarde al hotel, explicándome cómo tenía que hacer para llegar. Quedamos para cuando hubiera rebajado el calor y la tarde fuera más agradable, sobre las cinco.

Eché un vistazo al camión, Mohamed seguía sin regresar del viaje y los demás pasajeros se hallaban dormitando tirados en el suelo bajo la sombra de un árbol. No sabía qué hacer hasta las cinco. Pensé que lo mejor era ir a la casa de Mohamed y tumbarme en el camastro, hacía demasiado calor para estar en la calle.

A las tres y media llegó Mohamed, acababa de llegar con la ballesta. Lo primero que me preguntó fue si había comido, él aún no lo había hecho. Le dije que yo había comido en casa de su jefe, preguntándole si él iba a comer allí. Su respuesta fue que desde que trabajaba para él no lo había invitado ni a un té.  Le pregunté si podía ducharme en alguna parte y me dijo que no había problema. Su “hermano”, dijo refiriéndose a su amigo, se encargaba.  Regresó a su trabajo. Después de comer algo que sacó de un vecino, dejando a su amigo para que se ocupara de prepararme la ducha.

La ducha era comunitaria, pertenecía al grupo de refugiados sudaneses que vivían allí y la habían hecho ellos mismos para su uso. Se encontraba en un trozo de terreno entre sus casas al aire libre, un simple armazón de tablas que cubría desde la pantorrilla hasta el cuello, con un soporte sobre la cabeza y un cubo de metal agujereado en la base. El amigo me proporcionó un cubo de agua y luego yo sólo tenía que echarlo sobre el otro agujereado para que fuera cayendo lentamente sobre mi cabeza.

Los africanos negros tenían motivos para ser racistas con los blancos. Sin embargo eran sobradamente solidarios

Creo que los africanos negros tenían motivos para ser racistas con los blancos. Sin embargo eran sobradamente solidarios con nosotros compartiendo lo poco que tenían. Esta lección la recibí muchas veces.

Me había imaginado un hotel al uso, pero cuando llegué para encontrarme con Patrice me sorprendí al ver que sólo eran cuatro pequeñas chozas de barro. Por suerte tenía el encanto añadido de que allí estaba Patrice esperándome. Me invitó a sentarme con ella en un pequeño porche delante de la habitación, donde había reunido dos sillas y una mesa, preguntándome si me apetecía tomar un té, pues era lo único que tenía. Mientras se calentaba el té en un fuego cercano, viendo mi curiosidad por su habitación me la mostró. Sólo contenía una cama y una mesita baja como mesilla, sobre la pared había un rústico colgador y una vela para iluminar la habitación por la noche.

Nos acomodamos de nuevo en nuestros asientos y pronto recuperamos las cautivadores sensaciones atrapadas en nuestros sentidos durante el primer encuentro. Las confidencias personales volvieron a abrirse paso entre nosotros con toda naturalidad, nuestra conexión superaba todas las pruebas que nos ponía la franqueza. Me sentía feliz junto a Patrice. 

Tenía que contarle algo que a ella le interesaría saber para sus negocios, empezando por decirle que el mauritano la engañaba. Su respuesta fue arquear las cejas extrañada al no tener idea de lo que le hablaba. Le dije que era con el dinero, y a continuación le expliqué que, cuando me cambió los dólares, vi que llevaba un maletín repleto de fardos de billetes, por consiguiente no era verdad que no le hubieran llegado los fondos para pagarle el café.

-¡Ese es mi dinero! -exclamó Patrice entre sorprendida y enojada.

Eso podía cambiar las cosas para ella, le dije que podía comentarle el hecho de que yo lo había visto con mis propios ojos, pero pidiéndole que no se lo dijera antes de partir con el camión, de lo contrario podía no dejarme subir a él como represalia.

El mecánico me había dicho que saldríamos al día siguiente temprano por la mañana. Patrice asintió y me cogió la mano dándome las gracias. No sé si como agradecimiento o simplemente porque lo deseaba, me invitó a visitarla en su casa cuando llegara a Dungu, su hacienda se encontraba poco antes de llegar a Isiro, una ciudad que estaba a ochenta kilómetros y no sería difícil encontrar una ocasión para ir. Todos los días salía algún camión o vehículo privado que hacía el trayecto.  A continuación me anotó en un papel los datos para que pudiera llegar a su hacienda, me hizo un croquis  en una cuartilla y hasta anotó la frecuencia y las horas del día en que se conectaba a la radio para recibir mensajes, por si podía avisarle de mi llegada para salir a buscarme al cruce de la carretera.  Eso no me dejó duda de que estaba deseando que fuera a visitarla, deseo que compartía al cien por cien con ella.

Eso no me dejó duda de que estaba deseando que fuera a visitarla, deseo que compartía al cien por cien con ella.

Esa noche, cuando llegué a la casa de Mohamed para dormir, era tarde y mi amigo me esperaba fuera preocupado por si me había pasado algo. No sabía donde estaba ni dónde podía buscarme. Lo cierto es que su desvelo tenía justificación, tuve que recorrer calles desiertas y completamente a oscuras, lo que para un blanco era peligroso. La preocupación de Mohamed me conmovió, nos acabábamos de conocer y se inquietaba por mi como un padre. Le pregunté si ya estaba listo el camión y dijo que sólo quedaba ajustar alguna cosa que harían después de amanecer, me aseguró que saldríamos temprano.

Creo que era la primera vez que no me alegraba de que se hubiera reparado la avería del vehículo en el que viajaba. Abandonar Ariwara me causaba más tristeza que alegría. Ya pensaba en Isiro, pero antes quedaba un largo y duro viaje de supervivencia hasta Dungu, posiblemente el viaje más duro, penoso y arriesgado que haría en mi vida.

Congo, marzo de 1992

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