Congo, el peor enemigo (II)

La generosidad de Mohamed, las conversaciones con Souza y la pericia de Alphonse para un viaje tan riesgoso como fascinante

Marco Pascual
Viajero
24 de Marzo de 2024
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Marco Pascual, en Congo
Marco Pascual, en Congo

La salida del viaje a Dungu se retrasó sobre lo previsto y no salimos hasta las nueve de la mañana, por lo que aún tuve tiempo de ir a despedirme de Patrice, prometiéndole que intentaría ir a verla. Mohamed, por su parte, seguía preocupándose por mí y me dio unas frutas para el viaje que había comprado el día anterior en la ciudad donde habían conseguido la ballesta. Eso ya me parecía demasiado, le dije que no podía aceptarlas, además yo había comprado un racimo de pequeños plátanos hervidos y con eso tenía suficiente. Me dijo que lo había comprado para mí porque en Ariwara no había de esas frutas y eran muy buenas. Para obligarme a aceptarlo, me dijo que debía llevar todas las provisiones posibles, pues en el camino no encontraríamos restaurantes y posiblemente nada de comida para comprar.

¿Qué podía hacer? Su hospitalidad sobrepasaba todos los límites conocidos.  En agradecimiento quise darle unos dólares para sus ahorros cuando pudiera volver a su país. Sin embargo los rechazó diciéndome que en la amistad el dinero no contaba. Gracias a aquella ballesta rota que nos hizo quedar en Ariwara, había obtenido inestimables sensaciones allí. El único recurso que me quedó fue volver a entrar en su casa con la excusa de verificar que no me olvidaba nada, para dejarle el dinero dentro. Camino del camión le pregunté por qué me había ayudado,de esa manera tan magnífica y sin ni siquiera conocernos. Respondió que porque yo lo necesitaba, añadiendo después: ahora yo te ayudo a ti, y después, si Dios quiere, Él me ayudará a mí.

Por fin estábamos listos para partir, ahora íbamos dos chóferes, uno más veterano de  treinta y dos años, y otro más joven de veinticuatro, un mecánico de diecinueve años, un ayudante, también joven, y Souza, el socio del mauritano. Además ahora teníamos doce pasajeros sobre la carga, en Ariwara se habían incorporado ocho más. Como dijo Souza bromeando, sólo nos faltaba un cura. 

A las dos horas de viaje el camión se detuvo, teníamos la primera avería. Me pegué al joven mecánico en su inspección para encontrar el problema, no tardó mucho en descubrirlo, se trataba de un latiguillo que iba al calderín de los frenos, se había rajado, lo que provocaba una deficiente acción de los frenos. Era necesario sustituirlo por otro, pero naturalmente no llevábamos repuestos de ningún tipo, y tampoco había un sólo taller a muchos kilómetros de allí. Sin los frenos en condiciones no se podía continuar, así que el mecánico se las tenía que arreglar para hacer que pudiéramos seguir viaje. En principio, lo primero que hizo fue levantar el capó para refrigerar el motor y echarle agua al radiador. Entretanto di una vuelta alrededor del camión para ver en qué condiciones estaba todo, al menos lo visible, y el resultado no daba motivos para el optimismo: para empezar, me di cuenta que no llevábamos rueda de repuesto.

Dependíamos de lo que se le pudiera ocurrir a un mecánico de diecinueve años  para solucionar la avería y poder continuar viaje. Como el asunto parecía que iba para largo me fui a dar una vuelta, si bien no había gran cosa que ver, nos hallábamos en una zona llana en un terreno aparentemente estéril donde sólo crecían raquíticos arbustos, hierba seca y algunos árboles desperdigados que parecían encontrarse en su esqueleto de ramas secas. No era la idea que me había hecho del Congo, en mi mente lo imaginaba como el corazón de la selva africana, una inmensa y tupida selva.  A lo lejos divisé un pequeño grupo de gente que parecían inmóviles pegados a la tierra. Me dirigí hasta ellos.

No era la idea que me había hecho del Congo, en mi mente lo imaginaba como el corazón de la selva africana, una inmensa y tupida selva

Me encontré a una mujer y unos niños dedicados a una extraña tarea buscando algo en el suelo. Los saludé y ellos detuvieron su tarea, les pregunté qué hacían pero me miraron sin responder, no hablaban el francés. Uno de los pasajeros había seguido mis pasos y me lo explicó: buscaban gusanos para comerlos. Al parecer los gusanos constituían una apreciada solución para el hambre en algunos países africanos cuando no había qué comer. Lo que hacían para atrapar los gusanos consistía en que uno de los niños aporreaba con dos palos, igual que si tocara un tambor, un tronco hueco, el sonido atraía a los gusanos a la superficie y entonces la mujer los agarraba, metiéndolos después en un recipiente de barro. Viendo el tamaño de los gusanos, incluso más pequeños que las lombrices, me preguntaba cuántas horas tendrían que estar allí para sacar los suficientes y poder saciar el hambre de toda la familia.

Cuando regresé al camión el mecánico tenía resuelto el problema, le había bastado una simple bolsa de plástico. Había hecho una funda con ella enrollándola fuerte para pegarla al manguito sin permitir el más mínimo escape de aire. Lo sorprendente ya no fue que ese sistema funcionara en ese momento, sino que lo hiciera durante todo el trayecto.

Continuamos viaje, ahora quien conducía era el segundo chófer, el más joven, el otro se había trasladado sobre la carga. En la cabina íbamos Souza y yo, sentía curiosidad por saber cómo había llegado hasta allí y cómo era su vida en un país como el Congo en la difícil situación actual. Souza no era hombre de muchas palabras, pero empezamos a hablar, él en portugués y yo en español, con la ayuda del francés si en algo no nos entendíamos. Me contó que llevaba en África veintitrés años, había llegado como legionario a Angola y era un ex combatiente de la guerra. Al licenciarse se quedó allí. No se quedó mucho, porque después empezó la guerra civil y eso hacía difícil la vida en el país, de modo que se pasó al Congo. Allí tuvo varios trabajos en distintos lugares, se casó y tuvo tres hijos, asentándose finalmente en la ciudad de Bunia formando la Sociedad del Café con otros dos socios más.  Obviamente era uno de los jefes, pero muy diferente al mauritano, su actitud no era autoritaria sino dialogante, dejaba que los demás hicieran las cosas a su manera sin imponer sus decisiones. Me dijo que se llamaba Miguel. La verdad que a medida que lo iba conociendo me iba cayendo mejor.

Durante ese día no tuvimos más problemas, salvo algunas paradas para ir mirando el nivel del agua en el radiador y rellenarlo, cerca ya de las doce de la noche nos detuvimos para dormir. Antes de acostarnos el ayudante hizo un fuego y preparó té para todo. Hasta ese momento, yo había comido cacahuetes y plátanos cocidos, y para beber el agua hervida que llevaba en la cantimplora. Luego cada uno fue buscándose un sitio para dormir junto al camión, algunos subieron sobre la carga para hacerlo allí y los chóferes lo hicieron bajo el camión, los demás nos apañamos sobre la hierba junto a la carretera de tierra. 

Por el día hacía calor, pero en la noche hacía frío, aunque yo podía considerarme afortunado: poseía un saco de dormir.  Marceline, la chica que llevaba los dos sacos de lentejas, el mecánico, que me dijo se llamaba Alphonse, y yo, nos acostamos en el mismo sitio pegados para darnos calor entre los tres.  A mi izquierda tenía al joven Alphonse rebozado con una tela de saco, y a mi derecha a Marceline, cubierta por un fino pareo y abrazada a mi saco para conseguir librarse del frío un poco mejor.  Teo, el chófer más veterano y que era un bromista, tumbado bajo el camión me decía que le hiciera un sitio a Marceline dentro del saco, así estaríamos los dos más calientes. Otro pasajero que estaba acostado cerca de nosotros se había quitado la chaqueta y se la había colocado por encima para taparse. “Bonne nuit”, nos decimos unos a otros antes de dormir.

A las seis de la mañana el ayudante nos fue llamando, había hecho fuego y el agua estaba lista para tomar té,  la gente se levantaba aterida por el frio y tomar té caliente era la mejor forma de quitárselo.

Por el día hacía calor, pero en la noche hacía frío, aunque yo podía considerarme afortunado: poseía un saco de dormir

Partimos temprano, el día renacía resplandeciente y con el frescor de la mañana era el mejor momento para disfrutar del viaje mientras se observaba un sol rojizo deslizándose en el cielo. Lentamente se empezaba a notar una transformación en el paisaje, el verdor de la vegetación y su mayor densidad, el color rojo de la tierra, eran los signos que anunciaban el cambio, Miguel me dijo que fuera preparándome, pronto iba a conocer las auténticas carreteras del Congo.

Después de tres horas de viaje llegó la ocasión de probar un desayuno inesperado, un hombre que andaba junto al camino alzó el brazo y nos detuvimos, llevaba algo envuelto en un saco y nos lo ofreció.  El chófer descendió y miró en el interior del saco. Después de un breve regateo Miguel le dio el dinero para que lo comprara, eran paneles de miel. El chófer se encargó de repartirlo entre su jefe, sus compañeros de trabajo y yo.  Fue igual que comer un cartón con miel.

Pronto la carretera presentó su primera dificultad: un puente. Nos detuvimos unos veinte metros antes y descendimos todos. Con los chóferes delante y el resto detrás de ellos, nos acercarnos al puente para ver en qué condiciones se encontraba y evaluar si podría resistir el paso del camión.  Estaba construido con tablones desiguales y no muy gruesos, con una caída debajo de unos cuatro metros. Los entendidos se colocaban encima de las tablas, las pisaban y las recorrían hasta el otro extremo, unos seis metros, haciendo conjeturas y discutiendo entre ellos.  Estaba a la vista que el puente era muy frágil para soportar unas trece toneladas de peso.

Souza, pese a ser el jefe, se mantenía al margen de las discusiones.  Después de ser debatido el asunto, creo que Teo, con más experiencia, tomó por su cuenta la decisión de atravesarlo.  Después de examinar yo mismo el puente, había visto que algunos tablones estaban sueltos y no daba la impresión de ser seguro, se lo dije a Teo, pero él se encogió de hombros, dando a entender que no había más opción que arriesgarse.  Me explicó que el truco para que no rompieran las tablas y cediese el puente bajo el peso de camión consistía en pasar rápido. Si se va despacio o se para -dijo-, entonces el puente se puede venir abajo. Él mismo subió a la cabina y se puso al volante con absoluta determinación, mientras los demás nos situamos a un lado expectantes ante la incógnita de si lograría pasar el camión o se hundiría con el puente.

Teo se lanzó en segunda velocidad a la entrada del puente con las revoluciones a tope, creo que todos estábamos conteniendo la respiración.  Las maderas crujieron como  palos secos y una se levantó como un columpio tras pasar el camión, pero el truco funcionó, el camión llegó al otro lado dando un brinco y nosotros nos pusimos a vitorear  y aplaudir a Teo.

Le llevé uno a Alphonse y luego me tumbé a la sombra con los demás a masticar, era el único que pelaba la caña con una navaja, el resto usaban directamente los dientes

La carretera comenzó a dar muestras de su irregularidad, habiendo de disminuir la velocidad con el continuo sorteo de baches y paso de hondonadas provocadas en la estación de lluvias, con tramos en los que circulábamos al paso de una persona, cuando de repente el camión se detuvo, de nuevo todos abajo. Esta vez parecía algo más serio,  la avería provenía del motor.  El mecánico levantó el capó y empezó a mirar aquí y allá, mientras los demás corrieron a tumbarse bajo una sombra.  Yo me quedé junto a Alphonse para ver lo que hacía, observando cómo empezaba a desmontar piezas con la tranquilidad de quien hace un juego de niños.  Iba sacando y tirando las piezas al suelo mientras yo me preguntaba si realmente sabía lo que hacía o simplemente quitaba las piezas sin pensar.  Viendo cómo se amontaban las piezas por uno y otro lado, dudaba seriamente de que luego fuera capaz de montarlas otra vez cada una en su lugar, y todas las piezas eran fundamentales, porque manipulaba en el cárter, las válvulas, los pistones, en fin, lo que yo creía era el corazón del motor. Pensé que sería un milagro si lograba reparar la avería, eso si antes no perdía alguna pieza de las que había tiradas por el suelo.

Mientras Alphonse intentaba reparar el camión, de repente apareció un hombre con dos largas cañas curvadas, reconociendo al instante que eran cañas de azúcar. Pregunté si las vendía y dijeron que sí, de modo que con la ayuda del chófer más joven le compré las cañas y con el machete del hombre las partimos en trozos para repartirlos entre todos.  Le llevé uno a Alphonse y luego me tumbé a la sombra con los demás a masticar, era el único que pelaba la caña con una navaja, el resto usaban directamente los dientes.

Al paso de las horas de viaje y conversación fui tomando más apego a Miguel, nos entendíamos cada vez mejor, a través de las cosas que me contaba me daba cuenta que su vida era una aventura constante e infinita. Mientras masticábamos la caña, hablando del presidente del país Mobutu, me contó una historia de él para que pudiera entender que clase de persona era.

-Mobutu tiene nueve hijos legítimos -empezó-, el mayor ministro de Asuntos Exteriores.  En Goma tiene un Castillo y de vez en cuando va allí a pasar unos días, de manera que se lleva al gobierno con él. Un día después del consejo de ministros su hijo se quedó a hablar con él, Mobutu ya debía estar enfermo por entonces, porque poco después se supo que tenía un cáncer. Su hijo mayor le habló de por qué no iba pensando en descansar, en dejar el gobierno o en delegar en alguien su trabajo, dedicándose a vivir tranquilamente el tiempo que le quedara de vida, seguramente intentando que dejara el poder. Mobutu lo escuchó sin decir nada, sólo dijo que lo pensaría.

A primera hora de la noche llamó a la guardia que estaba a la entrada del castillo, dándoles órdenes de disparar a matar si se presentaba alguien allí, fuera quien fuera. Más tarde, ya en plena noche, cogió el teléfono y llamó a la residencia de su hijo, pidiéndole que fuera a verlo de inmediato porque quería hablarle acerca de lo que él le había dicho.  El hijo cogió el coche y se fue al castillo de su padre.

Al llegar, la guardia se puso alerta, pero reconocieron el coche del hijo del presidente y no dispararon, lo detuvieron y el jefe de la guardia le pidió por favor que se marchara y volviera al día siguiente, su presencia les ponía en un compromiso, porque su padre les había dado órdenes de que si llegaba alguien disparasen a matar. El hijo comprendió al instante y rápidamente dio la vuelta para alejarse de allí,  A las siete de la mañana tomó un avión para Kinshasa y ese mismo día salió en otro rumbo a París, refugiándose allí.

Me contó esto para que viera cómo era el presidente del Congo, capaz de concebir un plan para matar a su propio hijo

Me contó esto para que viera cómo era el presidente del Congo, capaz de concebir un plan para matar a su propio hijo. Quien lo pagó fueron los policías que estaban de guardia en el castillo, quienes estaban condenados pasara lo que pasara. Cuando Mobutu se enteró de lo sucedido los mandó fusilar por no haber cumplido sus órdenes.

Casi sin darnos cuenta, el mecánico se sacudió las manos y dijo que ya estaba arreglado, el camión estaba listo para seguir viaje. No podía creerlo, ya me parecía difícil que supiera volver a colocar todas piezas tiradas por el suelo. Le pregunté que cómo sabía que funcionaba si ni siquiera lo había puesto en marcha.  Él sonrió y me respondió: “Oh, pas de probleme, Marco, ca va marcher”. A continuación le dijo al chófer que lo pusiera en marcha y el camión funcionó. Me quedé asombrado con Alphonse, un mecánico extraordinario con solo diecinueve años. Me dije que en España sería difícil encontrar un mecánico como él a su edad.

La pista de tierra que en realidad era una carretera naciona, mostraba ya en todo su recorrido las desastrosas condiciones en las que se encontraba, con baches donde se hundía el camión por completo, atravesando continuos desniveles originando que el camión se balanceara a uno y otro lado cerca de perder su centro de gravedad haciendo crujir al camión como si fuera un cacahuete, reduciendo la velocidad al paso lento de una persona. Para más agobio, al fuerte calor se sumaba la alta temperatura dentro del camión, la cabina se había convertido en un horno donde la chapa quemaba y los pies me ardían con sólo apoyarlos en el suelo.

En nuestro camino tan apenas nos tropezábamos con poblaciones o con gente, acaso algún individuo que con arco en mano se encontraba buscando el sustento diario y al oír el rugido del camión se asomaba a la carretera para verlo pasar. Sí que nos encontramos  puestos de control de militares o policías, quienes parecían contentos al vernos, seguramente porque veían su paga extra del día. Por suerte estos no mostraban la agresividad de los primeros que encontramos: me miraban, hablaban con el chófer, parecían discutir sobre el peaje que debíamos darles, pero de una forma casi amistosa y sin meterse conmigo.  Al final el chófer les daba cigarrillos y un poco de dinero, el suficiente para contentarlos y poder continuar. Miguel dijo que siempre había que llevar dinero preparado para darles en cada puesto de control.

Pasado el puesto de militares llegamos a un poblado, aunque yo sólo vi un grupo  de chozas, nos detuvimos y en unos instantes creo que se arremolinaron en torno al camión todos los habitantes del poblado. Había un chiringuito de tablas que podía hacer de restaurante de carretera al se acercaron todos los pasajeros. Teo me preguntó si quería comer. Yo le pregunté qué había, pero hubo que esperar que se hiciera un hueco para verlo porque los demás estaban hambrientos y husmeaban entre la comida. Cuando tuvimos sitio, Teo me mostró el menú del día: un plato con unos plátanos, otro con unos pequeños huevos duros, seguramente de algún pájaro, otro con unas diminutas tortas de harina duras como piedras y otro con insectos asados. Lo bueno de los insectos es que se podían comer recién hechos, allí mismo había un chico que los asaba en una chapa sobre un fuego. Miré qué comían los demás, se habían inclinado por los plátanos y los huevos, sólo uno había pedido una ración de insectos.  Le pregunté qué tal estaban y todos echaron a reír haciendo bromas sobre mí y la comida. Por curiosidad pedí los insectos para probarlos, pero los dejé pronto, su gusto no me ofrecía ningún agrado, quizá porque en realidad me resultaban algo repulsivos.  Por suerte en la mochila aún me quedaba el aguacate que había comprado Mohamed para mí.

Lo bueno de los insectos es que se podían comer recién hechos, allí mismo había un chico que los asaba en una chapa sobre un fuego

A media tarde nos topamos con otro puente, este aún tenía peor aspecto que el anterior, todos coincidimos que, si lo cruzábamos  se iría abajo. Si queríamos atravesarlo, lo único que se podía hacer era repararlo. Estaba hecho de troncos cruzados, troncos sueltos sin componer un armazón. Había que reforzarlo sustituyendo los más débiles por otros más gruesos y fuertes, con lo cual era necesario ponerse a talar árboles. Entre las herramientas del camión había un hacha y ese cometido le tocó al ayudante. Su escaso entusiasmo para talar hizo que después de casi media hora aún no había talado un sólo árbol.  Esa no era tarea del mecánico, pera ante la inoperancia del ayudante, Alphonse le arrebató el hacha para terminar el talar el árbol y otros dos más. Este chico era un tesoro. Además de ser eficiente en su trabajo, era también un buen trabajador, con el tiempo me di cuenta que se encargaba de supervisarlo todo, desde hacer el té hasta organizar las distintas tareas que surgían durante el viaje, y su sueldo, como era joven y no llegaba a oficial, el mauritano le pagaba veinte dólares mensuales.

Cuando hubo los suficientes árboles talados, el ayudante se encargó de limpiar los troncos de ramas, luego con ayuda de los pasajeros los colocaron sobre los que estaban en  malas condiciones, clavando cuñas para impedir que los troncos rodaran a los lados. Cuando terminaron el trabajo, Teo se puso al volante con determinación, el puente no tenía mucha profundidad, pero suficiente para sufrir graves consecuencias si caía al fondo del pequeño río. El motor rugió al pisar el acelerador usando el mismo sistema, marcha corta y altas revoluciones, era esencial pasar rápido y sin calarse. Todos manteníamos la respiración cuando Teo se lanzó a cruzar el puente, un par de viejos troncos cedieron y cayeron partidos al río, ahí pensé que el camión se hundía también, pero Teo pisó el acelerador a fondo y salió de allí con brío, enviando otro de los troncos al fondo al salir. Entre gritos de entusiasmo y aclamaciones todos nos pusimos a aplaudir, reconociendo el valor y el mérito de nuestro chofer.

Antes de proseguir, Teo le pasó el volante a su compañero, le dolía la espalda y ya no volvió a conducir más. No hubo más contratiempos hasta que llegó la noche, cuando un control de militares nos hizo detener. De nuevo asomaron sus cabezas por las ventanillas subiéndose al escalón de la puerta empezando lo que parecía un interrogatorio poco amable. En cabina íbamos Miguel y yo, él miraba hacia delante sin inmutarse y yo imité su misma pasividad, se notaba que estaban requiriendo algo, lo más probable dinero. El chófer joven, con menos experiencia, respondía con expresión de temeridad a las desafiantes voces que lo interpelaban.

Yo esta vez mantuve cerrado el pico, si alguno tenía que decir algo que fuera Miguel que tenía más experiencia en esas situaciones. Para ser un control de carretera no pedían documentos, al parecer sólo les interesaba el dinero y no necesitaban ninguna excusa para pedirlo. Vi que habían establecido una negociación con el chófer con un diálogo bastante airado por parte de los militares, pero esta vez no vi que introdujeran armas delante de nuestras narices, lo que ya era importante para nuestra tranquilidad. Me fijé en que Miguel no despegaba los labios, ni siquiera miraba a los militares. El chófer era el único en hablar, negociar con los militares y tomar las decisiones, intuí que Miguel pretendía pasar inadvertido como si fuera un pasajero más sin dar a entender que él era el jefe.  Al final todo se solucionó como siempre, el chofer pagando con unos cuantos billetes para contentar a los militares.

Pasado el mal trago del control,  rodar por la noche con el frescor entrando por las ventanas era una bendición. Después de ir todo el día encerrado y achicharrado en la cabina acababa molido de los huesos y muerto de sed. Cuando por las mañanas el ayudante hervía agua para el té me llenaba la cantimplora, pero a pesar de racionarla sólo me llegaba hasta el mediodía, después la rellenaba con agua de algún río, la misma que bebían todos los demás y no les pasaba nada, aunque por si acaso yo le echaba una pastilla potabilizadora. Si algo tenía de bueno el mal sabor que dejaba después, es que nadie quería probar agua de mi cantimplora, antes preferían pasar sed.

A las doce de la noche nos detuvimos para dormir, después de tomar un té Marceline, Alphonse y yo volvimos a unirnos para buscar un sitio en el suelo donde dormir juntos como la noche anterior.  En las paradas durante el viaje era con ellos con quien más hablaba, eran mis camaradas.  Era la cuarta noche desde que habíamos partido de Ariwara, pese a los problemas mecánicos y las dificultades del viaje todo iba bien, habíamos superado los contratiempos presentados, sin embargo a la mañana siguiente llegaría el momento más delicado, casi surealista, al que tendríamos que enfrentarnos.

Congo, marzo de 1992

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