Congo, el peor enemigo (III)

Relatos de viaje: "El viaje más duro de mi vida se había convertido en el más gratificante"

Marco Pascual
Viajero
31 de Marzo de 2024
Guardar
Marco Pascual en otra peripecia en el Congo
Marco Pascual en otra peripecia en el Congo

A media mañana llegamos a la entrada de Faraji. Allí estaban los de siempre, los militares en un puesto de control. Esta vez disponían de más elementos para realizar su labor. Fuera, una barrera, dos casetas de cemento y unas tiendas de campaña para la tropa. Esta vez vi un mayor número de soldados, la mayoría tirados por el suelo en actitud perezosa, sólo dos salieron a nuestro encuentro con la mano alzada.  Uno de ellos se colocó al lado del chófer cuando se detuvo el camión. Empezando a interrogarlo acto seguido.  Si los anteriores militares habían carecido de una mínima consideración con nosotros, desde el primer instante tuve la impresión que éstos no iban a tener un comportamiento mejor. Su nula cortesía y mal carácter desde el inicio delataban que no lo iban a poner fácil. Bastaba ver que en lugar de hablar con el chófer, parecía que directamente le estaba echando una bronca. Evidentemente no entendía nada, pero sus palabras parecían tener un cierto tono amenazante. Miguel miraba al frente inmutable, yo trataba de mirar de reojo al militar increpando a nuestro chófer, quien parecía verse en un aprieto.

De repente los dos militares que llevaban la voz cantante se pusieron a discutir entre ellos. Por alguna causa habían surgido discrepancias entre los dos. Desde luego, la causa éramos nosotros, lo que no comprendía era la razón por la que discutían airadamente. Lo que me quedó claro es que con esos militares sería muy difícil llevar cualquier negociación por la vía amistosa.  Al chófer, que sí entendía la razón por la que discutían, lo noté nervioso, lo vi en su voz entrecortada. El militar que le hablaba al lado de su ventanilla le daba órdenes por su forma de gesticular, daba a entender que le estaba pidiendo algo que no podía cumplir, aunque si no lo cumplía podía ser peor. Estaba en un verdadero apuro, no podía ceder a sus peticiones pero tampoco podía negarse a cumplirlas.  Mientras tanto, Miguel continuaba impasible, manteniéndose al margen de la discusión con el chófer.

De pronto el militar que hablaba con el chófer rodeó el camión y abrió la puerta del otro lado ordenándole algo a Miguel. Como la reacción de Miguel fue nula, el militar lo cogió por un brazo sin contemplaciones y tiró de él para sacarlo fuera. Yo me quedé mirando sorprendido sin saber qué estaba pasando. Miguel no protestó, ni siquiera dijo nada ante la brutal actuación del militar, quien de un brinco se subió al camión ocupando su lugar, dirigiéndose entonces al chófer gritando y haciéndole gestos con la mano. Yo miré al chófer para ver qué hacía, pero lo vi agarrotado por la intimidación, incapaz de responder o reaccionar.  Afortunadamente, el militar me ignoraba por completo, por lo que imaginaba que la cosa no iba conmigo. Si pedían dinero, no era a mí.

Afortunadamente, el militar me ignoraba por completo, por lo que imaginaba que la cosa no iba conmigo. Si pedían dinero, no era a mí.

Con el desconocimiento de la situación y la evidencia de las malas pulgas que se gastaban esos militares nada bueno se podía presagiar. Como el chófer se quedó inmóvil, es decir, sin cumplir lo que le ordenaban, el militar se puso más furioso y violento, dando gritos pegado a mí en pleno oído. Lo que era más preocupante es que tenía la punta del cañón de su kalashnikov tocando en mi costado.  El militar no paraba de gesticular, me daba miedo que se le pudiera escapar un tiro. Miré el arma y vi que llevaba puesto no uno, sino dos cargadores, el que estaba puesto y otro del revés sujeto con cinta aislante, de modo que si lo terminaba sólo tenía que sacarlo, darle la vuelta, introducir el otro y seguir disparando.  No tenía el dedo puesto en el gatillo, pero lo más probable es que tampoco tuviera puesto el seguro. Aquel loco era una amenaza aún sin dirigirse a mí.

Tratando de actuar con calma, me separé un poco hacia el lado del chófer y con el dedo índice, suavemente, aparté el cañón de mi costado. Fue inútil, como el militar no paraba de gesticular, el cañón volvía a incrustarse en mi cuerpo. Decidí hablarle para pedirle que tuviera cuidado. Al tiempo que apartaba el arma de mí le rogué en francés que apuntara para otro lado. En estos casos es difícil saber cómo se lo pueden tomar. Cuando tienen el poder y saben que tienen el manejo de la situación, hay que actuar con mucha cautela, a veces podría bastar hacer un movimiento en falso para acribillarte o molerte a golpes. Al menos eso sucedía entonces con la población. Por suerte no sucedió nada que pudiera lamentar, sólo conseguí que me mirara con una expresión entre sorprendido y colérico, quizá por tener la osadía de desviar el cañón de su arma, pero sin hacer caso de mi sugerencia. Seguramente no hablaba francés, así que no debió entender lo que le dije. Por Miguel supe que la mayoría de los soldados en el Congo eran analfabetos, solían alistarse con la promesa de que allí tendrían comida segura.

El asunto empezó a tomar tintes más dramáticos, y a la vez algo circenses. Como el chófer no obedecía sus órdenes, el militar decidió lanzarle manotazos intentando golpearle en la cabeza, y yo en medio de los dos, tratando de echar el cuerpo hacia atrás contra el respaldo del asiento para evitar las embestidas de aquel histérico. Gracias a que yo me interponía no llegaba bien a darle los manotazos, pues además el chófer los esquivaba echándose hacia la puerta y tan apenas llegaba a rozarlo.  En el fondo, aquella situación resultaba algo cómica.

La cabina se había convertido en una extraña olla a presión. El otro compañero, que permanecía mirando frente al morro del camión, de pronto levantó los brazos y empezó a gritar, por lo que parecía, contradiciendo a su compañero subido al camión. Ahora la bronca a grito pelado se centró entre ellos dos, cada uno ordenaba una cosa diferente y los dos pretendían que el chófer les obedeciera. El que estaba abajo abrió la puerta donde estaba su compañero y parecía decirle que descendiera. Finalmente le hizo caso, pero no acabó allí la contienda, sino que arreció más enfrentándose el uno al otro. Yo seguía sin entender nada. Ambos trataban de imponer su decisión, llegando a cogerse de la guerrera y darse empujones. En ese momento temí que acabara la cosa emprendiéndola a tiros.

La bronca a grito pelado se centró entre los dos policías, cada uno ordenaba una cosa diferente y los dos pretendían que el chófer les obedeciera

No sabía qué podía querer el soldado que se había interpuesto, pero me alegré al ver que había hecho prevalecer su decisión. A continuación se dirigieron a gritos al chófer y al resto de los pasajeros que viajaban en lo alto de la carga como si trataran a prisioneros en lugar de simples pasajeros, haciéndolos descender a todos y obligándoles a pasar por una de las casetas, instante en que también se movilizaron los demás soldados que permanecían tirados por el suelo. Yo me quedé sentado como estaba, sin moverme y sin abrir la boca, deseando ser invisible. No supe cuál sería la razón, pero nadie me reclamó.

Al cabo de un buen rato regresaron todos y se nos permitió continuar viaje, estaba impaciente por saber qué había ocurrido.  El chófer me lo explicó después de dejar atrás el puesto de los militares. El soldado que se introdujo en la cabina pretendía llevarse el camión y descargarlo en alguna parte para quedarse las diez toneladas de alubias y vender después la mercancía para obtener dinero, pero acabó imponiéndose el otro, que sólo pretendía quedarse con el dinero de los chóferes y pasajeros. La mayor cantidad la obtuvieron del chófer, nueve millones de francos CFA, unos veinte euros, que le encontraron en el registro. Por suerte no era su dinero ni todo el que le había dado el mauritano para el viaje, sino sólo un poco, la mayor parte la llevaba bien escondida en el camión. Lo inexplicable es que no me hicieran bajar a mí para registrarme, cuando era fácil adivinar que podían obtener más que de nadie.  Miguel me explicó que si había prevalecido la decisión de quedarse con el dinero de la gente en lugar de la mercancía, debía ser porque sabían que pertenecía a Naciones Unidas y eso podía crearles algún problema. Por eso mismo quizá pensaron que yo podía ser un supervisor o comisario de Naciones Unidas y me dejaron tranquilo.

Permanecimos en silencio hasta que abandonamos el puesto de control, a todos se nos había quedado atravesado un nudo en la garganta. A Miguel, que también lo introdujeron en la caseta para el registro, le robaron igualmente lo que llevaba encima, una pequeña cantidad, el resto lo tenía escondido en una parte del camión difícil de encontrar, pues se hallaba oculto en el motor y había que desmontar algo para llegar hasta él. Me contó que hacía tan sólo diez días, viajando en otro camión de la Sociedad del Café, los militares le robaron 50 millones de francos, el equivalente a poco más de cien dólares.

Eso pasaba, me dijo, porque el presidente Mobutu no podía controlar el país, ni militar ni económicamente. Su estrategia para tener a los militares de su lado era pagarles más que a nadie, pero cuando llegó el problema de la inflación y devaluación juntas, a los militares ya no les llegaba la paga. Como en las arcas del gobierno tampoco había dinero, para evitar tener en su contra a los militares no se le ocurrió otra cosa que emitir billetes de cinco millones de francos para pagar en exclusiva a los militares. Su primer ministro y su ministro de Hacienda rechazaron la idea, aún así Mobutu ordenó emitir los billetes y empezó a pagar con ellos a los militares. Entonces el primer ministro dijo que no tenían valor, no estaban avalados por el gobierno ni él había dado su aprobación, asimismo tampoco estaban firmados por el director del banco nacional del Congo, por lo que esos billetes no valían de nada. En consecuencia nadie quería aceptar los billetes de cinco millones de francos.

A Mobutu se le ocurrió decirles que el gobierno no tenía dinero para pagarles, que cada uno se las arreglara como pudiera, el gobierno ya les había dado armas, ellos debían encargarse de lo demás

Para escapar del problema que podía venirle encima pagando a los militares con un dinero que no servía para nada, en una alocución por radio dirigida a ellos se le ocurrió decirles que el gobierno no tenía dinero para pagarles, que cada uno se las arreglara como pudiera, el gobierno ya les había dado armas, ellos debían encargarse de lo demás. Con eso les estaba dando vía libre para conseguir el dinero por su cuenta, de manera que desde ese momento los militares empezaron a hacer de las suyas, robando a todo aquel que tuviera dinero o algo de valor, y a veces matando para conseguirlo, convirtiéndose en el enemigo público número uno del país.

Al pasar por Faraji nos detuvimos allí. Los chóferes y yo buscamos un lugar donde poder comer algo, pero no encontramos nada. En un bar vendían cerveza, lo único disponible. Seguimos viaje en espera de tener más suerte en la siguiente población.

La suerte apareció a la salida de Faraji. Justo antes de cruzar un río surgió un hombre alzando un brazo para exhibir un pescado que acababa de pescar. Nos detuvimos y le dije al chófer que le preguntara cuánto valía. El precio era bueno, lo malo que sólo llevaba uno y nosotros éramos muchos, volví a preguntarle si sería posible cocinarlo para comer. El chófer asintió, por lo que compré el pez, que pesaría alrededor de un kilo.

Retrocedimos volviendo a Faraji. El chófer detuvo el camión a la entrada y fue a preguntar en las primeras casas. Así consiguió que una mujer nos cocinara el pescado, nosotros llevábamos arroz en el camión, por lo que el chófer le dio para que hiciera el pescado con arroz, yo sólo tuve que aportar lo que el chófer me recomendó darle a la mujer por cocinar. Luego estuvimos esperando fuera tirados por el suelo hasta que estuvo hecha la comida. La mujer salió con dos platos, uno para el chófer y otro para mí. 

No había entendido, pensaba que íbamos a comer sólo nosotros dos, creo que el resto de los pasajeros también lo creyeron, porque al decirle a la mujer que la comida era para compartirla entre todos, los demás se pusieron bastante contentos. Aun así la mujer nos dejó al chófer y a mí un plato para cada uno y a los demás les puso la comida en una especie de bandeja para que comieran de allí. Comimos sentados en el suelo, tocamos a poco cada uno, pero fue suficiente para calmar el hambre y recuperar el ánimo.

A la siguiente población que llegamos volvimos a encontrarnos de nuevo con un puesto de control de los militares. Sorprendentemente esta vez no hubo interrogatorios, registros, abusos o peajes, pero tenían órdenes de llevarnos a la casa del coronel. No nos dijeron para qué, lo que era seguro es que sería por algún interés, quizá porque quería recaudar en persona el dinero que pudiera de nosotros. No nos dejaron otra alternativa.

 

Un soldado se subió a la carga para conducirnos a la casa del coronel. Nada más llegar descubrimos la razón: quería ir a Dungu y teníamos que llevarlo. Miguel, en tono amistoso, le reprochó que los militares siempre le estaban pidiendo favores y luego le pagaban robándole, como nos acababa de pasar en el puesto de Faraji, quejándose del dinero que les habían quitado allí a todos, y ahora él pidiendo que lo lleváramos a Dungu.

"El coronel se excusó diciendo que no era responsable de lo que hubieran hecho otros, él no estaba al mando del destacamento de Faraji"

El coronel era un hombre de mediana edad, alto y corpulento, de complexión fuerte y bien plantado. Sin embargo no intimidaba, como sucedía con el resto de militares. A diferencia de la tropa hablaba francés, por lo que podía entenderse con Miguel y yo enterarme de la conversación. Después de escuchar las quejas de Miguel, el coronel se excusó diciendo que no era responsable de lo que hubieran hecho otros, él no estaba al mando del destacamento de Faraji. Si deseaba quejarse, le aconsejó que lo hiciera al jefe militar de allí. Miguel sabía bien que quejarse a un superior podía ser peor, yo lo supe también días más tarde, cuando en un poblado llamado Bamucandi dos soldados que se encontraron en el camino a una mujer embarazada y le pidieron dinero. Seguramente no llevaba nada, o como mucho no debía llegar ni a un dólar, la cuestión es que dijo que no podía darles porque no tenía dinero. En respuesta los militares la golpearon con sus armas dejándola tendida en el suelo. Esto sucedió casi frente a una misión italiana. Quienes lo vieron llevaron allí a la mujer, pero ya estaba muerta, ella y el niño que llevaba en su cuerpo. Una misionera italiana se quejó al alcalde de aquella salvaje brutalidad y él, después, fue a quejarse al coronel del destacamento militar. La respuesta que obtuvo llegó por la noche, un grupo de militares aparecieron en su casa, lo sacaron fuera, le dieron una paliza que casi le costó la vida y luego quemaron su vivienda.

Como a nadie le convenía tener de enemigos a los militares, Miguel accedió a llevarlo. El ejército no disponía de vehículos, de forma que los militares de graduación se limitaban a requisar al primero que pasara para llevarlos. Los soldados, por su parte, cuando querían ir de una población a otra, les bastaba con robarle la bicicleta al primero que encontraran a su paso.

El coronel no viajaba solo, sino con su familia, de modo que tuvimos que esperar a que se prepararan, mientras tanto, los chóferes, Marceline y yo aprovechamos para dar una vuelta por la población.

Caminando en el centro me paró un tipo para interrogarme. Iba vestido de paisano, estaba sentado en un banco delante de lo que debía ser su casa y a su lado tenía dos mujeres. Como era algo habitual no me molestó, le respondí a un par de cosas y continué mi camino junto a mis compañeros. Entonces me llamó para decirme que volviera, quería hablar conmigo. Como no le hice caso, cambió a un tono más autoritario, ordenándome que volviera donde estaba él. Le dije que teníamos que ir al camión para seguir viaje, a lo que respondió que eso a él no le importaba. Si me decía que quería hablar conmigo tenía que ir allí. Le pregunté quién era él. Envaneciéndose, su respuesta fue: soy capitán del ejército, y en esta población soy la autoridad.  No le creí y le pregunté a Teo. Él dijo que sí, era cierto.

Fue un interrogatorio informal, en realidad su único propósito era sacarme dinero

Fue un interrogatorio informal, en realidad su único propósito era sacarme dinero. Me preguntó si tenía visado, le dije que sí y entonces me pidió el pasaporte para verlo. Solía ser el recurso para conseguir dinero con el chantaje, tener el pasaporte en su poder era poseer en sus manos a su dueño. No recuerdo bien qué excusa le puse, pero no se lo di, aunque hablando de una forma amistosa para no contrariarlo. Pese a todo, acabó pidiéndome dinero, eso sí, también de forma amistosa, como para que yo evitara tener problemas

El episodio con los militares de Faraji me sirvió como excusa para decirle que el dinero se lo habían quedado ellos cuando nos detuvieron para el control.  En principio no sirvió para desistir de su pretensión, diciéndome que los militares de Faraji eran una cosa y otra la población en la que estábamos, él no tenía nada que ver con ellos. Le dije que se lo habían quedado todo, pero no me creyó. Entonces usé a los chóferes para que lo corroboraran. Ellos asintieron y el capitán de la policía se retorció en su asiento como incómodo, finalmente dijo que algo más tendría, que al menos le comprara unas cervezas. ¿Unas cervezas?, repetí medio sonriéndome al ver su insistencia por sacarme algo. Sí -volvió a manifestar-, una para mí y dos para mis damas -dijo señalando a las mujeres que tenía a su lado.

Aquel capitán no llevaba uniforme ni armas, ni siquiera estaba trabajando, por lo que no podía tomármelo muy en serio.  En los últimos meses ya había adquirido bastante experiencia con policías y militares corruptos en los distintos países que había estado para no dejarme intimidar, de manera que únicamente le repetí que no tenía dinero y que nos íbamos, en el camión nos esperaban para partir. Justo en ese momento apareció el ayudante que nos buscaba para decirnos que el coronel ya estaba listo.

Al coronel lo acompañaba su esposa, una mujer fornida, rellena de carnes y más joven que él, sus dos hijos pequeños, dos soldados, cuatro cabritos y algunos enseres. Todos subieron sobre la carga, sin embargo el coronel quiso meterse en la cabina. El chófer le dijo que allí no había sitio y le sugirió que subiera sobre la carga. El coronel se lo tomó como una ofensa, diciendo que él era coronel de ejército y no podía ir en la carga con los demás, como si fuera un bulto. La situación no sólo resultó embarazosa, sino también cómica, el coronel suplicando ir en la cabina ante la negativa del chófer. Entonces el coronel se dirigió a Miguel: “Monsieur Souza, comprenda usted que yo no puedo ir subido ahí arriba”, le decía, en tono de súplica, mientras Miguel miraba para otro lado sin responder. Como el coronel seguía insistiendo, Miguel le respondió: ¿pero no ve que aquí no hay sitio, que es imposible? Pero el coronel se negaba a subir con los demás: no, no, -decía-, yo tengo que ir aquí. Parecía una disputa infantil que hasta cierto punto me resultaba divertida.

El coronel se lo tomó como una ofensa, diciendo que él era coronel de ejército y no podía ir en la carga con los demás

En vista de que nadie cedía, decidí dejarle mi sitio al coronel. Miguel me cogió del brazo para retenerme, diciéndome en portugués que dejara que subiera él arriba. En realidad a mí no me importaba y subí. Nada más arrancar pensé por qué no me habría subido antes, entre los sacos uno podía acomodarse medianamente confortable, pero lo mejor era la deliciosa brisa que soplaba allí, ya no padecía el horrible calor que hacía en la cabina y disfrutaba de mejores vistas, tenía posibilidad de removerme, estirarme y cambiar de posición, la tortura de la cabina ahora se había transformado en placer. Por otra parte también resultaba más entretenido, la gente comentaba cosas, contaba chistes, se reía. Teo, que ya no había vuelto a tocar volante desde el puente, me había dicho que estaba mal de la espalda y por eso no conducía. Era el principal animador.

Con la comitiva que acompañaba al coronel el sitio había disminuido, yo era el único que no iba tumbado entre los sacos, sino sentado para no perderme nada del recorrido. Iba situado cerca de Teo y junto a él se colocó la mujer del coronel, tumbada de costado. Era alta, de fuerte complexión, rellenita de carnes pero bien proporcionada, con la piel tersa y brillante, una digna esposa para el coronel. Se había colocado en el mismo sentido de la marcha y de espaldas a Teo, justo en su misma posición y a escasos centímetros.  Aquí empezó la chanza que durante una largo rato del recorrido nos amenizó el viaje. En principio, Teo se limitó a hacer gestos y muecas en silencio tras la esposa del coronel en referencia a su cuerpo y en especial a su sobresaliente trasero, gestos y mímica que traducían los lujuriosos pensamientos que pasaban por su cabeza. Aquella mofa despertó las risas entre todos los pasajeros, atentos a lo que hacía Teo y que la mujer, al estar de espaldas, era la única que no se enteraba.

Quizá viendo las risas que provocaba en los demás, Teo se vino arriba y de los gestos pasó a las palabras, haciendo comentarios picantes dirigidos a ella, los cuales yo no podía entender pero si deducir por las risas que causaban en los demás. Ella, en lugar de recriminar su comportamiento, le siguió el juego respondiéndole sin mirarle, dando pie a que él continuara en lo que a simple vista parecía ser un flirteo. La moderación no le duró mucho a Teo y, dado que sus galanteos y bromas picantes no sufrían el rechazo de ella, a lo sumo leves reproches que más que parar lo incitaban a continuar, pasó a la acción

De pronto empezó a palpar y palmear el macizo trasero de ella, quien, sin siquiera mirar atrás, se limitaba a sacudirse las manos de encima como si espantara moscas. Si hacer bromas picantes con la esposa del coronel ya me parecía demasiado atrevido, ver además como Teo le palpaba el culo ya era traspasar los límites de la osadía, y sin embargo el juego no acabó allí. Quizá el hecho de que ella no se quejara demasiado propició que Teo fuera más allá, dejando el acoso del flanco trasero para pegarse a ella y tomarla por la delantera, agarrándola por detrás sus grandes pechos y agitando las manos como para sopesar el gran volumen que sostenían, hecho que aún quedaba más exagerado con los saltos del camión y el balanceo que originaba la velocidad sobre un terreno irregular, provocando las risas enloquecidas de todos los pasajeros. Incluso los dos soldados reían igual de divertidos.

Si hacer bromas picantes con la esposa del coronel ya me parecía demasiado atrevido, ver además como Teo le palpaba el culo ya era traspasar los límites de la osadía

A mí me divertía y me escandalizaba a la vez, sobre todo si el coronel se enteraba de lo que estaba pasando sobre la carga. La imagen de Teo pegado por detrás a la esposa del coronel mientras la cogía por sus pechos era ya de por sí bastante descarada, pero además de eso pegaba su cara a la de ella y le decía cosas al oído, quizá galanterías o tal vez obscenidades, a la vez que soltando los pechos colocaba sus manos sobre las curvadas y voluminosas formas de ella sin excesiva oposición. Le recordé a Teo que el marido de ella viajaba en la cabina, y él me respondió con una sonrisa pícara guiñándome un ojo.

El viaje continuó sin más incidencias, hasta que paramos a las dos de la mañana para descansar, aunque no mucho, pues nos levantamos a las seis para proseguir. Sólo quedaban unas tres o cuatro horas para llegar a Dungu. La última avería sucedió a una hora para la llegada, tuvimos un pinchazo. Un simple pero serio problema, llevábamos herramientas para cambiarla, pero no llevábamos rueda de repuesto. Alphonse, el mecánico, se las tenía que ingeniar para solucionar el problema. Lo primero que hizo fue sacar la rueda, mientras el ayudante iba a por agua de un riachuelo que había cerca. En el cubo de agua descubrió por dónde se escapaba el aire de la cámara, recortó un parche de una cámara vieja y lo pegó con pegamento. Había reparado el pinchazo, pero quedaba el último paso: hinchar la rueda. Le pregunté a Alphonse: ¿y ahora qué, cómo hinchamos la rueda?.  Él me respondió como otras veces: no hay problema, Marco. Me quedé expectante para descubrir qué se inventaba Alphonse esta vez.

Vi que manipulaba la válvula del neumático para hacer un reglaje y acoplarle después un latiguillo del calderín de los frenos, entonces el chófer puso en marcha el camión y empezó a pisar el freno, cada vez que lo hacía le metía aire a la rueda. Nos habíamos quedado casi sin frenos, pero Alphonse había solucionado el problema, aquel chico de diecinueve años era un crack de la mecánica.

Después de casi cinco días de viaje llegamos a sentirnos todos como una familia, especialmente con los chóferes, el mecánico, Miguel el portugués y Marceline, la chica que llevaba con ella dos sacos de lentejas. Yo además había sido el destinatario de todas las atenciones y privilegios de mis compañeros sin excepción.  El viaje más duro de mi vida se había convertido en el más gratificante.

Congo, marzo de 1992

Archivado en

Suscríbete a Diario de Huesca
Suscríbete a Diario de Huesca
Apoya el periodismo independiente de tu provincia, suscríbete al Club del amigo militante