En Madagascar, como en la mayoría de países africanos, cualquier viaje por pequeño que sea está sujeto a distintas circunstancias que pueden influir en el éxito o el fracaso de los planes previstos. Para empezar, nunca hay una hora de salida segura, todo depende de cuánto tarde en llenarse el autobús o el minibús, pues nunca sale hasta que está completo, y tampoco se puede confiar en lo que parece cuando el minubús se ve lleno. Es probable que los comisionistas que buscan pasajeros vayan llenando los vehículos con cebos para simular que el transporte tendrá salida inmediata cuando sólo queda un hueco por cubrir. La realidad es que cuando parece que entra el último pasajero se baja otro falso pasajero y siempre va quedando un sitio libre. Para viajar en África, la paciencia es uno de los elementos indispensables.
Me encontraba en la ciudad de Manakara, en la costa, en mi objetivo estaba hacer la travesía del canal de Pangalanes, según la guía una de las aventuras más interesantes en Madagascar. El autor no daba informaciones precisas ya que no había hecho la travesía, sólo aportaba algunas referencias, como que Mananjary podía ser el lugar para empezar y que sólo había dos formas de hacerlo: alquilar una barca a motor para cubrir largas distancias o piraguas a remo de la gente local para distancias cortas. Para llegar hasta el punto final en Tamatave se podía tardar una semana, por lo que aconsejaba llevar provisiones de agua y comida para esos días. Lo que hacía interesante aquel viaje era el terreno virgen e incomunicado con el resto del país, de hecho la única vía de comunicación era el propio canal. Los pobladores que vivían en algunas pequeñas aldeas a orillas del canal jamás habían salido de allí, incluso ni siquiera hablaban el malgache sino su propia lengua. Se decía que eran gente sin civilizar, salvaje, los propios malgaches tenían miedo de ir allí, pues creían que eran gente peligrosa. En realidad todo lo que me contaban los malgaches eran leyendas y supersticiones, ninguno había comprobado nada de lo que se decía.
A las siete de la mañana llegué a la explanada donde salían los taxi-brousse, viejos peugeots rancheras que hacían de taxis colectivos. Había muy pocos transportes, pero uno de ellos iba para Mananjary y yo era el primer pasajero en llegar. Mientras esperaba a que fueran llegando más pasajeros con destino a Mananjary, los otros taxi- brousse fueron llenándose y partiendo, hasta que quedamos solos el chofer de mi vehículo y yo, nadie más había llegado para ir a Mananjary. A las nueve de la mañana el chófer desistió y regresó a su casa para volver a la mañana siguiente. Yo también tuve que regresar al hotel en espera de tener más suerte al día siguiente.
Un día más tarde volvió a repetirse la misma historia, de nuevo era el único pasajero con destino a Mananjary. En vista de que iba a suceder lo mismo que el día anterior, traté de negociar el viaje para mi solo preguntándole cuánto me cobraba por llevarme. La cuenta fue clara, sólo tuvo que multiplicar el valor de un pasajero por nueve que era la ocupación completa del taxi-brousse. No me parecía justo tener que pagar por el viaje completo cuando iba a ir solo, pero el chófer no bajó el precio. Si quería ir tenía que pagar el pasaje de todas las plazas. Antes de quedarme otro día más estancado en Manakara tuve que aceptar, pero poniendo una condición: si por el camino encontrábamos pasajeros quien iba a cobrar era yo. El chófer estuvo de acuerdo. Después de pasar por su casa para comer y cogerse algo, partimos, por delante teníamos una distancia de 163 kilómetros.
Una vez en camino no tardamos mucho en encontrar los primeros pasajeros, eran dos. A ellos siguieron otros, quienes hacían trayectos de pocos kilómetros, todos se mostraban igual de extrañados cuando antes de bajarse del vehículo a la hora de pagar el chófer les decía que me pagaran a mí. Después de todo iba a poder recuperar algo del dinero que me costaba ir a Mananjary.
Todos se mostraban igual de extrañados cuando antes de bajarse del vehículo a la hora de pagar el chófer les decía que me pagaran a mí
En la primera parte del viaje sufrimos las incidencias menores, como tener que atravesar un puente construido por los franceses y que desde que dejaron el país no se había vuelto a hacer mantenimiento. Debido al mal estado del puente sólo podía pasar un vehículo cada vez. Me bajé del coche para observar cómo lo atravesaba otro taxi-brousse que venia en dirección opuesta. Uno de los pasajeros indicaba al chófer para que el vehículo no metiera las ruedas en el vacío de los trozos de puente que faltaban, cosa que hice yo también cuando nos tocó pasar a nosotros. En otro momento tuvimos que parar porque en la carretera había un gran árbol cruzado, alguien lo había cortado y lo había dejado allí impidiendo el paso de vehículos, quizá estaba allí desde el día anterior, cortar un árbol y cruzarlo en la carretera era un viejo método de los bandidos para hacer parar los vehículos y robarles, supuse que quizá por eso estaba ese árbol allí. No podíamos seguir, nuestro coche no era un todoterreno, y del otro lado llegó poco después otro taxi-brousse con pasajeros. Al final entre todos se pudo mover el árbol para continuar. En otro paso del río el puente todavía se encontraba en peores condiciones y nadie osaba atravesarlo, aunque aquí para solventar el problema se había creado una especie de barcaza donde podían subir los vehículos y así llevarlos a la otra orilla.
Dejamos la carretera que iba a Fianarantsoa y tomamos el desvío para Mananjary, casi justo donde al otro lado se encontraba el parque nacional de Ranomafana (Aguas calientes), en el que yo ya había estado en un viaje anterior. Llevábamos poco más de la mitad del recorrido y justo pasar la intersección paramos para hacer un descanso y de paso tomar algo en el chiringuito que había allí. Hasta ese punto los problemas menores con los que nos encontramos se habían resuelto bien, yo viajaba cómodo en la parte delantera y la recogida de pasajeros iba aportándome algún dinero de vuelta.
Una media hora después de proseguir con el viaje nos tropezamos con el fenómeno más extraño que había visto en mi vida. Lo primero que vislumbré fue una extraña nube flotando en el aire, más que una nube parecía una mancha suspendida en el aire que a medida que avanzábamos se iba haciendo más grande. Se trataba de una nube baja, oscura y en movimiento. No pude descifrar qué era aquello hasta que no la tuvimos prácticamente encima, se había hecho tan grande que eclipsaba el sol. Se trataba de una plaga de langostas.
No pude descifrar qué era aquello hasta que no la tuvimos prácticamente encima, se había hecho tan grande que eclipsaba el sol. Se trataba de una plaga de langostas
El cielo y el suelo se había cubierto de langostas enormes, unas cinco veces el tamaño de un grillo. Estaban sobrevolando el cielo, llenando los árboles y descansando sobre la carretera, millones y millones de esos insectos. Era impresionante. El cielo había quedado opacado por aquella nube interminable de langostas, imposible distinguir la carretera al estar completamente ocupada por ellas, por lo que el chofer tenía que conducir a baja velocidad y con el limpiaparabrisas accionado para quitarse de encima las langostas que echaban a volar a medida que el coche atravesaba la carretera. Habíamos cerrado las ventanillas, aún así las langostas se colaban dentro del coche a través del conducto del aire. La visión era estremecedora.
En el exterior vimos alguna persona caminando entre la nube de langostas intentando refugiarse en alguna parte, yo mismo no pude resistir la tentación de bajarme del coche para descubrir la sensación de estar rodeado de esa plaga. Lo primero que sentí fue docenas de impactos de las langostas chocando contra mi cuerpo, recuerdo que sólo tenía que alzar la mano y al cerrarla podía atrapar varias langostas a la vez. La sensación de estar allí al aire libre no era muy agradable, por lo que opté por meterme de nuevo dentro del coche.
Calculé que tuvimos la plaga de langostas sobre nosotros durante una distancia de entre doce y catorce kilómetros, ambos avanzábamos en direcciones opuestas, por lo que la plaga debía tener cerca de los veinte kilómetros de larga por unos cinco de ancha. Las langostas iban devorando a su paso todos los cultivos, más adelante me encontraría con otras dos plagas en otros lugares del país. Antes de abandonar Madagascar leí que las langostas se habían comido todas las plantaciones de arroz. Madagascar no disponía de medios para erradicar la plaga, únicamente llegaron dos avionetas de Sudáfrica para fumigarlas con insecticidas, pero sirvió de poco.
Más adelante, después de habernos alejado de las langostas apareció en la carretera un hombre levantando la mano con evidentes síntomas de ansiedad. Le explicó algo al chófer y se metió dentro de una pequeña casa que había junto a la carretera, saliendo poco después con un niño en brazos y la cabeza cubierta con algo parecido a una toalla completamente ensangrentada. Subieron a la parte de atrás y arrancamos, teníamos que llevarlos al hospital de Mananjary. El padre contó que el niño se había caído de lo alto de un árbol y se había abierto la cabeza.
De vez en cuando yo miraba hacia atrás para ver al niño, no decía ni se quejaba de nada, creo que estaba consciente, pero se veía que había perdido mucha sangre. Había que llevar a ese niño al hospital cuanto antes y aún quedaba bastante para llegar, encima el chófer iba bastante lento, por lo que le pedí que fuese más rápido, la vida del niño estaba en peligro. El chófer me dijo que no podía ir más rápido. Al preguntarle por qué, respondió que no tenía frenos. Ya había notado que íbamos todo el rato más lentos de lo normal, le reproché aquella irresponsabilidad. Si no tenía frenos, ¿cómo se le ocurría ponerse en camino con el coche sin llevarlo antes a un taller?
El chófer me dijo que no podía ir más rápido. Al preguntarle por qué, respondió que no tenía frenos.
Ahora teníamos dos problemas, la vida del niño y la de todos al ir en un coche sin frenos.
Por suerte no encontramos ningún otro vehículo durante el camino, la carretera era toda para nosotros, pero a falta de media hora para llegar al destino surgió algo que no había previsto. En la carretera no había vehículos, pero al salir de una curva nos encontramos de frente con un rebaño de cebús.
Sucedió lo imaginable, por más que el chofer pisó el freno el coche bajó un poco su velocidad pero no se detuvo, impactando contra el último cebú del grupo y partiéndole una pata trasera.
El pastor vino hacia nosotros enfurecido poniéndose a discutir con el chófer, quien salió del coche para darle explicaciones. No entendía lo que se decían, pero al pastor se le veía bastante cabreado, creo que le exigía el pago del cebú, sin embargo el chófer se negaba. Tuve que salir del coche para decirles que dejaran de discutir, en el coche iba un niño gravemente herido que teníamos que llevar urgente al hospital. No sé si el pastor entendía francés, seguramente no, pero le indiqué el niño con la cabeza envuelta ensangrentada que iba con su padre en el coche y le pedí al chófer que subiera para marcharnos, que arreglaran eso más tarde. El chófer me hizo caso y partimos de allí dejando al pastor con su enfado y el cebú malherido tirado en la carretera.
Aquel incidente confirmaba que ninguno de los que íbamos en el coche estábamos seguros si por cualquier circunstancia nos veíamos obligados a frenar. Por fortuna llegamos a Mananjary sin más problemas después casi seis horas de viaje. Lo primero fue ir al hospital, un pequeño edificio de planta baja que, para una ciudad de poco más de 30.000 habitantes. Seguramente debía contar con escasos recursos.
El padre entró con su hijo en brazos y partimos, el chófer me llevó a un hotel y allí dimos por finalizado el viaje. En África siempre hay que esperar que cualquier cosa puede suceder, desde lo más habitual como una avería, a lo más inesperado, como que la propia policía en un control de carretera secuestre el vehículo con los pasajeros dentro como rehenes para pedir dinero a cambio.
Madagascar, abril de 1998