Darra, ciudad sin ley

Una inquietante visita al mayor mercado negro internacional de armas y de drogas, "escoltado" por unos ciudadanos empecinados en extraer alguna "mordida"

Marco Pascual
Viajero
01 de Octubre de 2023
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Personas con armas en Darra, auténtica ciudad sin ley
Personas con armas en Darra, auténtica ciudad sin ley

Había llegado a Peshawar, norte de Pakistán. La primera sensación que tuve al llegar es que parecía haber retrocedido en el tiempo un par de siglos.

Desde el primer momento Peshawar me fascinó, su gente, su forma de vida, sus costumbres, se podía decir que era como la capital de todas las áreas tribales que se encontraban a su alrededor. Los pashtunes eran la etnia mayoritaria en Peshawar y todo el valle del Khiber, por lo tanto en Peshawar se hablaba pashtún, aunque el urdu se entendía en toda la ciudad. Lo que no se conocía era el inglés, que sin embargo se hablaba en el resto del país.

La primera noche en mi hotel, a eso de las diez, de repente me sobrecogió el sonido de disparos de armas de fuego en el exterior. A los primeros disparos enseguida empezaron a sumarse muchos más en una reacción en cadena donde se distinguían además ráfagas de ametralladora procedentes de diferentes partes, de la calle e incluso de las terrazas o los tejados vecinos. Temeroso de que pudiera entrar alguna bala, apagué la luz y me bajé de la cama para situarme agazapado en el rincón más alejado de la ventana. Como tampoco se escuchaban voces, no tenía ni idea de lo que estaba pasando, supuse que se trataba de algún enfrentamiento entre la policía y alguna banda de malhechores. Unos diez minutos más tarde cesaron los disparos y de nuevo se hizo el silencio. Ni una sola voz.

A la mañana siguiente, cuando bajé a la recepción, pregunté qué había pasado la noche anterior, el recepcionista no sabía que hubiera pasado algo, por lo que tuve que relatarle los disparos que estuvieron sonando durante un buen rato junto al hotel. El recepcionista me dijo que no me preocupara, sólo era que allí la gente tenía la costumbre de salir a la calle o a las azoteas antes de ir a dormir y disparar sus armas al aire. 

Salí a desayunar, lo primero que encontré fueron algunos puestos en la calle donde vendían comida cocinada, a mis ojos cosas extrañas y de un aspecto poco apetecible, pero también había algún otro puesto exhibiendo elaboraciones dulces en forma de bolas de diferentes colores. Se trataba de postres tradicionales hechos a base de zanahoria, diferentes frutas frescas y frutos secos, con mantequilla y azúcar.  Compré cuatro de esas bolas de diferentes colores y al lado en un puesto de frutas pedí una jarra de zumo de naranja natural hecho allí mismo. La primera parte del desayuno estuvo deliciosa, luego entré a un café a cielo abierto, sin puertas ni paredes, y me senté a una mesa junto a un paisano que tomaba un naan, un pan redondo y plano parecido al chapati hindú que se come caliente, y un té, quien colgado al hombro llevaba un kalashnikov. 

En principio me sorprendió esa visión, poco después fui dándome cuenta de que ir armado en la calle era otra costumbre habitual entre los pashtunes, para ellos el complemento ideal a su vestimenta era llevar un arma de fuego, cuanto más grande más prestigio representaba. Alguno llegó a decirme que allí para un hombre salir de casa sin un arma era como salir desnudo. Aquello ya dejaba claro el enorme culto a las armas que existía en esa parte del país.

"El complemento ideal a su vestimenta era llevar un arma de fuego, cuanto más grande más prestigio representaba. Alguno llegó a decirme que allí para un hombre salir de casa sin un arma era como salir desnudo"

Después de ver la parte nueva de la ciudad, me parecía inimaginable que pudiera existir otra aún más vieja, me animaba la curiosidad por atravesar la frontera entre las dos. No me decepcionó, parecía que el más de un millón de habitantes que tenía se encontraban allí mezclados en una maraña humana sorteando obstáculos en las calles principales y más concurridas. Sólo cruzar el puente que separaba la ciudad nueva de la vieja era como retroceder cien años más. El profundo aspecto arcaico que reflejaba el conjunto de edificios, tiendas, puestos de venta donde se exponían comestibles de todo tipo, como reses muertas enteras colgando de un travesaño a los productos tradicionales y ancestrales que formaban parte de su vida y costumbres. Todos los artículos que podían verse, desde cuencos enormes, vasijas gigantes, bandejas de cobre o estaño a quincallas en general, todo era de producción nacional, sin olvidar los apreciados productos artesanales como las mantas de lana con  las que muchos se abrigaban para salir a la calle, como de las elaboradas y caras alfombras.

A eso se añadían los vendedores ambulantes que transportaban sus variadas mercancías en bicicletas, pequeños asnos que cargaban con canastas de frutas u hortalizas, reatas de asnos más grandes que acarreaban mercancías para abastecer a las tiendas o cargando materiales para la construcción, carros de bueyes transportando mercancías más pesadas y animales domésticos de cualquier clase mezclándose entre la gente. Tampoco faltaban asadores de brochetas de carne o de otros productos, hornos para hacer y vender naans, el principal alimento de los pashtunes, destinados a los viandantes que poblaban las calles.  En aquel primitivo teatro de la vida tampoco faltaban los charlatanes que intentaban atraer y convencer a la gente para que les compraran sus mágicas pócimas contra todos sus males.

La estética medieval de los edificios era acompañada por el entramado de cables que surcaba el cielo entre las casas. La suciedad de las calles también formaba parte inseparable dentro del conglomerado de seres y cosas que ocupaba la ciudad, aunque lo peor era el polvo que levantaban animales, personas y motocarros, sobre todo en  la zona de Khyber Bazar, el mercado al aire libre más grande de Peshawar, donde se concentraba la más alta densidad de comercios, gentes, animales, autobuses y cientos de motocarros que hacían tortuoso el hecho de caminar. De todos los lugares, posiblemente el de mayor interés por su significado era el Kissa Khawani Bazar. En esta calle residía la más importante herencia histórica de la ciudad, aquí era donde antiguamente paraban las caravanas de mercaderes a descansar y tomar té, dedicándose también al intercambio de mercancías.  En la actualidad aún existían las Kehwa Khanas, tiendas para tomar el té, conservando su romántico exotismo mezclado con la afluencia de hombres de diferentes tribus llegados de distintas zonas, quienes, después de haber hecho algún trato, se acercaban a ese lugar para tomar té. Aquella amalgama de gentes y de cosas constituía un fascinante regalo para la vista y los sentidos.

Después de los primeros días de empaparme de la ciudad era el momento de buscar nuevos objetivos, uno de ellos visitar la población de Darra, de donde nunca había oído hablar hasta llegar allí. Se encontraba en un área tribal cercana a la frontera con Afganistán, su principal interés ser un centro de fabricación y comercio de armas, donde se había establecido un verdadero mercado negro internacional y no sólo de armas,  sino también de drogas.  En la guía decía que Darra era un lugar fuera de los límites para un extranjero, de hecho, era incluso un terreno vedado para la policía pakistaní.

"El principal interés de Darra es ser un centro de fabricación y comercio de armas donde se había establecido un verdadero mercado negro internacional, y no sólo de armas, sino también de drogas".

Después de hacer algunas averiguaciones supe que podía ir, pero necesitaba un permiso de la policía, de modo que fui allí a solicitarlo. Me pasaron al despacho de un oficial y lo primero que preguntó fue que para qué quería ir. En principio no parecía dispuesto a darme el permiso, tuve que responder a varias cuestiones y finalmente tras mi insistencia dio su conformidad, aunque con condiciones. Harían un documento en el cual firmaría que yo era el único responsable de mi viaje a Darra, donde se decía que estaba en viaje de turismo y ese era mi único propósito allí, donde sólo estaba autorizado a permanecer un día.  El documento especificaba que tenía autorización de la policía de Peshawar para ir a Darra y que mi permiso era de un día, según me especificó el oficial de policía, pues estaba escrito en urdu, el idioma oficial pakistaní. Debía conservarlo conmigo en todo momento, ya que ese papel tendría que mostrarlo a la policía pakistaní antes de entrar en el área de Darra. Era mi salvoconducto para poder visitar la población.

El primer intento resultó fallido, llegué a la supuesta estación (un descampado) donde salía el autobús y, tras preguntar a varias personas cuál era el que iba a Darra sin tener respuesta, alguien me indicó uno con la mano y me subí a él. El destino no era Darra, sino otro lugar, localizado igualmente en un área tribal.  Al día siguiente tuve que volver a la policía para solicitar de nuevo otro permiso, después de las reticencias del oficial, me renovó el permiso y me escribió en un papel en nombre del lugar donde salía el autobús para que se lo diera al taxista.

Los autobuses en Pakistán son los más exóticos del mundo, al menos en el norte eran camiones reconvertidos, los cuales estaban altamente tuneados con adornos de diferentes tipos, variados dibujos pintados y mucho colorido, y lo mismo sucedía en el interior en la parte delantera del conductor.  Mis acompañantes en el autobús parecían sacados de un histórico museo etnográfico, sólo con observarlos suponía un excelente entretenimiento para mí, iban cargados con bultos, pollos vivos, mercancías que llevaban en viejos sacos seguramente procedentes de algún mercado, había que acomodarse como se podía entre tanta cosa.  Lo que más atraía mi atención era la gente, sus vestimentas y atalajes, pero sobre todo sus rostros surcados de gruesas arrugas, las barbas blancas de los más ancianos y sus miradas impenetrables, quienes con su tradicional forma de vestir me transportaban a una época medieval. Imposible no mantener despierta la curiosidad.

"Los autobuses en Pakistán son los más exóticos del mundo, camiones reconvertidos altamente tuneados con adornos de diferentes tipos"

No sé por qué pensaba que el destino del autobús era Darra, pero no, yo fui el único pasajero que se bajó allí y el autobús continuó. Me dejaron en la carretera, pero Darra en realidad era un pueblo relativamente pequeño, por lo que no fue difícil encontrar la entrada.

Al poco de adentrarme en la calle principal se me acercó un tipo y me dijo algo que no entendí, le respondí en inglés, lengua que él tampoco conocía.  Luego, por sus gestos entendí que me estaba pidiendo un papel, supuse que se refería al salvoconducto que ya había tenido que mostrar en un check point a la policía. Este tipo inspiraba poca confianza, vestía a la forma tradicional en aquella área tribal cubriéndose con un cochambroso abrigo de estilo militar y una boina caqui, colgándole del hombro un kalashnikov. Le pregunté quién era él, supongo que debió entenderme, pues me respondió con la única palabra que debía saber en inglés: “police”.  Le quedé mirando incrédulo, su aspecto se asemejaba más al de un bandido que al de un policía.  Viendo mi desconfianza, entonces matizó: “tribal police”.

Lo cierto es que el oficial de policía en Peshawar ya me había dicho que cuando llegara a Darra dos policías locales me escoltarían para mi protección. Aquella zona pegada a Afganistán era zona tribal y al parecer todo ese territorio estaba controlado por su propia policía, es decir, en realidad por los jefes tribales de la zona, ni el ejército ni la policía pakistaní entraban allí.

Al poco se acercó otro de esos policías tribales y ya más convencido les mostré el salvoconducto, el cual seguramente no entendían lo que decía, pues ellos debían hablar el pashtún o alguna otra lengua, pero observaron el sello de la policía de Peshawar y eso les bastó.  Me devolvieron el papel y me indicaron que los siguiera. Intenté preguntarles algunas cosas, pero fue inútil, no sabían inglés.

Continuamos por la calle principal. Dado que los escoltas no me iban a servir como fuente de información, me dediqué a observar por mi cuenta. En apariencia Darra era una población normal, lo único que extrañaba era la ausencia de mujeres, no se veía ni una sola en la calle, aunque eso en un país musulmán no era de extrañar, en cambio si había bastantes niños. Dos eran los lemas de los pashtunes en Darra, el primero hacer muchas armas, el segundo hacer muchos niños. Supongo que el segundo lema era para poder seguir manteniendo el primero, ya que el oficio de construir armas pasaba de padres a hijos.

A pesar de ser un pueblo tranquilo, sin tráfico y sin apenas gente en las calles, no era un pueblo silencioso. Desde mi llegada no había dejado de escuchar el permanente sonido de disparos, la razón era porque una vez terminadas las armas se probaban, y por otra parte los compradores cuando iban a comprar un arma antes la probaban disparando en la parte posterior o en la misma calle frente a la tienda, cosa que no tardé en comprobar cuando salió un tipo de una de ellas y justo a mi lado se puso a disparar al aire con una pistola.

"Toda la gente con la que me cruzaba llevaba pistolas a la cintura o metralletas al hombro"

Toda la gente con la que me cruzaba llevaba pistolas a la cintura o metralletas al hombro. En la calle principal, de aproximadamente un kilómetro de larga, era una sucesión de tiendas de armas a ambos lados, yo las miraba asombrado, eran auténticos arsenales de armas de todos los tipos y calibres.  Mis escoltas me animaron a entrar en una de las tiendas, de modo que entré. La tienda estaba realmente bien surtida, principalmente distintas clases de pistolas, rifles y ametralladoras, todo perfectas réplicas de una más que aceptable calidad a simple vista. Con un gesto de la mano uno de los policías me señaló que podía escoger cualquier arma a mi alrededor. ¿Me está insinuado que compre un arma?, pensé.

El vendedor de la tienda entró en acción diciéndome con un gesto de la mano que me acercara al mostrador. Acto seguido sacó varias metralletas del estante y las puso delante de mis ojos.  Como yo no hacía nada, me obligó a cogerlas en mis manos para que pudiera apreciarlas mejor y así decidir cuál de ellas me podía interesar más. Los escoltas, por su parte, insistían incitándome a que escogiera una.  Al dueño, que hablaba un poco de inglés, le dije que no estaba interesado. Sin decir nada recogió las armas y a continuación sacó varias pistolas colocándolas delante de mí. Como yo seguía sin hacer nada, tomó la iniciativa él poniendo una de ellas en mi mano, al tiempo que intentaba seducirme con sus maravillosas cualidades. Como no tuvo éxito, entonces sacó el arma más popular en el mundo: una AK-47, más conocida como Kalashnikov, y me dijo: ésta es perfecta para ti.  Cuando empezó a relatarme sus excelencias tuve que decirle que no podía comprarla, en mi país no estaba permitido andar por la calle con una de esas. Como si no me creyera, él decía: no, no hay problema. Por un momento pensé que eso parecía un bazar árabe en el que el turista tiene que salir de la tienda con una u otra cosa.

El vendedor estaba empeñado en venderme algo, sugiriéndome, casi obligándome, a que pasara detrás del mostrador, colocándome de nuevo el Kalasnikov entre las manos y haciéndome pasar a la parte posterior, donde le metió un cargador lleno de balas haciéndome el gesto de que podía disparar al muro que teníamos en frente. Intuí que, si no compraba el arma, al menos pretendía cobrarme las balas que usara al disparar. Me deshice el arma como si fuera algo que quemara y regresé a la tienda dispuesto a marcharme. Sin embargo, aquel hombre no parecía dispuesto a rendirse, antes de salir me dijo que esperase un momento, le quedaba el último intento, quizá pensando que a eso no podría resistirme.

Con algo de misterio, sacó de debajo del mostrador algo aparentemente inofensivo: un bolígrafo.  El bolígrafo era metálico y escribía como cualquier otro, incluso era de un tamaño muy similar, pero al abrirlo por la mitad y quitarle la carga de tinta, se convertía en una pistola introduciéndole una bala diminuta.  Se cerraba a rosca y bastaba pulsar el botón posterior para accionar el percutor y disparar la bala, la prueba definitiva de que allí se fabricaba todo tipo de armas. El vendedor lo colocó en el bolsillo de mi camisa dando a entender que allí quedaba disimulado como un bolígrafo cualquiera. El hombre creyó que aquel peligroso juguete resultaría irresistible para mí, pero lo decepcioné negándome a comprarlo y marchándome de allí.

Por la cara que ponían mis escoltas al salir no parecían muy contentos, seguramente esperaban que comprara algo para llevarse una comisión. Intentaron llevarme a otras tiendas, pero yo me limitaba a verlas desde el exterior, vista una vistas todas. Además no deseaba verme envuelto otra vez en la misma tesitura de una absurda negociación.

Desencantados conmigo, los escoltas probaron con otra cosa al ver a un hombre sentado en la puerta de su casa fumándose un porro. Por lo que creí entender me preguntaron si eso me interesaba. Al no ofrecer una respuesta concreta, uno de ellos me cogió por el codo para que los siguiera llevándome a una casa, pasamos dentro y por señas me indicaron que esperase mientras iban en busca del dueño. Al momento aparecieron con un hombre de mediana edad bien vestido y educado que me saludó en inglés. Después de pedirme que tomara asiento me preguntó si deseaba tomar té o café, pero rechacé ambas cosas y pasamos directamente a los negocios, sentándose a mi lado y preguntándome qué quería. Aunque tenía mis sospechas, realmente no sabía lo que podía comprar allí. Le pregunté qué podía ofrecerme.  Él se levantó y dijo que esperase un momento, desapareciendo por la puerta que había llegado y regresando un par de minutos más tarde. Traía algo parecido a una pastilla de chocolate, me lo mostró, lo abrió de un lado y a continuación lo puso en mis manos. No hacía falta ser un entendido para saber que eso era hachís puro. Sinceramente, no sabía qué hacer con eso en mis manos.  Lo olí como quizá hubiera hecho un entendido, aunque creo que no pude ocultar mi ignorancia sobre eso. Me arrebató la pastilla y le dio en una esquina con la llama de un mechero, seguido presionó con sus dedos, los separó y mostrándomelos me dijo: es la mejor calidad.

"Traía algo parecido a una pastilla de chocolate, me lo mostró, lo abrió de un lado y a continuación lo puso en mis manos"

Imaginé que la resina pegada a sus dedos significaba el grado de calidad del material, de modo que dando por hecho que era buena le pregunté cuál era el precio. Él respondió que cuánto quería, yo a mi vez le pregunté que cuánto podía ofrecerme.  Dijo que dependía de para cuándo lo necesitaba, si era para el día siguiente, sólo disponía de una tonelada.

Evidentemente no cerramos ningún trato, yo sólo deseaba salir de allí, aquella extraña situación me creaba temor y mucha desconfianza.

A mis escoltas no parecía gustarles que sólo fuera un extranjero curioso. Si no compraba nada no podían llevarse ninguna comisión, pero vieron su oportunidad cuando les dije que quería ver donde se fabricaban las armas. Me pidieron dinero. Podía averiguarlo por mi cuenta, no tenía por qué darles nada, pero creí que era mejor no tenerlos descontentos, de modo que les ofrecí algo de dinero. Al poco de haber empezado mi exploración, ya tuve la certeza de que cada casa en Darra era un fábrica de armas.

Me encontraba en un lugar único, la mayor fábrica ilegal de armas del mundo, aunque no clandestina. Tenían sus puertas abiertas a cualquier visitante, nadie se ocultaba, sino más bien parecían orgullosos de mostrar su trabajo, en  la planta baja de cada casa había un taller de fabricación, usaban tornos, fresadoras y otras máquinas de precisión, aunque podía decirse que eran talleres artesanales con métodos tradicionales de fabricación. Con todo, conseguían reproducir todo tipo de armas de cualquier lugar del mundo con una alta calidad, pistolas, granadas de mano, morteros, ametralladoras ligeras y pesadas, incluso lanzagranadas y armas más sofisticadas, e igualmente la munición para todas las armas.  En cada casa trabajaban padre e hijos y cada taller estaba especializado en una parte concreta del arma, tanto el lugar de trabajo como el proceso de fabricación eran realmente primitivos,. Aun así se producían cada día un promedio de quinientas armas, perfectas réplicas de las originales. Mientras hubiera guerra en Afganistán y otros países del tercer mundo, tenían asegurada la producción.

Saciada mi curiosidad di por finalizado el recorrido, pero no así mis escoltas. Me hicieron seguirles saliendo fuera del pueblo, pero no lejos, a unos cincuenta metros de la parte posterior de las últimas casas. De repente se detuvieron y uno de ellos puso su Kalashnikov en mis manos. Rehusé cogerla, desconcertado y desconfiado. Prácticamente me obligó a sujetarla, no tenía ni idea de lo que estaban tramando, pero lo supe en cuanto tuve el arma en las manos. ¡Shoot! (¡dispara!), me dijo de forma imperativa.

Intenté devolvérselo de inmediato rechazando su invitación, pero mi negativa no era aceptada. !Shoot!, volvía a repetirme señalándome unas rocas a cierta distancia. Yo sólo quería desprenderme de aquel incómodo artefacto, intentaba entregárselo y él lo que hizo fue sacar el cargador para mostrarme que estaba lleno de balas. Lo introdujo de nuevo de un golpe seco volviendo a insistir que disparase.  Viendo que no quería coger el arma, lo que hice fue dejarla en el suelo y tomar el camino de regreso al pueblo. Sospechaba que su intención estaba relacionada con el cobro de las balas gastadas o el uso del Kalashnikov.

Me fui de allí lo más aprisa que pude para salir de aquella ridícula y comprometida situación, con los escoltas siguiéndome a paso ligero.  La verdad que volver a Darra tampoco me devolvía la tranquilidad completa, más escuchando el sonido atronador de los disparos que sonaban en todas partes.

Sólo al final pude deshacerme de mis escoltas diciéndoles que iba a regresar a Peshawar. Aunque muchos se negaban, pude hacer algunas fotos, pero me faltaban de quienes andaban por la calle cargados de armas, en cuanto hacía intención de apuntar con mi objetivo se negaban a que les hiciera fotos. Naturalmente no podía irritar a un tipo que llevara una cartuchera de balas cruzándole el cuerpo y una metralleta al hombro en un lugar que no había otra ley que la que ellos imponían. Me sentí un poco frustrado de no poder tomar las fotos que me hubiera gustado, pero no era cuestión de desafiar a nadie en ese lugar.

En el camino de regreso nos detuvimos en un control de la policía Pakistaní, era igual que si dejáramos atrás un país para entrar en otro. Tuvimos que mostrar nuestras documentaciones, registraron al autobús y a los pasajeros, a mi más que a nadie, por si había tenido la tentación de comprarme un arma.

Pakistán, enero de 1994

Hoy día los extranjeros no pueden visitar Darra, hace años que la policía dejó de dar los permisos

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