Un día con los pigmeos (1)

Relatos de viaje: "Me adentré en la selva con mis tres instructores de caza, preparado para afrontar la que iba a ser una experiencia única en mi vida"

Marco Pascual
Viajero
14 de Abril de 2024
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Tribu de los pigmeos en el Congo
Tribu de los pigmeos en el Congo

Me encontraba en Kasese, Uganda, en el centro de un triángulo formado por el lago Eduardo, el Congo y las montañas Ruwenzori, uno de los objetivos de viaje. En Kasese no había mucho que hacer ni que ver, por lo que ya el primer día me dispuse a preparar mi visita a las montañas. La información trajo la decepción, se organizaban expediciones guiadas con diferentes rutas, las cuales se tardaban en hacer entre cinco y siete días. Además era necesario llevar material de acampada, buena ropa para la lluvia y el frío, y había que llevar provisiones.

Por otra parte, los seis picos rondaban una altitud de 5.500 metros y cualquiera de ellos era más difícil de ascender que el Kilimanjaro. Yo era el único huésped del hotel, no había prevista ninguna expedición y tampoco encontré otros extranjeros con el mismo objetivo a los que pudiera unirme para la expedición, por lo que no me quedó más remedio que renunciar a ese plan. 

Activé el segundo objetivo. Había oído que en esa parte, justo al otro lado de la frontera en el Congo, había pigmeos, de modo que decidí ir a verlos. El asunto tampoco era sencillo, los pigmeos vivían en algún lugar de la selva y no existía un transporte para llegar allí, incluso no era fácil localizarlos al ser una tribu nómada que se movía de lugar en función de la caza, su principal y casi único recurso para sobrevivir.

Pigmeos 3
Los pigmeos confunden con su edad, siempre parecen más jóvenes

En el hotel me dijeron que había un camión que salía cada diez días para llevar provisiones a un pueblo que estaba pegado al Congo, desde allí podría intentar ir a verlos. Casualmente el camión salía al día siguiente, de modo que no podía dejar pasar esa oportunidad. Me dieron la dirección del chófer y fui en su busca para pedirle un sitio en el viaje. Cuando lo vi y le pregunté no puso inconveniente, quedamos que a las seis de la mañana pasaría a recogerme en el hotel.

En el hotel me guardaron la mochila con mis cosas, sólo me llevé una mochila pequeña con lo imprescindible, aunque no sabía cuándo podría regresar, ya que el camión se marchaba poco después de llegar y no volvería hasta diez días después. Nos detuvimos en Fort Portal, ciudad que estaba a sesenta kilómetros, allí recogían algunas de las provisiones y otros pasajeros, circunstancia que aproveché para desayunar y comprar algunos regalos para los pigmeos en una tienda de comestibles. Mientras miraba qué comprar observé algunos comestibles en los que decía en inglés: regalo de Japón, prohibida su venta.

Desde Fort Portal quedaban otros cuarenta y cinco kilómetros. A partir de allí la carretera era de tierra, sinuosa y llena de agujeros, a cambio nos ofrecía la visión de uno de los parajes más bellos de Uganda.

No era fácil localizarlos al ser una tribu nómada que se movía de lugar en función de la caza, su principal y casi único recurso para sobrevivir

El camión estaba descapotado y yo iba subido de pie en unos sacos, agarrado en una de las barras que servían para sujetar la lona del toldo retirado. El traqueteo y los saltos eran constantes, el aire fresco y las ramas que frecuentemente invadían el camino me mantenían despierto y alerta para esquivarlas sin por eso dejar de perder detalle del espectacular paisaje montañoso a mi alrededor.  Ignoraba qué iba a hacer cuando llegara al destino, cómo podría llegar a ver a los pigmeos, dónde dormiría esa noche, aunque no me preocupaba demasiado.

La emoción del viaje en sí mismo abría todas las expectativas mientras atravesábamos la montaña y llegamos a la cumbre desde donde pude observar la selva infinita del Congo en el horizonte, descendiendo después a una velocidad vertiginosa y arriesgada por un desfiladero. Captar toda la belleza salvaje de aquel lugar requería toda mi atención y no dejaba espacio para preocupaciones secundarias.

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Pigmeos en plena caza

Después de un viaje excitante, llegamos a nuestro destino casi a media mañana. Desde allí el Congo se encontraba a sólo cinco kilómetros, aunque no existía una frontera física ni nada que delimitara ambas partes.  El camión se detuvo en una explanada en el centro del pueblo, había gente esperando nuestra llegada y enseguida se acercaron rodeando el vehículo. Entre ellos alguien que se identificó como el alcalde del poblado. Le comuniqué mi deseo de ir a ver los pigmeos y le pregunté por un lugar para dormir. Aquí no hay hotel -dijo-, pero no hay problema, puedes quedarte en mi casa.  En cuanto a ver los pigmeos, por mi seguridad, me recomendó que era mejor ir acompañado por alguien, podía perderme o que me robaran los pigmeos.

El alcalde fue mi anfitrión desde el mismo momento en que llegué, hablaba inglés, era educado y amable, además se hizo responsable de mí para que no tuviera ningún problema. Me dijo que lo siguiera y me condujo hasta su casa, una simple vivienda de palos rebozada con barro, con tres habitaciones y un pequeño cobertizo que servía para cocinar, el salón era todo el espacio abierto que había en el terreno alrededor. Al lado había una caseta con puerta de madera, cerrojo y candado. Pensé que sería algún almacén, pero me equivocaba, para mi sorpresa no descubrí hasta el anochecer para qué estaba destinada aquella caseta.  Después me presentó a su mujer y diez hijos, y a continuación él mismo se encargó de buscar a alguien que conocía el camino para llegar a los pigmeos y hablaba su lengua.

Antes de partir, como tampoco había restaurante, el alcalde me dijo que su mujer se encargaría de hacer la cena para mí cuando regresara de los pigmeos.  En una hora llegamos a la frontera del Congo, una frontera invisible, pues no tenía ningún signo que identificara la entrada al país. Si lo supe fue porque la persona que me acompañaba, un chico de veintipocos años, me dijo: a partir de aquí, es el Congo.

"Nos vimos sorprendidos por un reducido grupo de pigmeos saliendo a nuestro paso de un punto de la vegetación que parecía impenetrable"

Al poco de habernos adentrado en el Congo nos vimos sorprendidos por un reducido grupo de pigmeos saliendo a nuestro paso de un punto de la vegetación que parecía impenetrable. Al verlos frente a mí, semidesnudos, armados con arcos, decorados con flores y plumas, y con la inconfundible talla que poseen, supe de inmediato que eran ellos.  Eran hombres metidos en cuerpos de niños, su estatura no sobrepasaba los 1,20 metros. De todos modos no podía equivocarme: si la naturaleza les había privado de un físico equiparable a los demás, por otro lado los había dotado de una fuerte naturaleza.

Me di cuenta de que mi acompañante sólo conocía algunas palabras de su lengua, pero fue suficiente para hacerles entender que llegaba para visitarlos. Después me presentaron  al jefe de la aldea, le tendí la mano ofreciéndole mi sonrisa y respeto, él la estrechó e hizo un gesto para que lo siguiera, había sido aceptado.

Fuimos custodiados hasta llegar al terreno donde vivían, una vez allí me invitaron a sentarme sobre las raíces de un árbol. Al momento fueron apareciendo las mujeres, los niños y el resto del poblado.  El jefe se encargó de dar explicaciones o comentar cosas sobre mi llegada con otros hombres, mientras los demás observaban con curiosidad mi presencia.

Era tan evidente que hablaban sobre mí como que me observaban con la mirada de quien ve a un intruso. Había ido en busca de un descubrimiento y era yo el descubierto, y por sus caras, no parecía que les hiciera mucha gracia. Para rebajar sus recelos y mostrar disposición de cordialidad saqué los regalos que llevaba para ellos, cosa que automáticamente acalló los comentarios entre ellos para mirar fijamente lo que traía. Los deposité en el suelo y le hice un gesto al jefe para que los tomaran.

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Marco Pascual con un pigmeo

Se acercó y se puso en cuclillas frente a mi moviendo la cabeza de arriba abajo varias veces al tiempo que sonriente cogía la bolsa de caramelos que llevaba para los niños y empezaba a repartirlos en ese mismo instante, pero no con los niños, sino con los adultos. Intenté decirle que eso era para sus hijos, señalando a los niños que veía en la última fila a nuestro alrededor. Me miró con extrañeza, pero no me hizo caso. Sólo al final, cuando ya se habían abastecido los mayores, repartió para los niños los que sobraban.

A continuación guardó el té y el azúcar con él  y repartió las cajetillas de tabaco entre los hombres y las cosas dulces entre las mujeres. Por primera vez los rostros serios de todos asomaron algunas sonrisas, los regalos habían conseguido que se desvaneciera su inicial desconfianza. Yo también me sentí mejor, parecía que finalmente era aceptado por todos. Ahora sus reservas y miradas de recelo se habían convertido en curiosidad, observándome como algo exótico.

Había ido en busca de un descubrimiento y era yo el descubierto, y por sus caras no parecía que les hiciera mucha gracia

Mientras el jefe repartía los regalos aproveché para recrearme en la visión de sus cuerpos menudos pululando alrededor de mí. Llevaban poca ropa, en su mayoría los hombres vestían pantalones cortos con el torso al descubierto, salvo el jefe y su padre, que los llevaban largos, y las mujeres únicamente una especie de faldita corta hecha con materia vegetal.

Mi guía me explicó que las ropas provenían de unos misioneros que había en Fort Portal y dos veces por año los visitaban para llevarles ropas y medicinas, pero, por alguna razón desconocida, las mujeres jóvenes seguían llevando su vestuario tradicional. Sólo vi a las más mayores o ancianas llevando los vestidos llevados por los misioneros. Los niños, por su parte, carecían de cualquier prenda y hasta la adolescencia iban completamente desnudos. No vi que llevaran adornos o decoración alguna en sus cuerpos, tampoco portaban amuletos ni exhibían ninguna caracterización tradicional por algún tipo de fetichismo. Por lo visto sus creencias no los obligaban a definirse de ninguna forma, eran pragmáticos y poco complicados. El tamaño parecía condicionar la visión que reflejaban, cuya engañosa apariencia confundía igualmente su edad, representando menos años de los que en realidad tenían: mujeres adultas de veintiséis años parecían niñas de trece con sus hijos en brazos.

Las chozas donde vivían estaban en un pequeño claro de la selva hecho para este propósito, simples construcciones de palos y ramas utilizadas únicamente para dormir, pues la vida la hacían en el exterior.

Me interesé por su alimentación, mi acompañante se encargó de responderme que principalmente se basaba en la carne de mono, aunque también cazaban pájaros, que era lo que más abundaba en la selva. Los hombres me mostraron los arcos y cuchillos hechos por ellos mismos para la caza. Hice muchas preguntas, aunque mi curiosidad superaba tanto el conocimiento de mi traductor como el interés por contestar de los pigmeos. No podía decirse que fueran dicharacheros. De todas maneras, para su recluida forma de vida y tosco carácter, estaban siendo bastante amables conmigo. 

Para su recluida forma de vida y tosco carácter, estaban siendo bastante amables conmigo. 

Parecía que se había roto el hielo y en esa ficticia confianza saqué la cámara de la mochila, estaba deseando tomar fotos. Nada más verla el jefe puso la mano delante del objetivo en un claro gesto de negación. Mi compañero me confirmó que no quería fotos, cosa que no necesitaba traducción. Creía que con los regalos que había llevado era suficiente para ser bien acogido, que podía hacer fotos, pero me equivocaba. El jefe dijo que si quería fotos tenía que pagar dinero. En el fondo era algo justo, de modo que entablamos una negociación, rechazando mis dos primeras ofertas, pero aceptando la tercera. Tenía su permiso.

Nada más alzar la cámara se produjo la desbandada de todos los pigmeos, incluidas las mujeres con niños en brazos, que escaparon de mi objetivo como si presintieran un peligro. Por suerte el jefe hizo valer su autoridad y sus gritos sirvieron para hacerlos volver y dejar que los fotografiara, aunque sin dejar del todo sus reticencias. Después de una breve sesión de fotos, se veía que era algo que no les gustaba, desistí en hacer más y guardé la cámara.

Uno de los pigmeos no se separó de mí en ningún momento, convirtiéndose en quien daba respuesta a mis preguntas saciando mi curiosidad. Luego mi guía me dijo que antes era el jefe del poblado y ahora el jefe era su hijo. Le pedí hacerse una foto conmigo y accedió.  Me intrigaba la edad que podían tener los pigmeos, todos poseían una piel fina y sin arrugas, muchos de ellos conservando una apariencia juvenil pese a tener ya varios hijos. Parecía que esta raza era de envejecimiento lento y de un prolongado aspecto juvenil, también apoyado en su baja estatura.  Le pregunté al antiguo jefe por su edad y dijo que tenía 70 años, lo que me dejó sorprendido, cualquier otro africano de su edad aparentaba mucho más viejo, y no sería por su variada y equilibrada alimentación, ya que básicamente se alimentaban de los monos que cazaban.

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Una madre pigmea con su bebé

Cuando mostré interés por las chozas donde vivían me llevaron hasta ellas para enseñármelas. Como no eran asentamientos permanentes su construcción era bastante simple, algo parecido a una tienda de campaña canadiense, formadas de palos y ramas, hechas a su medida, poco más de un metro de altura. Me asomé al interior de la casa del jefe anciano, estaba vacía, no guardaba nada en su interior, lo cual revelaba que los pigmeos carecían de posesiones. Las chozas se usaban únicamente para dormir.

Al no mezclarse con ninguna otra tribu, se podía decir que todos los miembros del poblado estaban emparentados entre sí

Nos sentamos al lado de la choza sobre unas piedras para hablar, su forma de vida se aproximaba más a la vida animal que a la humana. Una de las principales diferencias era que, como el resto de los humanos, tenían el vicio de fumar. El tabaco lo obtenían de unas hojas que abundaban en la selva, como no tenían papel de liar lo fumaban en unas cachimbas de caña que se hacían ellos mismos.

Otra de las cosas que podía diferenciarlos era que conocían algunas plantas medicinales que usaban cuando estaban enfermos. No cultivaban nada, eran absolutamente carnívoros y su principal actividad, por no decir la única, era la caza.  Por otra parte, al no mezclarse con ninguna otra tribu, se podía decir que todos los miembros del poblado estaban emparentados entre sí, eran como una sola gran familia.

Por curiosidad le pregunté al jefe si alguna vez lo había visitado un médico o había ido al hospital, y su respuesta fue negativa.  Mi guía comentó  que los pigmeos podían pasar toda su vida sin ver un médico o asistir a un hospital, aunque si lo necesitaban tenían derecho a ir al hospital de Fort Portal. Lo más cercano a la asistencia médica que tenían eran las dos visitas al año de los misioneros europeos, quienes acudían a verlos con medicinas.  Del gobierno ugandés sólo recibían una vez al año a un delegado para seguir un control estadístico de la comunidad.

Seducido por el entorno y por su primitiva forma de vida, les sugerí si podía ir con ellos en su próxima salida de caza, pero mi propuesta sólo provocó indiferencia. Como la insistencia no surtía efecto, pasé a lo práctico, diciéndoles que si podía acompañarlos a cambio yo les daría un regalo. Después de ser traducida mi oferta, cambió su decisión. El jefe accedió y después de hablarles se aproximaron tres de los pigmeos, dispuestos a salir en ese mismo momento.

Partimos sin más demora, mi guía se quedó en el poblado y yo me adentré en la selva con mis tres instructores de caza, preparado para afrontar la que iba a ser una experiencia única en mi vida.

Uganda, noviembre de 1991

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