Un día con los pigmeos (2)

Relatos de viaje: la caza de un mono, un pollo con arroz delicioso, una noche con ratones y un viaje con militares

Marco Pascual
Viajero
21 de Abril de 2024
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Marco Pascual con pigmeos en el Congo
Marco Pascual con pigmeos en el Congo

Al poco de abandonar el campamento de los pigmeos entramos en la espesura de la selva. La simple tarea de avanzar resultaba complicada, no existían sendas o una vía despejada donde transcurriera el recorrido. Teníamos que abrirnos paso entre árboles, plantas y ramas que impedían la visión más allá de nuestras narices en medio de un espeso follaje donde ni siquiera la luz podía penetrar. Los pigmeos andaban desnudos, moviéndose con una agilidad que me asombraba. Yo iba vestido con ropa y calzado con botas, tropezando con ramas y raíces, llenándome de rasguños brazos y piernas, cubriéndome de fango hasta más arriba de los tobillos.

Los pigmeos sin embargo se movían con la naturalidad con la que lo hacía un mono, andaban demasiado rápido para mí, como si árboles, ramas, maleza y plantas enredadas a nuestro paso no representaran para ellos el menor problema. A menudo los perdía de vista y al verme sólo me entraba el miedo. Hubiera sido incapaz de salir de allí por mi propia cuenta, a mi alrededor todo era una densa masa de vegetación que no sólo me dificultaba para andar, sino también para ver. Ni siquiera si miraba a lo alto podía ver el cielo, cerrado por la tupida boscosidad que impedía su visión.

Pigmeos en la selva
Pigmeos en la selva

Cada vez que los perdía de vista tenía que llamarlos a gritos para que volvieran por mí.  Me preguntaba si habría serpientes, casi seguro que sí, y qué peligro podían entrañar si me topaba con alguna. Como no era posible entendernos no podía preguntar ni ellos podían darme alguna recomendación.  Yo trataba de seguir sus pasos, pisar donde ellos pisaban, seguir su mismo rastro de alguna forma garantizaba un poco más mi seguridad. Por eso si se alejaban de mí o los perdía de vista me ponía nervioso, aunque confiaba en que no me iban a dejar allí abandonado.

Una de esas veces en que me vi solo fue por el temor a continuar, ya había trozos que pisaba en zonas enfangadas, pero firmes bajo la suela de la bota. Sin embargo, una de las veces al pisar se me hundió el pie casi hasta la rodilla en un terreno cenagoso. Me asusté.  Mi bota se había quedado trabada en el fango y no podía sacar el pie

Después de varios intentos conseguí sacarlo. Cuando quise darme cuenta ya no veía a los pigmeos, me había quedado solo allí y con el miedo en el cuerpo a meter el pie en un lugar que tras el pie me hundiera yo, se me venían a la cabeza imágenes de  zonas pantanosas donde uno se podía hundir por entero en el fango. Eché atrás y volví a intentarlo pisando con cautela en otros lados para comprobar si se hundía el suelo, percibiendo que el terreno parecía pantanoso e inestable, lo que reafirmó mis temores a quedarme enfangado si intentaba continuar. 

A los pigmeos ni los veía ni los escuchaba. Los llamé a gritos y esperé una respuesta, pero no la hubo, lo que me puso más nervioso. Empecé a gritar de forma desesperada, pensé que se habían alejado demasiado y no me oían.  Me sentía incapaz de moverme de donde estaba, no sabía por dónde tenía que continuar y tampoco por dónde podía regresar en el caso de no volver a verlos.  Por suerte sí que me habían escuchado y regresaron para sacarme de allí mostrándome por donde tenía que cruzar sin hundirme.

A los pigmeos ni los veía ni los escuchaba. Los llamé a gritos y esperé una respuesta, pero no la hubo, lo que me puso más nervioso

Yo escuchaba ruidos de ramas y sonidos de animales, seguramente monos que andaban por allí entre los árboles, aunque a mí en principio me costaba verlos, atento y ocupado en ir apartando las plantas y ramas a mi paso. A veces los pigmeos se detenían y señalaban a lo alto de los árboles, indicándome alguna cosa, pero a mí me resultaba difícil distinguir nada. Al contrario de los pigmeos, allí dentro yo era la persona más inútil del mundo.

Una de las veces que nos paramos volvieron a hacerme indicaciones de algo que había en lo alto, pero yo no veía nada ni sabía a qué se referían. Entonces me indicaron que iban a subir, eso sí lo entendí, y uno de ellos se puso a trepar por un árbol. El árbol, al igual que la mayoría, era enorme, se elevaba quizá unos treinta metros, su tronco era grueso y recto, de cuya corteza sobresalían como unas duras láminas superpuestas, algo parecido a la forma de las hojas de una piña, salientes que cortaban como cuchillas.

No me podía ni imaginar cómo era posible para un ser humano  ascender por él con las manos y pies desnudos sin hacerse heridas o sangrar. Sólo cuando llegó a lo alto me di cuenta que lo que había allí arriba era un nido de pájaro y él había subido para coger sus huevos. Como necesitaba las dos manos para descender, lo que hizo, y aún no me explico cómo pudo soltarse las manos para hacerlo, fue trenzar unas hojas poniéndolas alrededor de su cuello como un collar, colocando los huevos en una cavidad en la parte inferior, bajándolos colgados a su pecho y en perfectas condiciones. 

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Una vivienda de pigmeos

Al llegar abajo puso los tres huevos que había cogido en la palma de su mano, la elevó y los puso a la altura de mis narices para que los viera bien, luego colocó uno en mi mano y me hizo un gesto para que lo comiera. Le di las gracias por su amable ofrecimiento pero lo rechacé, no tenía por costumbre comer huevos crudos ni de origen desconocido. Entonces se repartieron los huevos entre ellos tres, rompieron la cáscara y sorbieron su contenido.

Durante el recorrido vimos varios monos, pero no fue hasta el final antes de regresar al poblado cuando nos detuvimos para mostrarme sus dotes de caza. Había una pieza a tiro subida a la rama de un árbol, me dijeron que estuviera quieto y guardara silencio, uno de ellos iba armado con un machete y los otros dos llevaban un sencillo arco hecho por ellos mismos, un simple palo flexible y una cuerda de fabricación casera. En cuanto a las flechas no eran más que palos con una punta de hierro en forma de rombo. Los dos del arco colocaron una flecha y tensaron el arco apuntando a un mono joven de pelo gris, disparando después de forma simultánea.

Las flechas impactaron de forma certera en el estómago y el costado del mono. El animal se agitó en la rama al recibir los dos impactos, perdiendo el equilibrio y tratando de agarrarse al caer de donde estaba. El mono malherido acabó cayendo al suelo e intentó huir, pero no le dio tiempo, el pigmeo del machete le cayó encima soltándole cuatro machetazos para rematarlo en ese instante. Más tarde el guía me explicó que solían usar una sustancia narcótica impregnada en la punta de la flecha por si el mono herido huía con ella clavada poder atraparlo después.

Los dos del arco colocaron una flecha y tensaron el arco apuntando a un mono joven de pelo gris, disparando después de forma simultánea.

Estuvimos caminando algo más de una hora, pensé que nos habíamos alejado bastante del poblado, desde luego no tenía la menor idea de en qué punto podíamos estar y mucho menos por donde debíamos regresar. Mi sorpresa fue ver que en unos diez minutos encontramos el poblado. Sin duda había dos cosas ciertas, una que debimos hacer una ruta circular y la otra que yo estaba completamente desorientado.

Ahora debía cumplir con mi parte y darles el regalo prometido.  Metí la mano dentro de la mochila bajo la atenta mirada de los tres pigmeos, sacando de ella un paquete de galletas que había comprado en Fort Portal como provisión para mí. Tomaron complacidos el paquete y lo abrieron para empezar a dar cuenta de las galletas en ese mismo momento y mostrar a los demás el premio ganado, supongo que intentando darles envidia.

Había oído que una de las partes que más estiman los pigmeos de la carne del mono eran sus sesos, los cuales extraían aún calientes del cráneo del mono recién muerto para comérselos directamente. Esperaba verlo con mis propios ojos, pero el chico que me acompañaba me sugirió que debíamos regresar antes de que se nos hiciera de noche por el camino.

Una tribu acogedora
Una tribu acogedora

Llegamos al pueblo del que habíamos partido justo cuando anochecía, encontrándonos con el alcalde que, pendiente de nuestro regreso, había salido a recibirnos.  Al llegar a la casa del alcalde lo primero que hice fue ir a darme un baño al río que cruzaba cerca de allí, entonces me di cuenta de los rasguños que llevaba por brazos y piernas al sentir el escozor en el contacto con el agua. Luego el alcalde sacó de alguna parte una mesa y dos sillas y las colocó junto al lugar donde su mujer cocinaba la cena al aire libre. 

Antes de partir para ver a los pigmeos el alcalde me había dicho que su mujer cocinaría para mí, de forma que le di el dinero para que comprara comida. La cena era un pollo que le habían comprado a un vecino del pueblo cocinado con arroz.  Al poco de sentarme aparecieron dos de los hijos del alcalde con un colchón de espuma que les había prestado alguien para mí, estaba viejo, roto, sucio, sin funda, pero ninguno parecía darle importancia a eso salvo yo, aunque no dije nada, sólo le agradecí el detalle al alcalde, quien después ayudó a sus hijos a meterlo dentro del lugar donde iba a dormir.

La noche se había cerrado por completo y me encontraba rodeado de oscuridad, sin otras luces que las de las estrellas y la del fuego con el que se cocinaba el pollo con arroz.  Pese a la austeridad de mis condiciones sentía una enorme placidez de estar allí, en aquel silencio y en soledad era más fácil interpretar los susurros de la vida, como podían ser el fuego chispeante, el agua resbalando entre las piedras o el fresco aire de la noche lamiendo con suavidad el contorno de mi rostro. 

Escuché también algunos rumores humanos que en principio no sabía de donde venían. Cuando agucé el oído escuché que esos rumores provenían de la caseta que estaba cerrada con un candado. Me acerqué y pegué la oreja a la puerta. Ya no me quedó duda, allí dentro había alguien.  Cuando apareció de nuevo el alcalde le comenté que me había parecido oír hablar a alguien dentro de la caseta cerrada. El simplemente lo confirmó  diciendo que había dos personas dentro.

¿Encerradas?, pregunté extrañado. El alcalde volvió a confirmar con naturalidad diciendo que eso era la cárcel. Luego me explicó que como allí no había policía y él era la única autoridad, los delitos leves se castigaban con la cárcel y era él quien imponía las penas y el responsable de hacerlas cumplir encerrando allí a los ladrones, de la comida se encargaban sus familiares.  Si el delito era mayor se ocupaban los militares llevándose de allí al delincuente para juzgarlo y pagar condena en Fort Portal.

Allí no había policía y él era la única autoridad, los delitos leves se castigaban con la cárcel y era él quien imponía las penas y el responsable de hacerlas cumplir encerrando allí a los ladrones

El pollo dio para cenar el alcalde, su mujer, sus diez hijos y yo, no sé si sería el hambre que traía, pero me pareció el mejor pollo con arroz que había comido nunca. Después de la cena estuve hablando un buen rato con el alcalde, era amable e inteligente, ilustrado en muchos aspectos y con razonamientos que destilaban sabiduría. Además, a poco que uno se fijara, oculta bajo su imagen de humildad podía verse una gran persona.

Los demás pronto se fueron a dormir, por lo que el alcalde y yo tampoco tardamos mucho en hacerlo. La casa contaba con una pequeña sala de entrada, a la izquierda quedaba la habitación del alcalde y su mujer, a la derecha la de los tres hijos mayores, y al fondo la que me habían reservado a mí con los siete hijos más pequeños.

Por dentro las paredes estaban rebozadas del mismo barro del que lo estaban por fuera, nada de particular. Lo insólito fue descubrir al iluminar con mi linterna que sobre la mitad superior de la pared del lado derecho se hallaba completamente cubierta de alargadas cucarachas marrones voladoras. Cuando me introduje en mi cuarto e iluminé las paredes, comprobé que por suerte allí no había ninguna.

En un lado junto a la pared estaba la colchoneta de espuma amarillenta y sucia, y en el centro, sobre una desgastada estera de paja encima del suelo de barro, lo hacían los siete pequeños vistiendo las mismas prendas que llevaban durante el día, unos una simple camiseta y otros un solo pantaloncillo corto, pegados unos con otros los siete seguidos. Los enfoqué con la linterna observando unos segundos aquella tierna imagen sin que ninguno se despertara. No sabía si usar el colchón que habían traído para mí, pero comprobando lo duro que estaba el suelo decidí acostarme sobre él, pero vestido.

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Unos excelentes cazadores

Coloqué mi saco de dormir en el colchón y me acosté como estaba sobre él, hacía demasiado calor para meterme dentro del saco, sólo me quité las botas. Como la puerta no tenía cerradura ni cerrojo, puse la mochila donde guardaba mis cosas de valor bajo mi cabeza para dormir, de manera que si alguien entraba y quería arrebatármela me enteraría.

No tenía sueño, y aun teniéndolo me habría costado dormirme, pues al poco de haber apagado la linterna empecé a notar que tenía huéspedes en el cuarto. En el silencio  empecé a percibir ligeros ruiditos, algunos muy perceptibles pues sucedían junto a mis oídos. Me preguntaba qué serían hasta que algo pasó por encima de mis piernas, tenía visitantes que pululaban a mi alrededor. Los pude escuchar cómo rascaban en mi mochila e incluso uno hasta pasó por encima de mi cabeza. Ahí me levanté de un salto. Tenía la linterna a mi lado y la encendí, entonces comprobé lo que imaginaba: estaba rodeado por ratones.  Su interés se centraba en la mochila, evidentemente atraídos por los plátanos y cacahuetes que me quedaban dentro como provisiones.

Los ratones empezaron a desquiciarme, con ellos rondando a mi alrededor era imposible dormir

Los ratones empezaron a desquiciarme, con ellos rondando a mi alrededor era imposible dormir.  Los enfocaba con la linterna, tirándoles las botas varias veces, pero no parecían asustarse porque no se iban de la habitación, sin duda estaban hambrientos y el olor de la comida en la mochila empujaba su atrevimiento. Armé algo de estrépito intentando cazar los ratones a botazos, sin embargo los niños seguían dormidos sin despertar ni alterarse, incluso a pesar de que también corrían por encima de sus cuerpos. Supongo que ellos ya debían estar acostumbrados a los ratones.

Después de un par de horas de lucha inútil cogí la linterna y me puse a revisar las paredes para ver por dónde tenían la entrada del cuarto, descubriendo dos agujeros en distintas paredes, de modo que después de echarlos fuera taponé los agujeros como pude.  Por fin había dado con la solución, ya no volvieron a entrar, aunque creo que uno debió quedarse dentro oculto en alguna parte y después siguió molestando, si bien mucho menos que cuando estaban en pandilla.  Al final de la noche no creo que durmiera más de una hora. Si tenía que quedarme allí más días, como parecía lo más probable, tendría que buscarme un gato.

Para evitar que se volviera a repetir el problema a la mañana siguiente me comí los plátanos y repartí los cacahuetes entre los hijos del alcalde, por delante quedaba más de una semana hasta que regresara de nuevo el camión con provisiones para poder salir de allí. Por un rato estuve valorando hacer los 45 kilómetros a pie hasta Fort Portal, pero el alcalde me quitó cualquier idea sobre eso. Por todo el norte del Uganda quedaban bandidos armados, en realidad eran los antiguos soldados del que fuera presidente y sangriento dictador Idi Amin, quienes al caer el régimen huyeron con las armas a las montañas y desde allí se dedicaban al bandidaje en algunas poblaciones o asaltando vehículos en las carreteras.  Si tenía la mala suerte de toparme con ellos quién sabe lo que podía pasarme, desde luego nada bueno. 

La recomendación del alcalde fue que esperase, quizá podía llegar algún vehículo ocasional con el pudiera partir, de manera que le pedí algunas sugerencias de lo que podía hacer ese día allí. Antes de que llegara a proponerme nada, escuchamos el rugido de un motor, nos pusimos en pie para observar y al instante vimos entrar en el pueblo un camión militar.  Aparcó y paró el motor en la explanada cercana de donde nos encontrábamos, bajando a continuación los soldados que iban en él. Mirándome con una ligera sonrisa en los labios, el alcalde me dijo: vas a tener suerte, seguramente podrás marcharte en ese camión.

Mirándome con una ligera sonrisa en los labios, el alcalde me dijo: vas a tener suerte, seguramente podrás marcharte en ese camión.

El alcalde se acercó a hablar con el oficial que estaba al frente del destacamento diciéndome que dejara el asunto en sus manos, regresando un rato más tarde. Después de hablar con el oficial al mando, un teniente, había consentido en llevarme hasta Fort Portal. Luego me explicó que el día anterior había muerto una persona en extrañas circunstancias, razón por la que  habían llegado los militares, tenían que hacer algunas averiguaciones y llevarse al muerto después.  Partiríamos cuando terminaran su trabajo y estuviera todo listo para llevarse al muerto. 

En la conversación que mantuvimos durante la espera el alcalde me expuso la importante labor realizada por los militares en su país. No sólo se preparaban para hacer la guerra, sino que además colaboraban en obras sociales y ayudaban a la población civil en casos de necesidad, brindando protección contra los bandidos. En esa zona se habían refugiado los rebeldes, es decir, los soldados del derrocado presidente Idi Amin, quienes al perder la guerra huyeron con las armas a zonas de montaña o de selva. Después de dos años de lucha habían conseguido echarlos de allí, ya llevaban varios meses sin noticias de ellos y eso significaba un alivio para la población, aunque, lamentablemente, en otras zonas, sí que continuaban activos.

Cuando el camión estuvo listo para partir, el alcalde me dijo que no tenía que pagarles nada por el viaje, ya había hablado con el oficial y habían acordado eso, de manera que aunque alguien me pidiera dinero no les diera nada.  Subí al camión después de que subieran al muerto, el cual viajaba solo, sin más compañía que los soldados y yo. El alcalde se despidió del teniente y luego se despidió de mí. Sabía que no nos volveríamos a ver nunca más, y sabía igualmente que esa espontánea y valiosa amistad que él me había brindado tardaría en olvidarla.

A mitad del camino paramos junto a la carretera en un lugar donde daban cosas de comer o se podía tomar algo de beber.  Descendieron el teniente y el suboficial que le acompañaba para entrar en el local, seguramente para tomarse algo.  Los soldados que iban en la caja conmigo aprovecharon la parada para dirigirse a mí pidiéndome directamente que tenía que pagar por el viaje. Respondí que no tenía que pagar. Insistieron y yo reiteré mi negativa. Entonces me dijeron que si no pagaba tenía que bajarme del camión y quedarme allí. Respondí que no, que había hablado con el teniente y él había dicho que no tenía que pagar. Ellos replicaron que a ellos no les importaba lo que el teniente hubiera dicho, pero a ellos tenía que pagarles, en un tono y unas miradas ciertamente amenazadoras.  Había surgido un problema, pero eso ya es otra historia.

Uganda, noviembre de 1991

 

 

 

 

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