El dispensario de una misionera en Ruanda

La experiencia en la misión donde se atendía a enfermos de Sida y a heridos de las borracheras de los nativos

Marco Pascual
Viajero
23 de Diciembre de 2023
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Marco Pascual en la misión en Ruanda donde la monja Ana atendía un dispensario
Marco Pascual en la misión en Ruanda donde la monja Ana atendía un dispensario

En mi tercer día en Kigali, después del enorme sobresalto vivido la noche anterior a la salida del restaurante Metrópole, Paco me llevó hasta su centro de trabajo para conocerlo. Él era el director de un taller de ebanistería que el Acnur promovía para los refugiados hutus de Burundi en Ruanda. En sus instalaciones se enseñaba un oficio y se proporcionaba un empleo de ebanistas a 82 refugiados pagándoles un sueldo. El proyecto se autofinanciaba con la venta de los muebles que ellos fabricaban. Desde allí mismo Paco llamó a alguien para que viviera a cambiarme. Al igual que en todos los demás países africanos, existía también el mercado negro de cambio, más sustancioso, allí el banco daba 90 francos por dólar y el cambista me dio 140.

El siguiente paso fue ir a la oficina de correos para ver si en la “poste restante” tenía alguna carta para mí de mis amigas Julie y Karen, pero la expectativa acumulada se derrumbó al comprobar que no había nada para mí y mi carta para ellas seguía allí en el cajón, prueba de que todavía no habían llegado a Kigali. Retiré la carta y la sustituí por otra con los datos de Paco y su teléfono para que pudieran localizarme en cuanto llegaran. A no ser que les hubiera pasado algo, tenían que estar al llegar.

Kigali no tenía demasiadas cosas interesantes, en realidad yo diría que ninguna, por lo que decidí ir a visitar a dos misioneras españolas que dirigían un centro para enfermos de sida. Como estaba lejos del centro, antes decidí pasar por el hotel Mil Colinas, el mejor de la ciudad y muy popular entre los blancos expatriados, de paso tomaría algo allí. Este hotel forma parte de la historia del genocidio en Ruanda. Su director, Paul Russebagina, de la etnia hutu, y quien para mí debió ser merecedor del Premio Nobel de Paz, con su heroico comportamiento y alto riesgo para su propia vida, consiguió salvar a 1268 personas de la etnia tutsi que se refugiaron en el hotel buscando protección del genocidio que se estaba produciendo.  Pero eso sería dos años y cuatro meses más tarde, de lo cual se hizo una gran y épica película con el nombre de Hotel Ruanda.

Fui caminando atravesando la ciudad hasta llegar a los arrabales, donde se encontraba el centro en el que trabajaban las misioneras españolas con enfermos de sida. En esta zona el río de la vida era más caudaloso, turbio y difícil de navegar, allí vivía la gente más pobre. Sus calles de tierra y piedras, con sus árboles polvorientos, con sus casas de adobe resquebrajado y tejados de chapa oxidada, no contenían mayor encanto que el de una flor marchita. Kigali tenía el aspecto de una ciudad joven que hubiera envejecido prematuramente, el esplendor de su juventud y la belleza de sus formas se los había llevado la carcoma de la guerra y la falta de recursos para mantener  la imagen de ciudad saludable que en tiempos anteriores debió poseer. El deterioro de todo lo visible, la tristeza en el ambiente, el estancamiento de la vida, suprimían las expectativas de fascinación que yo esperaba encontrar. Incluso los niños, el signo más visible de la alegría en África con sus espontáneas sonrisas, parecían más retraídos y silenciosos de lo habitual, llevaban la timidez pegada a sus caras. Sacarles una sonrisa requería un esfuerzo complementario, eso si es que antes se conseguía arrancarlos de la puerta de su casa o de la esquina donde se ocultaban. Aun así, como sucede en todos los barrios africanos, los niños eran el integrante más hermoso de sus calles.

La cónsul española me había dado el nombre del centro y las instrucciones para encontrarlo. Cuando llegué las dos hermanas se hallaban en pleno trabajo, el edificio de una sola planta era grande y en buen estado, con varias dependencias, todo muy pulcro y bien organizado. Era el único lugar del país que se ocupaba en la hospitalización y tratamiento de los enfermos de sida, repudiados en todas partes, incluso por las propias familias. Entre internos y externos cuidaban a más de quinientos pacientes, aunque eso, me dijo una hermana, no quería decir que rechazaran a otros tipos de enfermos. Desde que abrían la consulta a las siete de la mañana allí llegaban con todo tipo de afecciones.

Era el único lugar del país que se ocupaba en la hospitalización y tratamiento de los enfermos de sida, repudiados en todas partes, incluso por las propias familias

En un pequeño descanso tomé un té con ellas y me explicaron en qué consistía su labor. Ruanda era uno de los países africanos con las tasas más elevadas de sida y por parte del gobierno no existía la menor atención hacia esos enfermos, de manera que habían decidido dedicar sus mayores esfuerzos para ayudar a todos los afectados por ese mal. El centro se encontraba atendido por personal ruandés, pero las hermanas españolas eran quienes lo dirigían y lo organizaban todo, atendiendo personalmente las consultas. Un trabajo duro e interminable a diario.

Cuando pregunté por la financiación, me dijeron que recibían el dinero de su congregación en España, dinero que se recaudaba a través de donativos. Del gobierno ruandés no recibían nada, simplemente les permitían trabajar, no reconocían a los enfermos de sida y, si alguna vez admitían su existencia, se negaban a destinar un solo franco para alguien que de todos modos iba a morir. Al preguntarles si ellas no tenían la sensación de malgastar sus esfuerzos, ambas me respondieron al unísono: ¡nunca! -Es evidente que no podemos devolverles la vida -dijo una de ellas-, pero podemos devolverles la dignidad.

-Cuando alguien contrae la enfermedad y llega el momento que no puede ocultarlo -expuso la otra hermana-, automáticamente son discriminados por el gobierno, repudiados por la sociedad y, en muchos casos, rechazados por la familia. Casi todos nuestros pacientes sólo nos tienen a nosotras, ¿cómo vamos a abandonarlos?

-Básicamente -apuntó su compañera-, nuestra ayuda es moral, necesitan sentirse apoyados y esa es la mejor medicina que podemos ofrecerles.

Las dos hermanas tenían plena convicción en su trabajo y se hallaban entregadas a él sin por eso descuidar sus vínculos religiosos, dogmas que, al parecer, servían tanto para alentarlas en su tarea como para dificultarla.  Cerca de su centro se encontraba una mezquita y había surgido una rivalidad inevitable con algunos musulmanes, de manera que los enfermos que las hermanas atendían eran la causa de un parcial enfrentamiento entre religiones. El centro tenía sus puertas abiertas para todo el mundo. En consecuencia algunos de sus pacientes eran musulmanes y eso despertó los celos de los dirigentes de su religión, quienes pretendían prohibir a sus fieles la asistencia a un centro cristiano, aunque sólo fuera por motivo de su salud, esforzándose incluso por sacar de allí a los que estaban hospitalizados.

Después de conocer el dulce y a la vez fuerte temperamento de las dos hermanas, sospecho que los dirigentes de la religión musulmana se enfrentaban a una difícil misión.

Después de conocer el dulce y a la vez fuerte temperamento de las dos hermanas, sospecho que los dirigentes de la religión musulmana se enfrentaban a una difícil misión.

Al día siguiente mi objetivo fue visitar a la hermana misionera que dirigía un dispensario en la zona de Gitarama, a unos treinta kilómetros de Kigali. De paso que Paco iba al trabajo me llevó al centro dejándome en la oficina de correos. Primero quería comprobar si mi mensaje seguía en el cajón de la “poste restante”. Desdichadamente allí estaba. Tres días de retraso me parecían demasiado, algo tenía que haber sucedido. Me intrigaba y me daba impotencia no saber la razón de su retraso, mis esperanzas de volverlas a ver empezaban a desvanecerse.

Llegué a la Gare Routiére situada en una plaza del centro y, después de asegurarme de cuál era el autobús correcto me subí a él, expresándole al chófer que deseaba bajarme en Gihara, tal como me había dicho la cónsul.

Partimos cuando estuvo lleno el autobús, la distancia era corta pero el tiempo de llegada era impredecible. A las carreteras de tierra, baches, curvas y montaña, se añadían los controles militares. Tener el control de las carreteras era imprescindible para evitar el avance del ejército rebelde.

El autobús me dejó en un punto de la carretera sin nada alrededor. Esperaba ver una población, gente, pero nada, aunque ya me había dicho la cónsul que desde allí tenía una hora a pie para llegar a Gihara. El chófer me señaló el camino por el que debía continuar y partí en solitario. El camino era una pista de tierra que inicialmente discurría entre cultivos de maíz, sorgo, yuca y plataneros, mezclándose con los pastos para el ganado y los bosques de coníferas, junto a un lago que abastecía de agua a los cultivos, pero pronto inicié el ascenso a las colinas que de manera infinita cubrían el horizonte formando un hermoso paisaje verde de líneas convexas, ondulantes relieves y casas desperdigadas sobre las colinas, reduciéndose los cultivos a parcelas escalonadas sobre las laderas de las colinas, el común y bello paisaje ruandés. En el camino me crucé con algunos habitantes de la zona, un par de rebaños de vacas y bueyes cuyos cuernos eran exageradamente largos, un niño encargado de un rebaño de cabras y otro al cuidado de vacas. Todo cuanto allí confluía era un pequeño universo pacífico y hermoso que inspiraba tranquilidad y paz, no parecía que el conflicto que se estaba viviendo en el país tuviera alguna relación con ese lugar.

Cuando después de casi una hora llegué a Gihara no vi más de lo que ya había visto en el trayecto, quiero decir que no vi un pueblo o un núcleo urbano con calles, edificios o los elementos inconfundibles que forman una comunidad, miré a mi alrededor y todo se encontraba disperso.

-¿Dónde está Gihara? -le pregunté a un muchacho que me encontré.

-Aquí mismo -me respondió, como si fuera algo obvio.

Me había hecho la idea equivocada de buscar una población como en cualquier otra parte, pero en Ruanda se vivía de forma diferente, allí la gente no vivía en pueblos sino en colinas, cada colina tenía su nombre y cada comunidad de colinas formaban una comuna, esa con el nombre de Gihara.

Entonces le pregunté al chico si conocía la misión de la hermana española, él dijo saber dónde estaba y a continuación me llevó hasta allí. La misión con su dispensario era el único edificio sólido visible en la zona, construido de ladrillo. Al llegar pregunté por la hermana española y enseguida vino a recibirme, no esperaba la visita de ningún blanco, y menos de un español. Después de mostrarme la sorpresa que le producía mi presencia en ese lugar me hizo pasar dentro. Se llamaba Ana y era de Navarra. Hacía ya unos cuantos años que vivía en Ruanda y bastante tiempo que había cambiado sus hábitos religiosos  por un traje de faena más práctico: una bata y sobre ella un delantal blanco, con un crucifijo colgando en su pecho. Ana era una activa y temperamental mujer de mediana edad, religiosa, desde luego, pero también ATS, ejerciendo igualmente labores de enfermera y dirigiendo personalmente el dispensario, el cual constituía el único centro sanitario en toda la zona. Una de las primeras cosas que me dijo fue que no se olvidaban de los deberes religiosos y la labor pastoral, pero en las circunstancias que vivía el país de pobreza y guerra eso había quedado relegado para dar prioridad a otras cosas que requerían más de su ayuda.

Se llamaba Ana y era de Navarra. Hacía ya unos cuantos años que vivía en Ruanda y bastante tiempo que había cambiado sus hábitos religiosos  por un traje de faena más práctico

Acompañé a Ana al dispensario, se encontraba trabajando y no podía dejar su trabajo por mi, el resto del personal eran ayudantes ruandeses instruidos por ella, hacía dos meses habían llegado tres nuevas hermanas españolas a la misión, pero eran novicias y no podían ayudar en el dispensario hasta que no pasaran su propio periodo de instrucción, especialmente hasta que hablaran el bantú, la lengua local.

Ese mismo día pude constatar que la misión era algo más que un centro para la evangelización y el dispensario algo más que una sala de curas o el lugar donde se dispensaba asistencia sanitaria gratuita.  Lo primero que comprobé fue la desbordante vigorosidad de Ana, sus cualidades como ATS iban muy unidas a sus facultades sanitarias, todo ello emparejado a su capacidad para dirigir y decidir. Todo lo ejercía de forma magistral. De inmediato fui cautivado por su personalidad, amable pero firme, alegre pero seria, espontánea pero pragmática, débil para obtener privilegios propios pero enérgica para luchar por los ajenos, Ana era el mejor ejemplo de la condición humana. No hacía falta ser muy observador para ver que sabía ganarse la confianza, simpatía y respeto de la gente, tanto de sus ayudantes como de sus pacientes, y por supuesto del mío. Una de las primeras cosas que me dijo al conocernos fue que la apeara del usted y le dijera de tú.

Desde el primer momento me pegué a Ana observando su trabajo en el dispensario, no podía entender lo que decía a sus pacientes porque les hablaba en bantú, pero podía ver el magnífico trabajo que realizaba en el dispensario, convertido en un auténtico centro de salud para la comunidad cubriendo muchas colinas a su alrededor. Bastaba con ver que hasta Kigali no había otro centro sanitario. Gran parte del trabajo consistía en atender las consultas de los enfermos y tratar sus enfermedades, atender las urgencias y accidentes, cuidar a los pacientes hospitalizados y proporcionarles medicinas. También era un centro de prevención de enfermedades y un centro maternal donde las mujeres acudían a dar a luz. Solían atender cerca de setecientos partos al año, y eso que la mayoría de las mujeres seguían dando a luz en sus casas. Como complemento a esa ingente labor, mostraban a la gente cómo utilizar los pocos recursos de los que disponían, enseñándoles a cultivar y desarrollar otros productos de cultivo. Parecía tan difícil hacer tanto con tan poco…

Al mediodía Ana me invitó a quedarme para comer, de esa manera pude conocer también a las tres hermanas españolas nuevas en la misión. Me sorprendió su juventud, las tres estaban sobre los veinte años y una incondicional ilusión por estar allí y colaborar. Les pregunté si no les asustaba la guerra y ellas me respondieron con una sonrisa, aunque con palabras me dijeron que para ellas ese destino era como cualquier otro. En todo caso con la guerra su ayuda podía ser más necesaria y eso era lo único a considerar.

Por su parte Ana también sentía curiosidad por saber a qué había ido yo a Ruanda. Al manifestarle mi idea de ir a ver los gorilas, me dijo que en eso no podía ayudarme mucho. Casi nunca se movía de allí y tan apenas sabía como estaba la situación en Kigali. De haber llegado antes podía haberme dado la dirección de una chica española enfermera que trabajaba como cooperante en el hospital de Ruhengeri, puerta de entrada al santuario de los gorilas, pero hacía unos meses que había pasado por la misión a despedirse porque regresaba a España, se sentía insegura y el miedo la hizo abandonar.  Sólo me aconsejó que si iba allí debía tener mucho cuidado, en el norte era donde había empezado la guerra y donde seguía más activa que en ninguna otra parte.

El principal problema para desarrollar su trabajo radicaba en los tabús y supersticiones de los ruandeses, muy arraigadas y difíciles de vencer

Yo también sentía curiosidad por saber cosas de allí, de la gente, de sus costumbres, de las dificultades en su trabajo, de manera que Ana me relató sus experiencias y de los extraños comportamientos de la población, incluyendo algunas de sus singulares supersticiones. Con todo, no mencionó ni una sola vez a los hutus o los tutsis y el conflicto que mantenían, para ella eran todos iguales. El principal problema para desarrollar su trabajo radicaba en los tabús y supersticiones de los ruandeses, muy arraigadas y difíciles de vencer, los hábitos y costumbres que mantenían era lo que más trabajo costaba hacerles cambiar.  Entre los ejemplos que me dio, uno de ellos era que no podía conseguir que las madres que iban allí a dar a luz fueran preparadas con una tela, una ropa o siquiera un trapo para envolver al bebé después de nacer. Iban sin nada porque creían que si llevaban algo el bebé nacería mal. 

La mayoría de las supersticiones eran absurdas y algunas con un evidente propósito, dejando ver la astucia de unos y la ignorancia de otros, como la creencia de que la mujer no debía comer carne de cabra o le crecería la barba, de modo que toda era para el hombre. Otras eran puramente disparatadas y algunas simplemente divertidas, como por ejemplo una en la que cada uno tenía un nombre secreto, conocido sólo por el padre y el dueño del nombre. De esa forma pensaban que si los demás no conocían su nombre secreto nadie podría poseerlos, o lo que era lo mismo, echarles mal de ojo. Otra costumbre muy común en la zona estaba vinculada al alcohol y los machetes, la mezcla de ambos solía producir frecuentes “accidentes”. 

Los domingos por la mañana, después de las borracheras de los sábados por la noche, se habían convertido en el día de curas por heridas de machete.  Por lo visto los sábados por la noche existía la costumbre entre los hombres de emborracharse con las bebidas locales, en consecuencia algunas borracheras originaban disputas que terminaban en peleas. Como todos allí eran campesinos y la mayoría llevaba un machete colgado a la cintura, algunos sólo sabían resolverlas a machetazos.  Ana me dijo que estaba cansada de curar heridas de machete en piernas y brazos sobre todo, pero también en el cuerpo y la cabeza. Obviamente le pregunté si alguien había muerto por eso y respondió que varios, uno de los últimos más por efecto de la ignorancia que por la barbarie en sí de pelearse a machetazo limpio, lo habían herido en una pierna y otro lo llevó al dispensario en el portabultos de su bicicleta, de forma que con el traqueteo se desangró por el camino.

También hablamos del sida, algo muy extendido en Ruanda, por fuerza en el dispensario debía pasar mucha gente afectada por esa enfermedad, pero Ana desconocía su incidencia en Gihara. Ni siquiera sabía qué pacientes lo tenían cuando acudían al dispensario. Si alguien moría, aunque tuviera sida, en realidad lo mataba la malaria o cualquier otra enfermedad. Para Ana una de las cosas más terribles de ese mal era que allí se heredaba de la madre al nacer o se transmitía entre la familia, lo más habitual los hombres lo contagiaban a sus esposas. Al preguntarle si no tenía miedo a contagiarse, hizo un gesto de despreocupación para decirme: “Será lo que Dios quiera”. De todas formas -añadió-, no será fácil contagiarse, en muchos partos me pongo de sangre hasta aquí -dijo señalándose el codo-, y por el momento aún no lo he cogido. Le pregunté si alguna vez se había hecho la prueba, comentó que un año antes había estado en Pamplona y la familia la convenció para que fuera al médico a solicitarla. Luego, sin poder evitar una sonrisa, me contó lo sorprendido que se había quedado el médico cuando le llegó a la consulta una monja pidiéndole la prueba del sida.

Después de comer Ana volvió a su trabajo y yo acompañándola como su mayor admirador hasta la hora en que debía regresar a Kigali. Antes le había preguntado cómo se financiaban, la respuesta fue sencilla: por medio de los donativos. También me hizo saber lo molesta que estaba con Naciones Unidas, en especial con Unicef, había acudido a su sede en Kigali para solicitar su colaboración con los niños que atendían en el dispensario y todo lo que obtuvo fue una olla a presión para esterilizar paños. Teniendo en cuenta el dinero que, según Ana, malgastaban en cosas superfluas, su colaboración con ella le pareció ridícula. Por suerte -dijo más satisfecha-, todos los años nos envían dinero Cáritas y Manos Unidas. ¿Sabes el dinero que se recoge el día del Domund? Pues concretamente parte de ese dinero nos lo envían a las misiones.

Estoy seguro que el dinero que pudiera recibir Ana para su dispensario ella multiplicaba su valor por dos o por tres. El día que pasé con Ana fue uno de los más gratificantes que he vivido en África. Su coraje para enfrentarse a los problemas y su amor para ayudar a la población, eran una inequívoca demostración de su valía humana.

Ruanda, diciembre de 1991

P.D.: Dos años después, cuando se produjo el genocidio de Ruanda, hubo tres cooperantes y seis misioneros españoles, una mujer entre ellos, asesinados. Por fortuna no estaba Ana entre los muertos, aunque sí murió otra misionera navarra, Carmen Olza Zubiri, y, entre los cooperantes, María Flors Sirera Fortuny, una joven enfermera leridana de 22 años que trabajaba para Médicos del Mundo, asesinada a tiros junto a sus compañeros en Gatonde, una población del norte de Ruanda.

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