Eritrea, la cárcel más inhumana del mundo

Relatos de viaje: Una odisea por el país africano, por su aridez y sus mares

Marco Pascual
Viajero
11 de Septiembre de 2022
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Con Jordan, una niña eritrea
Con Jordan, una niña eritrea

Me encontraba en Etiopía visitando a Paolo, un amigo que trabajaba de profesor en el liceo italiano, junto a sus colegas profesores y profesoras habían preparado un viaje de dos semanas para las vacaciones de Semana Santa al norte del país, con una incursión a la recién independizada Eritrea. 

Llegamos a Asmara, la capital, una ciudad con cierto encanto y que según mis compañeros italianos evocaba la Italia del sur en los años cincuenta.  Desde allí nos desplazamos hasta Massawa, la ciudad más grande en la costa del Mar Rojo.  Nada más llegar comprobamos las huellas dejadas por la guerra civil contra Etiopía, edificios destruidos por las bombas, paredes de las casas agujereadas por las balas y tanques o vehículos militares convertidos en chatarra abandonados en las calles. 

El principal objetivo de ir a Massawa era para hacer un crucero por el Mar Rojo, un crucero en un barco de pesca.  Alguien del grupo ya había hecho las gestiones desde Adis Abeba para alquilar el barco durante tres días, de modo que al llegar  fuimos directamente al puerto para ultimar los detalles, debíamos partir a la mañana siguiente.

Nos embarcamos sin saber lo que realmente podíamos encontrarnos, únicamente  que íbamos al encuentro de un archipiélago de pequeñas islas llamado Dahlak, de las cuales ignorábamos siquiera si estaban habitadas.  Nuestro propósito en todo caso no tenía altas expectativas, nos bastaba con visitar las islas, pescar, reposar en las playas y disfrutar del mar.  Al frente estaba el capitán del barco, un copiloto y un joven ayudante, ninguno de ellos hablaba inglés.

Arribamos a la isla más cercana y más grande, Dhu Bellu, con una pequeña población. La tierra era de color rojizo y no había un sólo árbol en todo lo que alcanzaba nuestra vista,  árida y de casi nula vegetación.  Después de caminar un rato, no mucho, pues el calor era agobiante, regresamos para bañarnos en el mar, cuya playa estaba protegida por montículos rocosos.  En la noche cenamos los peces que pescamos durante el trayecto asados en un fuego, después dormimos sobre la cubierta del barco bajo las estrellas.

Continuamos al día siguiente, navegando hasta que recalamos en la la isla de Nora, la segunda más grande. Aunque no llegamos a verlos, tenía algunos habitantes, algo de vegetación y un pequeño rebaño de cabras.  Allí comimos, hicimos una siesta bajo una sombra y después nos bañamos en la playa, donde dormimos esa noche nuevamente sobre la cubierta del barco.

Al tercer día nos levantamos temprano para salir a navegar, visitando dos nuevas islas más pequeñas que las anteriores, dándonos un baño a orillas de la playa en una de ellas.  Ese día era el último, debíamos regresar a Massawa, aunque aún nos quedaba visitar un islote, el que nos proporcionó la gran sorpresa del viaje.

Pensábamos que ya habíamos puesto rumbo a Massawa, o lo intuíamos, puesto que el capitán del barco, además de no hablar inglés, era muy parco en palabras.  Sin esperarlo, observamos que íbamos en dirección a un islote que emergía sobre el agua, a medida que nos acercábamos vimos que sobre las rocas había un grupo de personas, nada más, ni un minúsculo rastro de vegetación.  Contemplamos atónitos aquella visión, ¿qué hacía esa gente allí?, nos preguntamos.

Cuando ya estuvimos lo suficientemente cerca vimos que eran un grupo de unos  treinta chicos, algunos incluso adolescentes, que al vernos empezaron a gritar con altas muestras de excitación. Igual que no esperámos encontrarlos a ellos allí, tampoco ellos esperaban encontrarnos a nosotros, un grupo de extranjeros. El islote de rocas no tendría más de unos sesenta metros de largo por unos cuarenta de ancho.

El barco paró motores antes de llegar al islote, momento en que la mayoría de los chicos se echó al agua y empezaron a nadar hacia nosotros. Estábamos desconcertados, no entendíamos nada.  Temimos que iban a abordarnos. Los chicos gritaban y movían los brazos llamando nuestra atención, nos preocupamos al ver que los tres hombres del barco cogieron un remo cada uno y se situaron al borde del barco amenazando con ellos a los chicos.  Supongo que los amenazaron con golpearlos si se acercaban más al barco, pues los chicos se quedaron a unos tres o cuatro metros de distancia de nosotros.

Nos quedamos a la expectativa a ver qué ocurría.  Cuando los chicos se calmaron, dos de los tripulantes cogieron un bidón de doscientos litros y lo echaron al agua para que los chicos lo recogieran, intercambiándolo por otro igual, pero vacío,  que subieron al barco.

Los muchachos, algunos hablaban inglés, excitados por nuestra presencia empezaron a hablarnos, a preguntarnos, a pedirnos cosas, básicamente comida.  Nosotros seguíamos sin entender qué hacían allí.  Ellos mismos se encargaron de explicárnoslo, diciéndonos que ese islote de puras rocas, sin una sombra, a una temperatura infernal y rodeados de agua salada, era una prisión donde los había enviado el gobierno.  Sus delitos, pequeños robos callejeros, las condenas, varios meses.  Les preguntamos cuangto tiempo llevaban allí, no lo sabían, habían perdido la noción del tiempo, unos decían dos meses, otros decían tres.  Tenían que soportar temperaturas diarias cercanas a los cuarenta grados, como vestimenta sólo disponían de pantaloncillos cortos, ninguna sombra donde guarecerse del sol, sin comida. Para sobrevivir sólo disponían de sedales y anzuelos para pescar y proporcionarse así su propia comida, nada para hacer fuego, sólo comían pescado secado al sol. El gobierno únicamente les proporcionaba agua, cada vez que salía un barco de pesca tenía la obligación de pasar por el islote y reponer un bidón de doscientos litros.

Gasolinera junto a edificios destruidos
Gasolinera junto a edificios destruídos

Aquello nos conmovió a todos, no podíamos dar crédito a lo que veían nuestros ojos.

 Era el tercer día y no nos quedaba mucha comida, pero les empezamos a lanzar todo lo que pudimos, habíamos llevado un saco de naranjas, de cual nos quedaba la mitad, de modo que se las lanzamos como si lanzásemos pelotas al islote que ellos cazaban al vuelo.  Lanzamos otras frutas que nos quedaban, algún paquete de galletas, tomates y alguna otra cosa que no era necesario cocinar, también nos pedían tabaco, pero lamentablemente sólo fumaba uno de nosotros, de modo que sólo pudo lanzarles un paquete y algunos cigarrillos sueltos envueltos en papel plata.

Era la prisión perfecta, la más segura y sin guardias que los custodiaran, las otras islas estaban muy lejos para intentar llegar a nado, además los tiburones se hubieran encargado de terminar con su vida antes de llegar a ninguna parte.

Nos marchamos con el corazón encogido y una gran sensación de rabia, impotencia y amargura.  Aquella pena impuesta por el gobierno eritreo a unos muchachos de corta edad por simples pequeños robos, era lo más inhumano y deleznable del mundo. 

Abril de 1.994

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