Filipinas, amistades peligrosas

Una estafa en toda regla en Manila en medio de un ambiente embriagador

Marco Pascual
Viajero
19 de Marzo de 2023
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Iglesia de San Agustín, un atractivo en Manila, Filipinas
Iglesia de San Agustín, un atractivo en Manila, Filipinas

Eran las 12 de la noche, acababa de llegar a Manila en un vuelo procedente de Hong Kong. En la sala de llegadas una avalancha de taxistas se echó sobre los pasajeros que iban llegando, y sobre mí más que sobre ningún otro. Sn duda el hecho de ser extranjero suponía una atracción para sus intereses, ya que debían considerar que podían conseguir un suplemento de dinero si me llevaban a la ciudad. Sin haberme dado tiempo a abrir la boca, ya varios taxistas se me estaban disputando.  Sentí una gran sensación de agobio, de manera que me los quité de encima como pude.  A esas horas y en un lugar desconocido, no resultaba difícil ser desconfiado.

Era inútil quitarme a unos de encima porque llegaban otros a continuación, ni siquiera podía caminar. Tuve que asumir que no quedaba otro remedio que tomar un taxi para ir a Manila, aunque ninguno de los taxistas quería facilitarme la decisión, todos me pedían demasiado por un trayecto de sólo cinco kilómetros. Para que dejaran de acosarme, les dije que no iba a tomar ningún taxi.

Más tarde, cuando ya estaba dispuesto a negociar el precio, me di cuenta de que no quedaba ningún taxista.  Tuve que resignarme a pasar allí la noche.  Al buscar un lugar donde tumbarme constaté que aquello seguía lleno de gente, y no de pasajeros precisamente, se trataba de gente sin techo que acudían cada día al aeropuerto a pasar allí la noche, por lo que tenía docenas de compañeros en la misma situación. Para los que todavía no dormían, me convertí en su principal punto de observación.  Me sentí incómodo y poco seguro, sobre todo pensando que estaba realizando un viaje de vuelta al mundo y llevaba encima todo mi dinero.

Tuve que buscar un lugar en la sala para tenderme en el suelo.  Me coloqué en decúbito supino, con la mochila pequeña como almohada y la mochila grande delante echando las piernas por encima.  Estaba cansado y los ojos se cerraban solos, sin embargo no lograba dormirme.  Iba a ser una larga noche, pero siempre era mejor estar allí rodeado de gente y de luz que andar sólo en la oscuridad de la noche en Manila.

Sobre las siete de la mañana salí del aeropuerto para tomar un jeep a la ciudad, allí los viejos jeeps del ejército americano se habían reconvertido en minibuses para el transporte público urbano en todas las ciudades de Filipinas. Una vez en Manila, ya bajo un calor pegajoso y cargado con mis dos mochilas, me fui a sector de Malate, la parte vieja junto a la bahía, en menos de dos horas me hice el tour de los hoteles más cochambrosos de la ciudad.  Resultó decepcionante constatar que algunos resultaban ser auténticos cuchitriles, en alguno vi que los empleados dormían en las camas de las habitaciones, en otro incluso echaron de la cama a un individuo para ofrecérmela a mí. Si encontré alguno decente, era caro. Al final después de haber pasado la noche sin dormir y cansado de caminar, opté por el menos malo, necesitaba descansar donde fuera.

Creo que permanecí en la habitación poco más de dos horas, las ansias por conocer Manila me sacaron del hotel.  Dejar el dinero allí me daba poca confianza, de modo que me vi obligado a llevarlo encima.  En Filipinas pensaba quedarme un mes, en aquella época no llevaba tarjeta de crédito, solía viajar con cheques de viaje, lo que hacía normalmente era tomar lo que necesitaba para mi estancia y dejar el resto en la caja de seguridad de un banco, pero ese día era domingo, de modo que tendría que esperar hasta el día siguiente.

Intramuros, construida por los españoles, es la parte más antigua, interesante y turística de la ciudad. Obviamente decidí empezar por allí mi visita a Manila.  Toda esa parte se encuentra amurallada y contiene notables ejemplos de la arquitectura colonial española, con hermosas casas, hospitales, colegios, conventos y edificios públicos, destacando el Fuerte de Santiago, el Palacio del Gobernador y la iglesia de San Agustín, con su monasterio al lado. A decir verdad, creo que era la única parte bonita y tranquila de la ciudad, el resto era bullicioso, caótico, decadente, sucio, una maraña de cables en el aire y un barullo constante de gente y vehículos en las calles, consecuencia de una ciudad superpoblada y un desarrollo sin aparente planificación.

Intramuros era como una ciudad dentro de otra ciudad, ajena al resto de Manila, sin gente, sin vehículos, sin ruido, limpia... Me llamaban la atención las antiguas  casas de piedra y el nombre de las calles, todos en español. Eso y los apellidos de la gente era todo lo que quedaba de la época colonial española, ahora los filipinos miraban en todo a los americanos, teniendo al inglés como lengua oficial junto al tagalo.

Me encaminé a una de las joyas, la más preciosa, de Intramuros: la iglesia de San Agustín.  Llegué a la plaza donde se encuentra, iba a sacar la cámara para hacer algunas fotos cuando en ese momento llegó un coche oficial seguido de otros dos aparcando en mitad de la plaza, a pocos metros de donde estaba yo.  Aquello me sorprendió. Los ocupantes de los coches posteriores salieron de inmediato y tomaron posiciones vigilando a su alrededor protegiendo al primer vehículo.  Al ver descender a su ocupante aún me sorprendí más, se trataba de una mujer menuda de porte sencillo de unos cincuenta años a la que yo admiraba: la presidenta de Filipinas, Corazón Aquino, allí más conocida como Cory Aquino.  Aquella mujer de frágil apariencia pero fortaleza indestructible, era una de las primeras presidentas en ocupar la jefatura de un gobierno en Asia, junto a Indira Gandhi en la India.  Fue un instante de inesperada suerte poder estar allí en ese momento y verla tan de cerca, quizá a sólo unos quince metros de mí.  Me hubiera gustado poder saludarla, pero imposible, fue rodeada por su escolta y junto a ellos entró en la iglesia, posiblemente para asistir a misa.  Entonces me di cuenta de que había policías  armados en la plaza y en los tejados, colocándose algunos en la puerta de la iglesia impidiendo la entrada de la gente. Por entonces ya había sufrido más de un intento de atentado contra su vida, supuestamente por los opositores partidarios del dictador Marcos.

Mi intención era entrar en la iglesia, más aún teniendo la oportunidad de ver allí a Cory Aquino, pero además de que los policías cerraron la entrada lo más aconsejable era alejarse de allí, teniendo en cuenta que la presidenta vivía bajo la amenaza permanente de un atentado.

Plaza en Manila
Plaza de Santiago en Manila

Volví a las calles de Intramuros, se veía muy poca gente y ni un solo turista. Mejor, pensé, más tranquilidad.  En un cruce me topé con dos chicas filipinas, me saludaron y me preguntaron de dónde era, algo habitual en cada lugar, solía ser el primer síntoma de curiosidad de la gente. Hablamos durante un par de minutos y después cada uno siguió su camino.  Resultaba un poco extraño estar en Asia y caminar entre  edificios tan evocadores de la antigua arquitectura española, con los nombres españoles de sus calles.  Por otra parte, me di cuenta de que algunas palabras del idioma tagalo estaban basadas en el castellano, algunas igual y otras muy parecidas.

Al poco rato me volví a tropezar de nuevo con las chicas. Nos detuvimos para hablar un poco, me extrañó que siendo de allí estuvieran visitando Intramuros. Una de ellas, la que hablaba inglés, me explicó que la otra era una prima que había llegado el día anterior del norte de Luzón, la isla donde se encuentra Manila, y le estaba mostrando la parte histórica de la ciudad.  Después de intercambiar algunas preguntas nos separamos de nuevo. Eran las primeras chicas filipinas con las que hablaba, en Asia las filipinas tenían fama de ser las mujeres asiáticas más bellas, aunque yo tendría que esperar más para poder corroborarlo.

Procuraba caminar por la sombra para evitar el sol plomizo que descargaba ya toda su intensidad, cuando otra vez en un nuevo cruce de calles volví a encontrarme con las mismas chicas. Intramuros no era muy grande, pero también era casualidad encontrármelas por tercera vez en cosa de veinte minutos. Me preguntaron -en realidad sólo hablaba una- por mis impresiones de Intramuros,  luego me preguntaron  si ya había visto la iglesia de San Agustin y el museo español que había junto a ella.  Tuve que explicarles el motivo por el que no había podido entrar a la iglesia. Entonces ellas me dijeron que iban hacia allí, si quería podía acompañarlas, seguramente la presidenta Cory Aquino ya se habría marchado y podríamos entrar. Acepté la propuesta y nos dirigimos allí.

En efecto, cuando llegamos poco después la presidenta ya se había marchado y la entrada estaba libre de nuevo. La iglesia de San Agustín era la más antigua y a la vez el monumento más importante de Filipinas. Aledaño a ella se encontraba un monasterio, a cuyo hermoso claustro se accedía desde la iglesia, y junto al claustro se hallaba el museo de las cosas que habían dejado los españoles antes de abandonar el país, ropas, armamento y distintos objetos y útiles que usaban en la época.

Visitamos la iglesia, luego el museo y por último el claustro, donde hice alguna foto, pero al pretender hacer una a la chica con la que hablaba me pidió que no lo hiciera. Como explicación a su negativa me dijo que allí en Filipinas si le hacían una foto a una chica embarazada creían que el niño salía mal. Le pregunté si ella estaba embarazada, dijo que ella no, su hermana, pero por si acaso era mejor no hacerse fotos. Me pareció una superstición demasiado ridícula para ser cierta, posiblemente era una simple excusa por alguna otra razón, pero respeté su decisión y me abstuve  de hacerle una foto.

Se hizo la hora de comer y abandonamos juntos Intramuros para ir en busca de un lugar.  Llegamos a la entrada del parque Rizal, en honor a José Rizal, héroe de la revolución filipina contra los españoles, allí había un chiringuito donde preparaban comida para llevar y nos pedimos algunas cosas, con los platos de plástico en la mano  nos adentramos en el parque para comer bajo la sombra de un árbol sobre el césped.  Después de estar caminando bajo un sol extenuante, una sombra era el mejor lugar para descansar, por lo que terminada la comida me tumbé sobre la hierba.  La chica con la que hablaba era amable, me informaba de todo y se preocupaba por mí, como cuando me puso en alerta sobre la necesidad de cuidar mis pertenencias, yo había dejado la mochila a mi lado y ella la colocó cogida de mi brazo diciéndome que en Manila había muchos ladrones y podían quitármela.

Parque José Rizal en domingo
Parque José Rizal en domingo

Después de visitar Intramuros no había hecho otros planes, por lo que a eso de las cinco mi amiga me propuso algo.  Primero me explicó que vivía realquilada junto a otra amiga en la casa de una familia, a las seis había quedado con ella, de modo que me propuso ir a su encuentro en la casa y después salir todos juntos al barrio de Ermita, la zona de ambiente de la ciudad, bares, restaurantes, show girls, night clubs, en fin, todo lo que uno deseara para entretenimiento y diversión, veinticuatro horas abierto.  Me pareció  fantástico, pasar la tarde acompañado de una amable guía local siempre sería más interesante que estar solo, además deseaba conocer el famoso distrito de Ermita.

Tomamos un taxi para ir a la casa. La que hablaba inglés se sentó detrás conmigo, quien no dejó de hablarme ni un momento durante todo el camino.  Lo curioso es que la otra chica, la que supuestamente había llegado por primera vez a Manila, era la encargada de darle las instrucciones al taxista para llegar a la casa.  Aquel día era el día tonto de mi vida, porque lo vi extraño, pero sin llegar que sospechar.  Yo intentaba prestar atención al recorrido, pero cuanto más nos alejábamos del centro más embarullado estaba todo, calles estrechas, cosas amontonadas sobre las calles sin aceras, motos y biciclotaxis aparcados en mitad de las calles, cables colgando del cielo, niños andando en la calle en calzoncillos, otros jugando a encestar una pelota en una canasta puesta en la pared, casas que estaban a medio construir pero habitadas... En apariencia un lugar caótico, pero en realidad la vida cotidiana perfectamente organizada dentro del desorden.

Al llegar no tenía la más mínima idea de en qué lugar de la ciudad podía estar, lo único que podía adivinar es que estábamos en un barrio marginal.  La chica que hacía de anfitriona tuvo el detalle de pagar al taxista, después nos introdujimos en una casa de madera de dos plantas, no recuerdo haber visto a nadie en la planta baja, subimos directamente a la de arriba, donde se hallaba la otra amiga, la más guapa de las tres.

Nos sentamos sobre unos cojines en el suelo, donde comprobé que la nueva no sólo era la más guapa, sino la más simpática.

Hacía un calor sofocante dentro de la casa y al poco de llegar el ventilador que colgaba del techo dejó de funcionar, según me contaron debido a un corte del suministro eléctrico para ahorrar energía. Cada sector de la ciudad sufría a diario un corte de luz de cuatro horas de forma alternativa.  Volvió a aparecer el sudor, pero me encontraba a gusto y relajado allí.  Sin descuidar su función de anfitrionas, sacaron de la cocina un plato de pescaditos, algo parecido a unos boquerones, para que comiera. No tenía hambre, sino sed, además pensé que no debía fiarme de comer nada, al fin y al cabo estaba entre unas desconocidas.  Entonces me preguntaron qué quería beber, respondí que cerveza, y de inmediato la que estaba en casa bajó a la calle a comprar bebidas.

Algo que me dejó más tranquilo, fue ver que las dos que habían llegado conmigo se comieron los boquerones mientras la amiga iba a por las bebidas.

Aunque había dicho que quería cerveza, la amiga trajo coca-colas para todos. Se excusó diciendo que en la tienda no tenían cerveza. Acepté el refresco, ya que no había otra opción.  Cuando iba a decirle que no la echara en el vaso, que la tomaba de la botella, la que encontré en Intramuros me preguntó algo y me giré hacia ella, por lo que antes de poder decir nada ya tenía la coca-cola en el vaso.  Bebí sin pensar, los cuatro agotamos los vasos al instante.  Sin preguntar, la amiga bajó de nuevo a la calle en busca de más bebidas. Esta vez sí, me trajo cerveza, una San Miguel.

Hacía tanto calor y estábamos tan sedientos que enseguida terminamos nuestras bebidas, de manera que entonces me ofrecí yo a bajar a por más, sin embargo ellas no me dejaron levantarme, de hecho me empujaron para que permaneciera sentado en el suelo. Esta vez fue la que no hablaba inglés quien se encargó en ir a por otras bebidas, las otras me dijeron que yo era el invitado y era su obligación comprarlas.  Parecía ser que ya habían encontrado la tienda con cervezas, porque otra vez me trajeron cerveza.

Tanta amabilidad me hacía sentir bien acogido y agradecido, no sé si era por la cerveza, pero a pesar del cansancio y el calor empezaba a tener una grata sensación de bienestar.  No recuerdo de qué hablábamos, sólo que mis sentidos detectaban un agradable placer estando allí con mis amigas.

Después de la cuarta cerveza empecé a notar cierta merma en mis facultades, una vez al intentar incorporarme noté que me fallaban las fuerzas, lo achaqué a que posiblemente se me habían dormido las piernas al tenerlas cruzadas sentado en el suelo, eso y quizá las cuatro cervezas mezclado con el calor y el cansancio.  En cualquier caso la sensación interior continuaba siendo placentera, me encontraba relajado y feliz, para ser exactos, una felicidad muy cercana a la estupidez.

Creo que entre la relajación y la ignorancia anularon el sentido que debía haber usado: el de alerta.  Ninguno de mis sentidos percibió la alarma ni reaccionó ante ninguna señal, no me pregunté por qué un pequeño movimiento representaba un gran esfuerzo, ni tampoco cuestioné por qué todas mis fuerzas parecían haberse evaporado. Por el contrario, en mi inocencia les confesé el trabajo que me costaba el simple hecho de levantar un brazo y al mismo tiempo no notar el peso de mi propio cuerpo.  Tenía la sensación de estar flotando y sin embargo cuando de nuevo intenté incorporarme para ponerme de pie, me fue imposible.  Algo raro me estaba pasando.

Las chicas me tranquilizaron diciéndome que debía ser culpa de habar andado bajo el fuerte sol tanto tiempo, quizá tenía una insolación. Podía ser una causa razonable, pensé, aunque lo cierto es que no sólo mis fuerzas estaban muy mermadas,  también mi cerebro funcionaba a baja intensidad y de forma muy perezosa.

Llegados a ese punto creo que las chicas se dieron cuenta de algo porque entre ellas empezaron a hablar en tagalo.  Volvieron al inglés para decirme que la chica con la que había hablado desde el principio también estaba muy cansada y la que estaba en casa le iba a dar un masaje, si no me importaba.  Respondí que por supuesto no me importaba.  A continuación se introdujeron las dos en la habitación que había al lado, donde en lugar de una puerta había una cortina, quedándome con la que no hablaba nada de inglés.  Poco después fue ella quien entró a recibir otro masaje.

Cuando la chica que daba los masajes terminó con sus amigas, me preguntó a mí: Marco, ¿quieres otro masaje?.  La masajista era la más simpática y la más guapa, ella sí que hacía honor a la belleza de las chicas filipinas, o eso me pareció. Ante el cansancio de mi cuerpo, la debilidad de mi mente y la sugestiva invitación que me hacía, no supe negarme.

Fue bochornoso comprobar que no era capaz de levantarme por mi cuenta, de manera que entre las tres tuvieron que izarme del suelo para ponerme en pie y llevarme hasta la habitación de al lado para depositarme sobre la cama que había allí, dejándome a solas con la guapa masajista.  Instantes después la chica que hablaba inglés regresó con mi mochila para dejarla junto a la cama, fue un detalle, seguramente destinado a conseguir mi tranquilidad mientras me daban el masaje, dentro llevaba mi cámara, el pasaporte y 150 dólares.

Calle en Manila
Calle en Manila

La habitación o no tenía ventana o se encontraba cerrada, estábamos en penumbra, tenuemente alumbrados por una vela, lo que creaba un ambiente misterioso y excitante. Yo, que esperaba sentado al borde de la cama, escuché que la chica me ordenaba quitarme la ropa. ¿Toda?, pregunté. Toda, dijo ella.

Mis fuerzas me habían abandonado, pero mi cerebro aún era capaz de funcionar, recuerdo que aquella situación me creaba una sensación concupiscente despertándome el apetito de placeres sexuales mientras ella me ayudaba a desvestirme. Lo único que me quité por mi propia cuenta fue la barriguera que llevaba en la cintura oculta bajo el pantalón, dejándola a mi lado en la cama.  En ella guardaba todo mi dinero

Después de quedarme totalmente desnudo, observé cómo la chica colocaba un aceite en sus manos y las frotaba junto a mi, con su rostro iluminado por la luz de la vela y su perfilado cuerpo entre las sombras, resultaba una visión excitante, pese a que ella continuaba vestida. Me pidió que me colocara tumbado hacia abajo para empezar el masaje sobre mi espalda.

Minutos más tarde me pidió darme la vuelta para darme el masaje por delante.  Coloqué la mano sobre mi barriguera para comprobar que seguía allí alojada y me dejé llevar.  Ella,  que llevaba puesto un vestido, se puso a horcajadas sobre mí colocando sus rodillas a ambos lados de mis caderas, rozando la parte interna de sus piernas con mi piel desnuda, lo que provocaba aún más la combustión de mi cuerpo.  Entonces extendió sus brazos apoyando la palma de sus manos en mi pecho, inclinándose ligeramente sobre mí e iniciando movimientos que me parecían más cercanos a las caricias que a la ejecución de un masaje.

Pese a la pérdida de facultades, me encontraba en una incitante posición, aún con esfuerzo, mantenía los ojos abiertos observando como la luz de la vela sobre la mesilla me dejaba ver cómo había retrocedido su vestido por encima de sus rodillas,  como su cuerpo inclinado sobre mí me dejaba ver de muy cerca la oscilación de sus senos pendiendo detrás del escote. Ella, quizá adivinando mis deseos, aún los encendió más convirtiendo el masaje en un juego de caricias, al que yo me sumé con las mías revoloteando con mis manos por su cuerpo, fuera para deslizarlas por los excitantes contornos expuestos ante mí o para atrapar la sensual voluptuosidad de sus senos.  Ella no oponía resistencia a la inquietud de mis manos, pero entre risas y palabras cariñosas frenó mis impulsos tratando de convencerme de que estaba muy cansado y era mejor que estuviera tranquilo, si quería, podíamos vernos al día siguiente.  De manera que dio por finalizado el masaje y se separó de mí.

Realmente tenía razón, sólo mantener los párpados abiertos me costaba un gran esfuerzo.  Ella misma me ayudó a incorporarme y sentarme en la cama, y luego a vestirme por completo empezando por ponerme la barriguera con el dinero sujeta a la cintura.  Para cuando acabó de vestirme yo ya era un simple monigote incapaz de mantener el equilibrio.

Aunque quería abrir los ojos, no podía, los párpados pesaban como losas, la mente sin embargo se resistía a perder su consciencia, luchando por mantenerse despierta.

A partir de ese momento los recuerdos son borrosos, el último recuerdo nítido que tengo fue saliendo de la habitación cogido por los hombros de dos de las chicas  diciéndome que iban a llevarme al hotel y que ya nos veríamos al día siguiente. Si quería podíamos encontrarnos en el parque José Rizal junto a su estatua a las once de la mañana.  Supongo que debí asentir y me sacaron de la casa, después sólo tengo la vaga percepción de dos cosas: una que era de noche y la otra que subimos a una moto-taxi, o me subieron, colocándome sobre las piernas de dos de ellas, llevándome cogido como si fuera un niño pequeño.

Al día siguiente pasadas las ocho de la mañana, desperté. Me encontraba vestido encima de la cama y con un sabor agrio en la boca, al incorporarme vi que al lado había un vómito reseco, sin duda el mio, pero no me acordaba de nada. Traté de poner en orden mi cabeza, no sabía qué me había pasado ni cómo había llegado al hotel. Lo primero que recordé es que estuve con las tres chicas filipinas. De repente tuve un mal presentimiento y me llevé la mano a la barriga.  Al notar que mi barriguera estaba allí y palpar su grosor, respiré aliviado, el dinero seguía en su sitio. Afortunadamente  la mochila que llevaba también estaba en la habitación, la abrí y comprobé que allí continuaba el pasaporte, la cámara y los 150 dólares, hasta el dinero de mis bolsillos se encontraba en su lugar.

Poco a poco me fui despejando, teniendo como única explicación a lo que me había pasado que quizá la mezcla del calor y las cervezas me había sentado mal. Lo que sí recordaba bien es que me habían dicho que esa mañana podíamos encontrarnos a las once en el parque Rizal.

Después de ducharme y cambiarme de ropa bajé a la recepción, allí le pregunté al recepcionista cómo había llegado al hotel.  Según le había explicado el vigilante de la noche, llegué en un taxi, dándome a entender que dormido a causa de haber bebido, y él, con la ayuda del taxista, me habían llevado a la habitación. 

Recapacitando sobre el episodio, me sentí muy afortunado, nadie se había aprovechado de mí, bien las chicas, el taxista o el recepcionista del hotel podían haberme robado  el dinero y lo que llevaba en la mochila.  Todos ellos habían sido buena gente.

A las once en punto estaba en el parque bajo la estatua de José Rizal.

Pasados quince minutos empecé a dudar de si habría entendido mal el lugar o la hora de la cita, las chicas no llegaban.  Quien sí llegó fue un australiano y comenzamos a hablar.  Las once y media y las chicas seguían sin aparecer, comencé a sospechar que no iban a llegar, quizá yo había entendido mal la hora o el lugar de la cita.

Después de una hora de espera, con el australiano decidimos marcharnos de allí, convencidos que ellas no iban a llegar.

El australiano también viajaba solo y compartiendo el deseo de ir hacia las montañas del norte de Luzón hablamos de hacer juntos el viaje. Regresamos al centro y, antes de buscar un sitio para comer, fui a una casa de cambio para cambiar un cheque de cien dólares.  Al intentar abrirlo la cremallera no cedía, parecía atascada.  Me fijé bien a ver qué ocurría y un escalofrío recorrió mi espina dorsal: la cremallera estaba cosida.  Saqué mi navaja de la mochila y corté el hilo para poder abrirla, metí la mano y saqué un fardo de papeles blancos recortados al tamaño de los cheques de viaje, que tenían un tamaño igual a los billetes de dólares.  Entre ellos había quedado un cheque de cien, era todo lo que conservaba de los 8.000 dólares.

Acababa de despertar de la inopia que había sufrido desde el día anterior.

De inmediato se hizo la luz en mi ignorante cerebro, seguramente me echaron alguna sustancia en la coca-cola para dormirme o narcotizarme, luego cuando vieron el momento oportuno, mientras una me daba el masaje estando boca abajo y aturdido. Otra debió entrar en la habitación y cogiendo mi barriguera dieron el cambiazo con los papeles recortados para que no notara nada. Lo tenían todo muy preparado. Ahora comprendía algunos detalles que, si bien los vi extraños, no me hicieron sospechar el verdadero significado, como el hecho de no querer que les hiciera fotos o proteger la mochila para que no la robara otro.

Tuve que reconocer que eran unas buenas profesionales y, después de todo, no  les guardaba rencor, podía haber sido todo mucho peor, podían haberme dejado tirado en cualquier vertedero, sin embargo me pusieron en un taxi, le pagaron al taxista para llevarme el hotel, y además de no quedarse con el pasaporte, la cámara o los 150 dólares, me dejaron un cheque de cien para que pudiera mantenerme por un tiempo.  En realidad estaba más enfadado conmigo mismo que con ellas.

A partir de ese momento sólo quedaba ir a la policía a denunciar el robo y empezar el proceso de reclamación de los 7.900 dólares en cheques de viaje.

Filipinas, junio de 1990

 

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