Filipinas, el infierno en el mar

"Me quedé un poco en la orilla observando la barca y el armazón con los patines a los que yo atribuía nuestra salvación"

Marco Pascual
Viajero
07 de Enero de 2024
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Una frágil embarcación en el viaje por Filipinas
Una frágil embarcación en el viaje por Filipinas

Filipinas es un archipiélago de 7.104 islas. En esta perspectiva, el transporte marítimo  para ir de una isla a otra, o de una parte del país a otra, es algo obligatorio por pura necesidad.  Era mi tercera vez en Filipinas, pero sólo conocía las dos islas más grandes del norte, Luzón y Mindoro, ahora quería hacer un recorrido más profundo, descendiendo de norte a sur, de isla en isla.

Había llegado a Bulalacao, desde aquí pretendía tomar una embarcación a la siguiente isla, Boracay, por entonces la isla más turística del país debido a sus idílicas playas.  Boracay es una isla pequeña, una lengua de tierra en el mar que perfectamente se puede recorrer a pie, sólo tiene siete kilómetros de longitud

Partimos desde Bulalacao a primera hora de la mañana en la barca que a diario hace la travesía hasta Boracay. Seríamos una docena de pasajeros y bastante cargo, toda la parte de atrás y el centro de la barca, ya de por si estrecha, estaba llena de sacos. Los pasajeros íbamos situados sobre un estrecho banco pegado en los laterales, la embarcación poseía un rústico techo y los lados en su parte central donde estábamos sentados los pasajeros se hallaban abiertos, por lo que se podía disfrutar de la brisa y ver el mar de la parte opuesta además de los pasajeros instalados en frente.

Lo más peculiar, aunque allí era lo típico, es que tenía un armazón de bambú a ambos costados de la embarcación para sujetar dos largos patines igualmente de bambú y paralelos a cada lado, separados a unos tres metros de la embarcación. Supongo que con esto se debía conseguir una mayor estabilidad sobre el mar. Antes de salir le pregunté al piloto cuánto tiempo se tardaba en llegar a Boracay, su respuesta fue: depende. Dependía de cómo estuviera el mar, si estaba tranquilo entre tres y cuatro horas, si había oleaje y estaba movido…. serían más.

Salimos con el día nublado y el mar en calma, los pasajeros íbamos algo apretados, sobre todo por las mercancías y bultos que transportábamos, el cielo a lo lejos se veía oscuro, eso indicaba que durante la travesía podíamos encontrar lluvia, nada extraño en un país tropical, donde las tormentas llegan de repente y luego desaparecen igual que han llegado. 

Después de la primera hora el cielo fue oscureciéndose y el mar perdió la calma en la que estaba cuando partimos, ahora se veía un poco agitado y la barca empezaba a oscilar más con las ligeras sacudidas que provocaba un pequeño oleaje, lo que obligó también a reducir la velocidad. Yo miraba al cielo y veía que los nubarrones negros que antes se veían a lo lejos ahora se encontraban ya muy próximos, la cosa pintaba mal, parecían anunciar tormenta.

"Empecé a darme cuenta de lo negra que se ponía la situación, nadie decía nada, pero los rostros de angustia de los demás pasajeros lo decían todo"

La lluvia no tardó mucho en aparecer.  El cielo se cerró por completo y empezó a llover, el ayudante del piloto fue descolgando los plásticos que iban sobre el techo para protegernos de la lluvia.  En poco tiempo la lluvia arreció, teníamos ya la tormenta encima de nosotros, soplaba el viento y el mar se veía encrespado.  El ayudante  se acercó a un cajón en la parte trasera y sacó los chalecos salvavidas que seguido fue repartiendo a cada uno de nosotros. Para entonces la barca se meneaba con brusquedad y a los pasajeros nos sucedía lo mismo. De repente sufríamos sacudidas que nos impulsaban a uno u otro lado, habíamos perdido la estabilidad y mantenerse inmóvil era misión imposible. El sólo hecho de ponernos los salvavidas ya fue una operación complicada al soltar las manos de donde cada uno se agarraba, imposible mantener un mínimo equilibrio.

En aquellos momentos empecé a darme cuenta de lo negra que se ponía la situación, nadie decía nada, pero los rostros de angustia de los demás pasajeros lo decían todo. El cielo se había oscurecido por completo, la lluvia había aumentado su fuerza y el viento soplaba con más intensidad, tan apenas teníamos visibilidad, pese a que los plásticos dejaban pasar la luz no eran transparentes, por lo que nos hallábamos en un habitáculo casi a oscuras aun siendo de día, privándonos de una visión clara de lo que sucedía a nuestro alrededor.  La embarcación oscilaba como el cascarón de una nuez  flotando en aguas revueltas. Ante eso sólo podíamos hacer una cosa, agarrarnos lo más fuerte posible donde pudiera cada uno para no salir despedidos al lado contrario a cada golpe de mar o caer de espaldas en él, ya que los plásticos no estaban sujetos a ninguna parte y nada podía retenernos. La primera consecuencia fue la entrada de agua dentro de la embarcación, agua que nos fue empapando a todos.

La cosa se había puesto fea, creo que el miedo afloró entre todos los pasajeros. Yo miraba al piloto, quizá era el único que no había perdido la calma, o lo disimulaba muy bien, seguía al frente aparentemente impasible y de vez en cuando daba órdenes a su ayudante. Avanzábamos más despacio, en realidad ni siquiera sé si avanzábamos, pero el rugido del motor sonaba más fuerte, señal de que estaba luchando con toda su potencia contra aquella tempestad.

La incertidumbre sobre lo que podía sucedernos en medio de aquella tormenta navegando en tan frágil embarcación, se reflejaba en todos nuestros rostros, temiendo que en cualquier momento podíamos ser engullidos por la desatada bravura del mar. Las olas rugían con fuerza azotando la liviana embarcación, el viento aullaba entrando en nuestros oídos como un sonoro lamento, mientras el agua se colaba por todas partes, tanto la de lluvia impulsada por el viento como la del mar con la embestida de las olas. Nuestras ropas empapadas chorreaban.

"El agua se colaba por todas partes, tanto la de lluvia impulsada por el viento como la del mar con la embestida de las olas. Nuestras ropas empapadas chorreaban"

Nuestros esfuerzos se centraban en asirnos desesperadamente lo más fuerte posible para evitar ser escupidos en cada sacudida, de eso podía depender algo tan simple como la vida o la muerte si alguien caía al mar, el cual se encontraba temiblemente encrespado. Cada vez que nos golpeaba una ola parecía que la barca se iba a partir en dos, habíamos entrado en una montaña rusa marina, elevándonos a veces de la parte delantera, a veces de la parte trasera, y luego cayendo de golpe rebotando con violencia contra el agua.

Se escuchaban exclamaciones de miedo y de terror en aquellas dramáticas circunstancias. Parecía imposible que aquella pequeña embarcación pudiera resistir ante semejante tormenta, de hecho yo ya veía como un milagro que la barca no estuviera destrozada o hundida en el mar, me parecía increíble que aún siguiera flotando.  Creo que el milagro lo producían los patines de bambú que llevábamos a los lados. Cuando el golpe de las olas en los costados nos llevaban a un vuelco seguro de la embarcación, el patín del otro lado frenaba el contundente golpe impidiendo el vuelco. Los patines eran los que mantenían el equilibrio posibilitando que la barca permaneciera a flote, nuestra salvación.

No sé cuánto tiempo aguantamos en aquel tempestuoso oleaje, pero sé que la angustia que viví fue grande, cada vez que sentía el fuerte azote de las olas llevándonos a la deriva saltando en el agua como una pelota lo hace sobre el suelo. Me veía siendo irremediablemente tragado por el mar junto a todos mis compañeros. Luego, cuando resurgíamos hacia arriba otra vez era como un constante revivir. 

Estuvimos sometidos a merced de la tempestad alrededor de una hora, una larga e interminable hora, pero por fin la tormenta empezó a cesar. La lluvia recia pasó a ser una llovizna ligera y el viento dejó de soplar aullando con fuerza para transformarse en un viento fácil de domar. Poco a poco el mar fue abandonando su bravura hasta convertirse de nuevo en una bestia amansada sobre la que ya podíamos tener control y seguir nuestra travesía.  El cielo seguía nublado, pero ya sin nubarrones negros sobre nosotros, los oscuros nubarrones que había formado el miedo en nuestra mente también habían desaparecido. Ahora, viéndonos salvados, tímidas sonrisas emergían en los rostros de todos mientras mis compañeros hacían comentarios en tagalo, riéndose creo del miedo pasado.

"Ahora, viéndonos salvados, tímidas sonrisas emergían en los rostros de todos mientras mis compañeros hacían comentarios en tagalo, riéndose creo del miedo pasado"

Llegamos sanos y salvos a Boracay, descendí el último para cruzar algunas palabras con el piloto, que él si hablaba inglés, elogiar su calma y destreza mostrada en una situación tan límite y también agradecerle haber llegado con vida. Los demás desaparecieron en un pestañear de ojos. Yo, sin embargo, aún me quedé un poco en la orilla observando la barca y el armazón con los patines a los que yo atribuía nuestra salvación. No entendía cómo otras embarcaciones mil veces mas grandes y fuertes habían naufragado en una tormenta y nosotros, con aquel ligero y frágil cascarón habíamos conseguido resistir.

Estaba completamente empapado pero feliz, temí por mi cámara, si le había entrado el agua podía haberse estropeado, antes de meterla en la mochila la había envuelto en una bolsa de plástico. Cuando la saqué parecía que estaba bien, que funcionaba, y allí mismo hice una foto de la embarcación. El único daño que sufrí fue en el dinero que llevaba. Dentro del cinturón había puesto mil doscientos dólares, cuando lo abrí en el hotel, además de empapados, los billetes estaban negros. Al parecer, con el agua el cinturón que era negro había desteñido y todos los billetes se habían impregnado de ese color quedando casi irreconocibles. Intenté cambiarlos en varios bancos y casas de cambio durante el viaje, pero en cuanto los veían todo el mundo los rechazaba, lo que me obligó a bajar el presupuesto y apretarme el cinturón.

Filipinas, junio de 1998

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