La frontera loca

Una historia rocambolesca en Transnitria, un país desconocido independizado de Moldavia

Marco Pascual
Viajero
08 de Octubre de 2023
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En casa de nuestros amigos Alex e Irina
En casa de nuestros amigos Alex e Irina

Un día de verano a las ocho de mañana partimos en autobús de la ciudad de Odesa, al sur de Ucrania, con destino a Chisinau, Moldavia. Esta vez no iba solo, me acompañaba mi amigo José. Salvo nosotros dos, el resto de los pasajeros eran moldavos. La carretera era estrecha y en pobres condiciones, el autobús casi una reliquia, pero el paisaje en nuestro recorrido resultaba gratificante, grandes llanuras con ligeras ondulaciones que a veces dejaban ver aldeas o casas de campo con sus vallados para animales, con sus viejos tractores aparcados y anticuados aperos agrícolas junto a la casa.  Era una zona fundamentalmente agrícola en la que sus campos ofrecían el colorido de las cosechas, donde predominaban las plantaciones de girasol adornando el paisaje campestre.

A media mañana llegamos a la frontera de Ucrania, la salida no debería suponer un problema, pero temíamos que tuviéramos que soportar una espera prolongada si se les antojaba a los guardias, los policías ucranianos habían recibido la herencia soviética en su manera de proceder y podía ser que fueran arrogantes, corruptos o exageradamente estrictos.

El autobús se detuvo al llegar a una barrera, el chófer paró el motor y los pasajeros esperamos sentados sin movernos de nuestros asientos.  Al poco subió al autobús un policía con su enorme gorra de plato y recorrió el pasillo extendiendo su mano a ambos lados del pasillo para pedir nuestros pasaportes, a la vez que miraba la foto en cada uno de ellos son sumo detenimiento y miraba a la cara de su dueño para ver si correspondía.  Luego descendió con el paquete de pasaportes en sus manos y quedamos a la espera.

Iba sentado a un lado junto a la ventanilla, me quedé mirando por ella una especie de barracón de tablas que era la sencilla oficina de la policía ucraniana. Al lado había una tienda donde parecía que vendían chucherías, cosas de comer como snacks, bebidas, tabaco, y fuera junto a la puerta de entrada un arcón de helados. José y yo nos miramos en los bolsillos a ver si nos quedaba algo para gastar, pero tan apenas nos quedaban unas monedas que no servían para nada. 

Entonces escuchamos el sonido algo estruendoso de una moto que paraba junto a nosotros delante de la barrera. Estiramos el cuello observando que se trataba de una moto con sidecar que parecía sacada de un museo de historia, quizá de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. De ella se bajaron dos individuos, quienes en lugar de dirigirse al barracón de la policía fueron primero a la tienda, uno entró dentro y el otro se quedó fuera, se desabrochó la bragueta del pantalón y se dispuso a orinar tranquilamente frente a la pared de la tienda.  Aún no había terminado cuando su compañero salió de nuevo sin nada en las manos, descorrió la tapa del arcón de helados y cogió uno.  La dueña, una mujer mayor y corpulenta, al ver que le estaba robando un helado salió fuera para recuperarlo.  Al ver a la mujer gritando y amenazándole con la mano el alto, el individuo soltó el helado y echó a correr, mientras su compañero que justo terminaba de orinar, reía escandalosamente.

Al cabo de un rato de espera nos ordenaron bajar y hacer cola frente al barracón, creo que esta vez nos tocaron los polis buenos, pues tal como íbamos llegando nos sellaban el pasaporte devolviéndonoslo. Salimos de Ucrania sin ningún contratiempo.

Subimos al autobús y proseguimos, deteniéndonos en el puesto fronterizo de Moldavia, o eso creía yo, a menos de trescientos metros de distancia. Vuelta a empezar el mismo proceso de los pasaportes.  El chófer aparcó el autobús a un lado y paró el motor, seguíamos siendo los únicos que atravesaban la frontera, aunque eso no nos iba a librar de afrontar otra espera silenciosa.

En una primera instancia dos policías dieron una vuelta alrededor del autobús, luego desde la puerta le ordenaron algo al chófer.  Esta vez fue él quien se ocupó de recoger todos los pasaportes para entregárselos después  a uno de los policías.  Al cabo de un tiempo llegó el chófer con los pasaportes en la mano, y desde la parte delantera del autobús empezó a cantar los nombres de cada uno para devolvérnoslos. Cuando se quedó sin pasaportes en la mano José y yo nos miramos, faltaban los nuestros.  Antes de que pudiéramos decir nada, un policía subió al autobús y le dijo algo al chófer enseñándole nuestros pasaportes, él los abrió y en voz alta leyó nuestros nombres indicándonos a continuación que fuéramos a la parte delantera, una vez allí nos dijo que acompañáramos al policía.

Viajando en autobús en Moldavis
Viajando en autobús en Moldavia

Hicimos lo que nos dijo, bajamos del autobús donde esperaban dos policías, preparándome para lo que podían pretender mientras en silencio seguíamos dócilmente los pasos de los policías, sólo me faltaba saber qué tipo de extorsión iban a intentar.

Nos llevaron a una caseta alejada del puesto fronterizo perdiendo de vista nuestro autobús, parecía evidente que nos conducían a un apartado a solas, sin testigos. Pasamos dentro, donde había una pequeña y austera oficina con un oficial dentro sentado detrás de una mesa.  Los policías que nos llevaron allí le entregaron nuestros pasaportes y él empezó a examinarlos como si estuviera descifrando una clave oculta en ellos, luego levantó la vista y en un tono seco nos dijo algo en ruso. 

Por el tono y su ceño fruncido parecía preguntar algo, pero nosotros no teníamos ni idea de ruso, salvo algunas palabras que tuvimos que aprender mientras estuvimos en Ucrania. Nos quedamos como estábamos, sólo podíamos intuir que el oficial nos estaba requiriendo algo.  Él, con cara de pocos amigos y voz gruesa empezó a agitar nuestros pasaportes delante de nuestras narices con manifiesto mal humor.  Sólo podíamos entender que teníamos un problema. Yo le preguntaba qué era lo que pasaba, pero él no tenía ni idea de inglés.  Estábamos igual, manteniendo un diálogo entre besugos sin que ninguno comprendiera nada del otro.

El oficial pareció hartarse y como queriendo zanjar el asunto nos apuntó a cada uno con su dedo índice diciéndonos en ruso: “desyat, desyat”.  Eso lo entendimos, significaba diez.  Comprendimos que nos estaba pidiendo diez euros a cada uno. No parecía una extorsión importante, pero me puse a la defensiva y le pregunté por qué. Dudo que entendiera lo que le decía, sin embargo creo que mi lenguaje gestual si que debía comprenderlo, aunque siguió insistiendo que debíamos darle diez euros cada uno, a lo que yo respondí en ruso de forma tajante: “¡niet!”, ¡no!.  Creo que eso lo puso de peor mal humor.

El oficial empezó a rebuscar entre los papeles que además del pasaporte tuvimos que mostrarle, sacando de entre ellos el del seguro de viaje de Ucrania, algo obligatorio para obtener el visado, y agitándolo en el aire nos decía algo dando a entender que preguntaba dónde estaba nuestro seguro de viaje a Moldavia. Yo cogí el pasaporte y le mostré el visado moldavo conseguido en la embajada de Sofía, Bulgaria, ya habíamos pagado por él y allí no nos habían pedido tener un seguro de viaje para entrar en Moldavia, de modo que seguí negándome a pagar los diez euros.  El oficial de policía cada estaba más fuera de sus casillas, con cara de pocos amigos nos gritaba que le diéramos diez euros cada uno.  En este punto José, que aún no había intervenido, me preguntó si no sería mejor darle el dinero y olvidarnos.  Yo, sin embargo, seguía en mis trece de no darle nada, ya teníamos el visado, no teníamos por qué darle ningún dinero, no debíamos ceder a lo que parecía una extorsión.

El oficial, finalmente, desesperado y cabreado a partes iguales, nos echó fuera de allí haciendo un ostensible gesto de desprecio con la mano.

Nos quedamos fuera y sin los pasaportes, esperando ver que pasaba.

Empezamos a preocuparnos, sobre todo por el autobús.  Los demás estarían esperando por nosotros, ¿seguirían ahí esperando?.  No podíamos verlos ni hablar con ellos para explicarles la situación, quizá llegaban a pensar que al tardar tanto nos tenían retenidos y optaban por seguir viaje sin nosotros.

Unos cinco minutos más tarde salió uno de los policías, nos miró y abriendo su mano alzada mostrando sus cinco dedos, nos dijo: ”¡pyat, pyat!”. Ahora nos estaba pidiendo cinco euros a cada uno.  Yo volvía a mantener la misma respuesta: “¡Niet!"

José me miró y me dijo: bueno, ahora sólo es cinco euros cada uno, creo que podíamos dárselos.

Quizá era una cabezonería de mi parte, pero nunca había cedido a una extorsión de la policía en ningún país, y en Moldavia no iba a ser diferente.  Se lo dije a José, después miré al policía y le dije: ¡ni diez ni cinco, nada! Quiero nuestros pasaportes.

El policía regresó a la oficina de nuevo para transmitir nuestro comunicado.  Para José estábamos corriendo demasiados riesgos, si el autobús se marchaba sin nosotros iba a ser peor, y seguramente tenía razón.

Espero que no se vaya, le dije para tranquilizarlo, pero si se va ya lo alcanzaremos, sabemos que no pasará de Chisinau.

Minutos más tarde el mismo policía volvió a salir contagiado con la cara de desprecio que había puesto antes su jefe, pero con nuestros pasaportes en la mano. Nos los dio sin decir nada, prácticamente nos los tiró encima.

Regresamos deprisa con la incógnita de si el autobús seguiría allí, afortunadamente allí seguía. Nos unimos al grupo de pasajeros que se encontraba haciendo cola delante de una cabina acristalada junto al carril de entrada de los vehículos.  No sabíamos para qué era eso pero nos pusimos también al final de la cola. Delante de nosotros iba una joven pareja de moldavos y por suerte hablaban inglés, les pregunté para qué estaban allí, explicándonos que era para pagar un peaje de entrada.  ¿Pero los peajes no son para los vehículos?, les pregunté. Ellos respondieron que además de los vehículos, allí también tenían que pagar las personas por usar la carretera.  Curiosa norma, pero si los moldavos pagaban nosotros también tendríamos que hacerlo.  Pregunté cuánto costaba el peaje, no fuera a ser que la persona encargada de cobrar al ver que éramos extranjeros nos subiera la tarifa.  La tasa era un poco menos de tres euros al cambio, el problema era que no llevábamos nada en moneda local y allí no había ninguna oficina para cambiar.  Por suerte aquella pareja se ofreció a cambiarnos diez euros resolviéndonos el problema.

Transnistria 2
Con Irina en una visita posterior a Moldavia.

La cola avanzaba muy despacio, de modo que tuvimos tiempo de entablar una conversación con nuestros nuevos y amables amigos moldavos, sentían curiosidad por saber qué tal nos había ido con la policía, de manera que les explicamos lo sucedido. En el momento de decirles que nos negamos a pagar puesto que ya teníamos el visado de entrada a Moldavia, ellos nos informaron de algo que nos sorprendió: aquello no era Moldavia. José y yo nos miramos desconcertados, ¿cómo era posible que nos hubiéramos equivocado de ruta, de autobús o de país. ¿Dónde estamos entonces?, pregunté yo extrañado.

Esto es Transnistria, dijo la chica, que se llamaba Irina.

Para nosotros era la primera vez que escuchábamos ese nombre, no sabíamos que existiera ese país ni tampoco que tuviéramos que pasar por él para llegar a Moldavia.

Nuestros amigos Alex e Irina nos explicaron que Transnistria pertenecía a Moldavia, pero un par de años después de que Moldavia se independizara de Rusia la región de Transnistria se independizó de Moldavia con ayuda de las tropas rusas, de hecho hubo una guerra civil que duró dos años.  Salvo Rusia y Ucrania, a día de hoy ningún país de la comunidad internacional ha reconocido a Transnistria.

Entonces entendimos el problema de la aduana y por qué el policía parecía decirnos que carecíamos de los papeles para entrar, no estábamos en Moldavia.  Esta vez nuestra ignorancia al desconocer que incrustado en el vientre de Moldavia se encontraba ese nuevo país, nos había sido útil ahorrándonos diez euros a cada uno.

La espera haciendo cola para pagar se vio interrumpida de súbito por algo que nos dejó perplejos.  La frontera era un remanso de paz y silencio, por eso se hizo perceptible el ruido que llegó hasta nosotros con toda claridad.  Primero el sonido de una moto, que tal como resonaba su tubo de escape parecía que iba a explotar, seguido de gritos en ruso.  Por allí llegaba el mismo sidecar que habíamos visto una hora antes en la frontera de Ucrania, pero montado sólo iba el conductor, faltaba su compañero, el que había intentado robar el helado.  Al parecer había entrado en Transnistria y ahora regresaba de forma alocada esquivando obstáculos, aunque lo más inaudito era que lo hacía perseguido por un policía corriendo detrás del viejo sidecar gesticulando brazo en alto y gritando cosas.

Todos seguimos con la mirada el inesperado espectáculo, aquel individuo se saltó la aduana escapando de Transnistria, supongo que después de cometer alguna ilegalidad en el pueblo que había junto a la frontera, a tan solo unos doscientos metros de allí.  El sidecar era tan viejo que no debía superar la velocidad de un tractor, al llegar a nuestra altura un policía que estaba allí intentó echarle mano cuando pasó a su lado, pero el conductor en una afortunada maniobra consiguió esquivarlo en un giro brusco haciendo que la rueda del habitáculo anexo se levantara casi llegando a volcar, pero después de hacer un zig zag logró mantener el equilibrio del sidecar enderezando su trayectoria y logrando huir. Aquello estaba empezando a parecer una película cómica.

No hubo suerte para los perseguidores, una vez que el sidecar eludió la barrera y la traspasó enfilando la recta hasta la aduana Ucraniana, los policías tuvieron que desistir en su persecución. 

Abandonamos nuestros puestos en la cola para observar mejor el desenlace de la persecución.  El motorista enfiló el tramo recto que llevaba a Ucrania, entonces sus perseguidores comenzaron a gritar y hacer aspavientos con los brazos dirigidos a los policías de la otra aduana, los cuales entendieron el aviso y rápidamente sacaron una valles metálicas de color amarillo del tipo que se colocan en las obras y las cruzaron a modo de barrera.  Parecía que allí terminaba la fuga del motorista, sin embargo él no aminoró la marcha, sino que continuó a toda la velocidad que podía dar el sidecar.  Ese tipo o está loco o está borracho, pensamos José y yo.

Los dos policías que se habían quedado detrás de la barrera, al verlo llegar salieron corriendo cada uno para un lado viendo que se les echaba encima.  El sidecar impactó  contra la valla, creímos que ese era su final, pero la valla fue derribada por la embestida de la moto, la cual se frenó por la colisión y se tambaleó como un junco por una ráfaga de viento.  La rueda bajo el habitáculo del sidecar se levantó medio metro del suelo dando un salto e inclinándose hacia el otro lado, faltando muy poco para volcar, pero la moto consiguió pasar por encima de la valla dando tumbos escapando nuevamente sin que nadie pudiera echarle el guante.

No había pasado ni un minuto cuando escuchamos gritos a nuestras espaldas, nos giramos para ver qué pasaba.  Parecía que ahora era el turno del otro compinche, quien venía corriendo hacia nosotros con el torso descubierto y la camiseta en la mano, los gritos eran del policía que lo perseguía.  Aquello parecía indicar que después de pasar la frontera los individuos del sidecar habían ido al pueblo de Transnistria y allí debían haber cometido alguna fechoría. Estábamos viendo de nuevo la repetición del hecho anterior, un tipo corriendo y un policía detrás persiguiéndolo con el brazo en alto y gritándole.

Cuando estaba cerca de nosotros, para evitar pasar por el medio de la aduana, hizo un giro a la izquierda y se fue dirección a un lado donde estaba la valla de unos tres metros de alta que separaba los dos países. Este fugitivo también se encaminaba hacia Ucrania. El policía no conseguía darle alcance, por lo que alertó a los policías ucranianos del otro lado. Los dos policías que antes habían colocado las vallas metálicas para que no pasara el otro, ahora salieron corriendo junto a la valla dirección al tipo que les llegaba, para cogerlo entre dos fuegos.

El fugitivo se dio cuenta de que lo iban a atrapar, entonces se detuvo, tiró su camiseta al otro lado por encima de la valla y de un salto se encaramó para trepar por ella como pudo cuando llegaban a su altura, con el tiempo justo de escalar y saltar al otro lado dando esquinazo a los tres policías que se quedaron mirándolo desde el otro lado de la valla, observando cómo el tipo recogía su camiseta del suelo y se alejaba con tranquilidad ante la frustrada mirada de los policías burlados.

Habíamos sido espectadores de lujo de algo verdaderamente insólito, más propio de una película de Clarlot que de una rígida aduana del este de Europa.

Transnistria, verano de 2005

 

 

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