Kampala, una escuela para dormir

Los ugandeses son buena gente, amables y de trato fácil

Marco Pascual
Viajero
18 de Febrero de 2024
Guardar
Kampala, una escuela para dormir
Kampala, una escuela para dormir

Un viajero me había comentado que el alojamiento más barato en Kampala era una escuela, sólo costaba un dólar, por si quería utilizarla me dio su dirección. En más de una ciudad de China ya había utilizado este sistema de alojamiento, la residencia de estudiantes, para dormir allí por un precio muy bajo, y sin ir tan lejos cuando estuve en Praga me alojé igualmente en la residencia para estudiantes de una universidad cuando los estudiantes estaban en las vacaciones de verano. Al llegar a Kampala tomé la decisión de alojarme en aquella escuela.

Lo primero que me sorprendió al llegar a Kampala fue el cambio de dinero. Hice un cambio de doscientos dólares y mi mochila de apoyo se llenó de fajos de billetes, los chelines, la moneda oficial. Se habían devaluado enormemente, además los billetes eran viejos y de bajo valor, por lo que me dieron unos diez gruesos fajos de dinero.  Un bulto excesivamente grande para un valor tan pequeño, incómodo de llevar o de guardar.

Me presenté al conserje de la escuela, creo que él vivía en la escuela también, y le pregunté si podía alojarme allí. Su respuesta fue afirmativa, costaba un dólar diario, pero tenía algunas condiciones. La principal que durante el día no podía hacer uso de mi alojamiento, creo que sólo podía hacer uso de él a partir de las seis de la tarde, ya que el dormitorio era una aula para niños de primaria que terminaban sus clases a las cinco, así que no podía utilizarla hasta después de terminar las clases, y por esa misma razón debía dejarla libre a las siete de la mañana, pues los niños empezaban las clases a las ocho.

Por otra parte, la escuela no tenía aseos, si quería asearme tendría que hacerlo en el exterior de la escuela en la zona de recreo, donde del suelo brotaba un tubo de plomo de medio metro con un grifo en la parte superior.  Estuve meditando unos segundos. Como en realidad durante el día no solía usar el hotel me podía arreglar, pero el problema era qué hacía con mi mochila. Le pregunté por ello y me dijo que lo acompañara. Me llevó a un cuarto cerrado con llave, abrió la puerta y me lo mostró, era el cuarto de la limpieza.

-Aquí puedes guardar tu mochila sin problema, sólo yo tengo la llave-, me dijo.  Era una solución, pero, ¿y si necesitaba algo de la mochila durante el día?  Volvió a decirme que eso tampoco era problema, él estaba allí todo el tiempo, podía abrirme el cuarto cuando lo necesitara. Quizá la principal desventaja era la distancia, la escuela se encontraba a casi media hora a pie del centro, ir a cenar y luego regresar por la noche podía ser muy peligroso para mí.

Para eso me dio otra solución, la escuela tenía una cafetería y la cocinera podía quedarse hasta las seis para prepararme la cena, sólo tenía que decirle durante el día qué quería para cenar y a qué hora. Eran unas condiciones razonables pero escasamente convenientes, sin embargo acepté, era una experiencia nueva y quería probarla.

Antes de dejar la mochila en el cuarto de limpieza metí en ella unos cuantos fajos de dinero quedándome sólo con dos, esperando que allí estuvieran más seguros que llevándolos yo en la mochila de apoyo. Luego salí a conocer la ciudad, de camino me encontré con un gran mercado, lo que atrajo mi curiosidad y no pude resistir entrar a verlo.

Vi que me encontraba en un mercado singular y fascinante, aunque tradicional y común en todo África.

Nada más traspasar la entrada ya vi que me encontraba en un mercado singular y fascinante, aunque tradicional y común en todo África. Las mercancías solían encontrarse en telas de arpillera o plásticos sobre el suelo, los mejores puestos, como  los que vendían carne, estaban sobre estantes de madera, todo se hallaba mezclado formando un laberinto de tenderetes diversos sobre el suelo de tierra, un fiel reflejo de la pobreza africana.

Saqué la cámara e hice algunas fotos, entre ellas una al sencillo puesto donde se vendían saltamontes verdes, luego me subí a un parapeto  para tener una mejor perspectiva del mercado y dejé la mochila entre mis pies para enfocar la cámara. A  través del visor observé que la gente reía, intuí que no debía ser para la foto, sino por alguna otra razón, su sonrisa escondía algo que me hizo sospechar. 

Bajé la cámara y miré a mis pies, la mochila había desaparecido. Alcé la vista y miré alrededor, en ese momento vi un chico corriendo con la mochila en la mano entre los puestos buscando la salida del mercado. Bajé al suelo de un salto y me lancé en su persecución, por suerte pude verlo antes de doblar la salida. Ya en la calle lo tenía al alcance de la vista y poco a poco fui comiéndole terreno en una carrera entre la gente. Cuando sólo me quedaban unos dos metros para atraparlo soltó la mochila. No tenía mucho valor, un par de fardos de dinero, que no serían más de cuarenta dólares, y algunos rollos fotográficos, pero me sentí contento de poder recuperarlos.

Cada lugar en el mundo transmite sus propias sensaciones, el episodio que acababa de ocurrirme no era muy prometedor en cuanto a sensaciones agradables se refiere, pero eso sólo fue un equívoco presagio, enseguida me di cuenta que los ugandeses son buena gente, amables y de trato fácil.

En cambio no puedo decir que Kampala gozara de muchos atractivos, simplemente era un fiel ejemplo de la esencia africana.  Comparada con Nairobi, parecía que a Kampala el desarrollo le estaba llegando con retraso, la mayoría de sus calles eran de tierra y sus edificios construcciones de madera o simples casas de bloques prefabricados, había una patente escasez de tiendas modernas y productos importados. Incluso los bancos, en general sólidos edificios, aquí mantenían una sencillez absoluta, manifiesta en sus desgastados mostradores de madera y la total ausencia de aparatos electrónicos, teniendo a los empleados que manejaban el dinero de la caja rodeados por una alambrada como si estuvieran metidos en una jaula.

En cuanto a su parque automovilístico, era limitado y anticuado, no se veían taxis y tan apenas algunos coches particulares, el medio de transporte más popular eran los “matatus”,  minibuses encargados del transporte público en el país.  Evidentemente tampoco era una ciudad cosmopolita, lo único internacional que tenía era la sede de Naciones Unidas y el hotel Sheraton, donde solían alojarse los funcionarios de Naciones Unidas.

La parte con más encanto se encontraba en la zona colonial, de edificios de madera y hermosas balconadas

La parte con más encanto se encontraba en la zona colonial, de edificios de madera y hermosas balconadas, donde podía verse gente perezosa reposando bajo la sombra de los porches. Los ugandeses tenían un carácter cordial, eran amables y predispuestos a la sonrisa, lo que facilitaba mucho el trato con ellos.

El encuentro más inesperado sucedió con un hombre que al decirle de dónde era comenzó a hablarme en español. La razón es que él era diplomático cuando Idi Amin estaba de presidente de Uganda y fue enviado a Cuba, donde estuvo tres años como secretario de la embajada de Uganda.

Nos metimos en un café para alargar nuestra conversación y allí me contó muchas cosas sobre la situación del país y alguna de su vida personal, como su dedicación en ese momento. Al ser derrocado Idi Amin tuvo que dejar su empleo de diplomático y buscar otro trabajo.

Ahora vivía en Entebe, a orillas del lago Victoria, donde se había convertido en ganadero. En Uganda la leche era un producto escaso y caro, se la consideraba un artículo de lujo, lejos de las posibilidades de la mayoría de las familias ugandesas, de manera que a él se le ocurrió crear una ganadería de vacas productoras de leche. A poco que mejorase la economía podía ser un buen negocio.

Me explicó que las vacas africanas daban poca leche, pero gracias a un programa de ayuda de la Comunidad Europea había conseguido un préstamo para comprar varias vacas exóticas, quienes daban tres veces más de leche. Lo malo de estas vacas, dijo, es que les costaba adaptarse al clima y necesitaban beber tres veces más de agua, y el agua potable no era fácil de obtener. Extrañado por cómo denominaba a las vacas de importación, le pregunté qué clase de vacas eran las exóticas, él arqueó sus cejas extrañado a su vez de que yo no lo supiera, diciéndome que en Europa había muchas de esas, eran unas de color blanco y negro.

Adaptarme a las normas del alojamiento en la escuela no me costó mucho. Llegaba pasadas las cinco de la tarde, cansado de caminar y soportar el calor de todo el día. Lo primero era buscar al conserje para pedirle que abriera el cuarto de limpieza, allí mismo me quitaba la ropa y me ponía un bañador, cogía una bolsa de aseo y una toalla y seguido me iba a dar un baño con un cubo que me prestaba el conserje.

A esa hora las clases ya habían terminado y las aulas estaban vacías, pero al salir al exterior aún había niños jugando en la zona de recreo, un campo abierto con césped, justo donde se encontraba el grifo del que debía tomar el agua y bañarme.  Había niños que jugaban y corrían por ahí, otros jugaban al fútbol, y yo bañándome con el cubo echándome el agua por encima con un cazo, al más fiel estilo local. El baño no era ni íntimo ni cómodo, pero era muy natural y me resultaba gracioso verme a mí mismo en esa situación.

Terminado el baño regresaba dentro de la escuela y buscaba de nuevo al conserje, para entonces ya tenía disponible el aula para mí, de modo que cogía mi mochila y lo acompañaba. Eso el primer día, los días posteriores ya iba por mi cuenta. 

La colchoneta hacía de cama improvisada pero sin sábanas, suerte que yo llevaba conmigo el saco de dormir y no las necesitaba

La clase donde asistían los niños a la escuela pasaba a ser mi habitación. El conserje había apartado unos cuantos pupitres para dejar un espacio libre, barrido el suelo y depositado en él una colchoneta de espuma, todo listo para que pudiera dormir. La colchoneta hacía de cama improvisada pero sin sábanas, suerte que yo llevaba conmigo el saco de dormir y no las necesitaba.

Me vestía y dejaba allí mis mochilas, la puerta de la clase tenía una llave que me dejaba el conserje para que pudiera cerrarla cuando saliera del aula. Por la mañana ya había encargado la cena para un poco antes de las seis, así que cerraba el aula y me iba a la cafetería a cenar, que sorprendentemente tenía clientes adultos, la mayoría hombres.

En principio no comprendía que hubiera clientes adultos en la cafetería de la escuela, pero ellos mismos se encargaron de explicármelo.  La escuela para los niños de primaria terminaba a las cinco, pero a las seis había cursos para adultos y por eso ellos estaban allí, para asistir a las clases nocturnas. Gracias a ellos yo podía quedarme allí a cenar con tranquilidad, pues mientras duraban las clases permanecía abierta la cafetería.

Esa misma noche después de terminar mi cena, algunos de los alumnos me animaron para que los acompañara a su clase y estuviera allí. En principio me extrañó la invitación, qué pintaba yo en su clase, me dije, pero luego, pensando que estar solo en la cafetería iba a ser aburrido, acepté, me aseguraron que el profesor no pondría problema. Cuando llegamos a la clase me presentaron al profesor y le preguntaron si podía quedarme allí, a lo que el profesor, con la misma amabilidad que sus alumnos, dijo que sería un placer tenerme con ellos.

Viéndome ahí sentado como uno más, me parecía lo más insólito y difícilmente imaginable entre mis planes en Uganda

No recuerdo de qué eran las clases exactamente, simplemente me situé en la última fila y me dispuse a escuchar. Viéndome ahí sentado como uno más, me parecía lo más insólito y difícilmente imaginable entre mis planes en Uganda. Luego, con el transcurrir de la clase, en un momento que el profesor hacía preguntas a sus alumnos sobre algo, no sé si por curiosidad, por integrarme en la clase o por saber qué pensaba yo, me trasladaba también a mí alguna de sus preguntas, con lo que puede decirse que en ciertos momentos pasé de ser un simple escuchante a participar en la clase como un alumno más.

Había previsto unas noches largas y aburridas sin salir de la escuela desde que llegaba pasadas las cinco de la tarde, sin embargo no podía haber encontrado mejor distracción para esas tardes y noches vacías de entretenimiento. En la segunda noche tuve un encuentro extraordinario al coincidir en la escuela con dos holandeses, Jaab y Peter, quienes vivían en en Congo, entonces llamado Zaire, llevando comida de Naciones Unidas para refugiados sudaneses en el norte del Congo. Llegaron por la tarde y también lo hacían para alojarse en la escuela, pero bomo disponían de vehículo propio y conocían bien Kampala, salían a cenar a un restaurante.  A la hora de acostarnos volvíamos a vernos en el aula y allí era donde hablábamos antes de dormir con algunas latas de cerveza que traían con ellos.

Al cuarto día partí hacia la estación de Matatus para tomar uno a Kasese. mientras  mis amigos holandeses lo hacían a Nairobi para resolver un asunto de trabajo, ellos mismos me llevaron a la estación de matatus en su coche.  Allí nos despedimos, con la invitación de su parte para visitarlos en El Congo, cosa que haría meses más tarde antes de regresar a España. 

Allí terminaba mi primera estancia en Kampala con el inusitado alojamiento en una escuela, ahora continuaba viaje hacia Kasese como primera etapa, una ciudad entre el lago Eduardo y las montañas Rwenzori, donde tenía esperanzas de poder ver a los gorilas.  La primera dificultad a la que me enfrentaba entre el impresionante enjambre de Matatus  era encontrar el que me llevara a Kasese.

Uganda, noviembre de 1991

Archivado en

Suscríbete a Diario de Huesca
Suscríbete a Diario de Huesca
Apoya el periodismo independiente de tu provincia, suscríbete al Club del amigo militante