Había llegado por primera vez a Nairobi, lo que en Kenia llaman la “Puerta de África”. Después de recorrer y explorar la ciudad era el momento de ver otras cosas, y estando en Kenia lo imprescindible era ir a un Parque Nacional para ver animales, es decir, hacer un safari. Visité algunas agencias de viajes locales que los organizaban, dedicadas a viajeros independientes y mochileros. Me decidí por una apuntándome a para ir a la reserva de Masai Mara, con residencia en un campamento dentro de la reserva y durmiendo en tiendas de campaña, en el lugar disponían de una sencilla cocina de campo para cocinarnos las tres comidas al día. Vivir y dormir dentro de la reserva entre animales me parecía tan fascinante como poder verlos durante el safari en el minibús que nos iba a trasladar.
A la vez también me apunté en otro viaje más alternativo, con destino al lago Turkana, en el norte pegado a Etiopía, para visitar el lugar más remoto y menos conocido del país, junto con el menor indice del población. Era la zona más aislada y desértica del Kenia, de una naturaleza con las temperaturas más extremas, tanto de calor como de frío entre el día y la noche. Además de la tribu Turkana, en la zona se encontraba la tribu más pequeña de África, “El Molo”, y de camino podríamos ver otras tribus nómadas como los Samburu, Rendile o Gabbra. El viaje se hacía en camión y no tenía una fecha exacta de salida, se haría en cuanto hubiera al menos diez viajeros apuntados.
Un par de días después de concluido el safari en la reserva Masai salimos hacia el lago Turkana embarcados en una especie de camión-autobús, creo que debíamos estar unos doce viajeros de diferentes nacionalidades, todos mochileros, salvo Sara, una chica inglesa que había estado dos años de cooperante como profesora en una escuela rural. El viaje a lo desconocido, pues en aquel momento no tenía referencias del lugar, me generaba mucha expectación y prometía emociones, empezando por la que tendría ya el primer día, la emoción más paralizante de mi vida.

Como nos venía de paso, la parada inicial del viaje la hicimos en el lago Nakuru, su impresionante atracción son los miles de flamencos rosas que estacionan allí, una visión realmente espectacular, especialmente cuando echan todos a volar. Allí cambiamos de carretera para tomar la ruta al norte, parando a comer en algún punto del camino. El chófer, además de conducir, también era el guía, incluyendo otra persona que se encargaba de preparar la comida, pues estaba previsto comer en nuestro propio campamento allí donde nos pillara, por lo que llevábamos las provisiones necesarias para todo el viaje, el cual creo tenía una duración de diez días.
Durante el camino ya empezamos a encontrarnos gente de alguna etnia local de la zona, o más bien nos encontraban ellos, pues allí donde nos deteníamos aparecían de la nada muchachos jóvenes atraídos por la curiosidad, aunque ésta, ciertamente, se repartía a partes iguales entre ellos y nosotros. A medida que nos alejábamos de Nairobi, más notables eran las diferencias impuestas por el terreno del Valle del Rift, más agreste, árido y montañoso, pero sobre todo por las tribus que lo poblaban, quienes seguían conservando su tradicional y antigua forma de vida, manteniendo intactas sus costumbres y forma de vestir, cubriéndose el cuerpo con simples telas alrededor.
Al atardecer llegamos a orillas de un lago, lugar donde íbamos a montar nuestro campamento para cenar y dormir, un entorno donde reinaba la más absoluta soledad. El paisaje era maravilloso, haciéndonos sentir una complaciente sensación de libertad. Lo primero que hicimos nada más bajar del camión fue acercarnos a la orilla del lago para observar un grupo de hipopótamos, quienes apenas dejaban ver sus ojos y orejas sobresaliendo de la superficie del agua.
Creo que alteramos su tranquilidad, o quizá porque ocupamos su terreno, algunos empezaron a salir del agua haciéndonos retroceder, incluso uno, quizá molesto por nuestra presencia, echó a correr hacia nosotros, por lo que tuvimos que dar media vuelta y salir pitando de allí sin parar hasta el camión. El chófer nos advirtió que era mejor no ir a la orilla del lago, en el atardecer los hipos salían a comer hierba y podían sentirse acosados si nos veían merodeando por allí, recordándonos que los hipopótamos eran los animales que más muertes causaban en África cuando algunos imprudentes se metían a bañarse o incluso cuando iban en piraguas.
Montamos las tiendas y cenamos después, a la hora de dormir el chófer nos distribuyó en tiendas de dos, chicas con chicas y chicos con chicos, a mí me tocó un alemán. Antes de las diez de la noche nos fuimos a dormir, con la última consigna del chófer de que no saliéramos de las tiendas hasta el momento de levantarnos al amanecer, los hipos estarían fuera del agua comiendo y nosotros nos encontrábamos en su terreno, por lo que sería peligroso.

Nunca me había acostado tan temprano, por lo que poder conciliar el sueño se hacía difícil, sin embargo mi compañero después de una breve charla no tardó en dormirse. Pasado un tiempo, quizá una hora, seguía desvelado. Entonces me pareció escuchar un ligero sonido fuera, agucé el oído. Sí, podía percibir un tenue sonido, casi imperceptible, algo se movía en el exterior de la tienda. Sentí curiosidad, quizá era un hipo merodeando alrededor. Me incorporé arrodillándome en el interior, avanzando hasta la puerta de la tienda estilo canadiense, comprobando que mi compañero dormía profundamente. No tenía la intención de salir fuera, pero sí de echar un vistazo. De rodillas frente a la puerta de la tienda fui subiendo despacio la cremallera para asomar la cabeza. Cuando ya estaba arriba abrí la puerta desplegando la tela con ambas manos dejando una abertura para meter la cabeza. Nada más sacarla fuera me quedé paralizado, dándome de narices con la enorme cabeza de un hipopótamo. Tenía su enorme cabeza inclinada hacia el suelo, seguramente estaba husmeando frente a la tienda atraído por algún olor. Él también se quedó estático, sin hacer ni un leve movimiento.
Prácticamente sólo podía ver su descomunal morro pegado a mi cara, a una distancia de unos diez centímetros, de haber sacado un poco más la cabeza me hubiera topado con él. Sentía perfectamente el aire caliente que salía por el orificio de sus narices dándome en la cara. No moví ni un músculo, completamente paralizado, con miedo a hacer cualquier movimiento que lo hiciera reaccionar de forma agresiva. No sé cuánto tiempo estuvimos así, como petrificados los dos, quizá unos diez segundos, aunque a mí se me hicieron muy largos y emocionantes.
De repente el hipo se apartó y se marchó alejándose de la tienda. Acababa de vivir quizá el momento más excitante de mi vida. De inmediato agité los pies de mi compañero para despertarlo y decirle lo que acababa de pasar, los dos nos asomamos al exterior, viendo cómo el hipo aún seguía andando con tranquilidad entre las tiendas.
Nos levantamos al amanecer para desayunar, recoger todo y partir. En el desayuno conté mi experiencia, ninguno se había despertado ni se había dado cuenta de la visita de los hipopótamos.

Ahora venía la parte más dura del viaje, atrás quedaba el asfalto de la carretera, las poblaciones edificadas con adobe y tejado de zinc, la gente vestida con pantalón y camisa, las tiendas, el agua embotellada y cualquier mínima comodidad. Habíamos llegado al terreno abrupto y salvaje, a las pistas de tierra bacheadas y pedregosas, a las casas de palos, pieles y elementos vegetales del entorno, a la gente que vestía envolviendo su cuerpo con telas y lo adornaba con abalorios, al terreno donde seres humanos, animales y vegetación tenían que adaptarse a las condiciones que imponía la naturaleza si querían sobrevivir. Aquel terreno estaba poblado por algunas de las treinta y dos tribus que existían en el país, habitando pegados a la histórica herencia de sus antepasados, fieles a sus costumbres y primitivos medios de vida, ajenos al desarrollo y voluntariamente alejados de la civilización.
Ese día comenzaba la verdadera experiencia de viaje, teníamos como destino la aldea turkana de Yoilangalani, a orillas del lago, estaba previsto llegar a una hora indeterminada del día siguiente, haciendo noche en el camino. Por delante teníamos un día entero de viaje para observar todo lo que encontráramos a nuestro paso, captar el valor del privilegio de estar allí y retener las sensaciones que nos hiciera sentir.
Poco antes del mediodía sucedió lo que nadie había previsto: el camión se paró. La verdad que el camión estaba muy viejo, nos había durado un solo día. El chófer estuvo mirando la posibilidad de poder repararlo, pero después de un rato se dio por vencido. ¿Y ahora qué?, nos preguntamos. Nos encontrábamos aislados a más de trescientos kilómetros de un taller, entonces no existían los móviles y tampoco había un teléfono para llamar a la agencia de Nairobi. Teníamos comida y bebida, ¿pero cuántos días podíamos pasarnos allí hasta solucionar el problema?. Era una incógnita. Nosotros lo que lamentábamos era la pérdida de tiempo que iba a significar en nuestro viaje, creo que eso nos preocupaba más que la insólita situación que se nos presentaba, un grupo de extranjeros tirados en un territorio inhóspito y alejado de la civilización, desconociendo además si en la zona existían animales salvajes que pudieran ponernos en peligro.

El desconsuelo y pesimismo que se cernía entre nosotros tuvo su primer signo de esperanza una hora más tarde. Intentando asumir aquella decepción, de repente apareció un vehículo todo terreno en dirección contraria. Paró y nuestro chófer, después de hablar con el conductor, se subió al vehículo para llegar hasta Nairobi en busca de una solución, permaneciendo el cocinero con nosotros. Nos quedamos más tranquilos, ahora ya sólo nos preocupaba el tiempo que íbamos a quedarnos allí tirados hasta poder continuar viaje, un tiempo perdido. En ese momento no sospechaba que ese día, justo gracias a la avería del camión, iba a tener los mejores momentos del viaje.
Kenia, octubre de 1991