Kigali, una noche de barbarie

Marco Pascual
Viajero
17 de Diciembre de 2023
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Pequeños ruandeses en Kigali
Pequeños ruandeses en Kigali

Dormí y descansé bien en la casa del matrimonio belga que me había acogido. En el momento del desayuno con ellos la señora me hizo una propuesta: hemos pensado -dijo-  que si lo deseas puedes quedarte aquí en casa el el tiempo que quieras. Era una buena oferta y muy interesante para mí. Además eso probaba la extensión de su confianza conmigo, lo que me hacía sentir halagado.  Me comentó que no me preocupara por la distancia al centro, la carretera pasaba cerca y había autobuses para ir y volver a todas horas. Les expresé mi agradecimiento, pero dije que quedarme en el centro facilitaría más mis movimientos. En realidad esperaba encontrarme con mis amigas Julie y Karen, posiblemente ellas llegaran también ese mismo día con su Land Rover. De todos modos me dieron su número de teléfono por si tenía algún problema, pidiéndome que los llamara antes de salir de Ruanda, para saber que me iba bien.

Mi amigo belga me llevó al centro y a petición mía me llevó hasta el hotel Gloria, allí nos despedimos. Ahora sí había habitación libre y decidí quedarme allí. La verdad que estaba mejor de lo esperado, la habitación era amplia y limpia, además tenía baño, un pequeño lujo al que no estaba acostumbrado en este viaje.

No tardé en salir a la calle, lo primero era comprarme unos pantalones, los únicos que tenía se quedaron en Uganda, había dejado ropa a lavar en el hotel y como el minibús vino a buscarme por sorpresa a las cinco de la mañana no pude reclamar la ropa. Sólo disponía de los pantalones cortos que llevaba puestos y estaban sucios, no podía presentarme así para ver a la cónsul española. Pero antes necesitaba hacer algo importante para mi: ir a la oficina principal de correos.  Ese era el medio programado para encontrarme en Kigali con Julie y Karen, utilizando la “poste restante”.  Habíamos convenido que el primero en llegar acudiría allí para dejar una carta con los datos del lugar donde se encontraba alojado.

El trayecto hasta correos fue un breve paseo por el centro de la ciudad, había un sol radiante y una agradable temperatura, las calles tenían un escaso tráfico y la afluencia de  gente era igualmente moderada, se respiraba tranquilidad, nadie hubiera dicho que Ruanda estuviera en guerra.

Cuando llegué a correos pedí el cajón de la poste restante, ansioso por saber si mis amigas habían llegado antes que yo.  Después de revisarlo, no había nada para mí, de manera que como yo era el primero en llegar deposité allí la carta para ellas que ya tenía preparada, donde había anotado el hotel donde estaba, la dirección y teléfono, y si por casualidad llegaban cuando yo no estaba en el hotel, apunté también el restaurante Metrópole, el lugar donde pensaba ir a cenar a las seis de la tarde.  Después fui al banco, donde cambié 50 dólares, y desde allí dada su proximidad me acerqué a la oficina de turismo por si podía obtener alguna información.  Como era de esperar, estaba cerrada, un país sin turistas no necesitaba una oficina de turismo.  El siguiente paso fue ir a un mercadillo de ropa para comprarme unos pantalones, escogí unos vaqueros y me los probé allí mismo en la calle.  Naturalmente los pantalones eran usados, como toda la ropa que se vendía allí, muy probablemente procedente de Europa.

La oficina de turismo estaba cerrada, un país sin turistas no la necesitaba

A media mañana me presenté en la escuela donde trabajaba la cónsul española.  Faltaba poco para la hora del recreo, por lo que me quedé esperando en un patio interior desde donde se divisaba a los alumnos en las aulas a través de las cristaleras. Cuando sonó el recreo el patio se llenó de chicos y chicas hasta los catorce años, entonces me dirigí al aula de la cónsul y nos tropezamos en el camino.  No tuve la impresión de estar frente a una cónsul y la formalidad que el cargo debía exigir, su trato era llano y amistoso.

Lo primero que me dijo nada más vernos con una leve sonrisa en sus labios fue que cómo se me ocurría ir a Ruanda de vacaciones.  Nos sentamos en un banco  rodeados de alumnos, le expliqué cuál era mi propósito allí y ella pasó a comunicarme sus recomendaciones, empezando por un no rotundo a la visita de los gorilas, era la zona más peligrosa del país donde nada ni nadie podía garantizar mi seguridad. En tono de broma pero con mucha seriedad, me dijo que si me pasaba algo le iba a dar mucho trabajo y fuertes quebraderos de cabeza, además de tener tras ella al embajador desde Nairobi pidiéndole cuentas por haberme permitido ir. 

“Así que olvídate de ir a ver los gorilas”, dijo tajante.  Evidentemente no quería que mi imprudencia pudiera acarrearle problemas, imponiéndome unos límites que no debía traspasar. Podía ir en cualquier dirección menos al norte. Cuando le pregunté por Gisenyi, paso previo antes de ir donde estaban los gorilas, se limitó a decirme que esa ciudad estaba en el norte, suficiente para descartarla.  Si quieres ir al lago Kivu  -dijo como si fuera una consolación-, puedes llegar hasta Kibuye, esa zona tiene una belleza equivalente y es menos peligrosa.

La cónsul anotó en un bloc todos mis datos al objeto de registrarme cuando llegara a su casa. Por otra parte, me anotó su dirección y teléfono, con el requerimiento de llamarla antes de abandonar el país y así saber que estaba bien y no tener que preocuparse por mí. Por último, en caso de apetecerme visitar a otros españoles, me dio la dirección del centro donde dos hermanas misioneras atendían a enfermos de sida allí en Kigali, muy  extendido en aquella época en todo el centro de África. También había otra misionera española dirigiendo un dispensario cerca de Gitarama, detallándome cómo podía ir, y en Kibuye se encontraba otra misionera trabajando en un hospital.  Desde luego me interesaba, sentía mucha admiración por los misioneros y cooperantes voluntarios, visitarlos era uno de los objetivos del viaje en África.

"Sentía mucha admiración por los misioneros y cooperantes voluntarios, visitarlos era uno de los objetivos del viaje en África"

 A primera hora de la tarde regresé al hotel para descansar y de paso saber si había tenido alguna visita o alguien había dejado un mensaje para mí, pero ni lo uno ni lo otro.  Subí a la habitación y me tumbé sobre la cama pensativo, Julie y Karen con su Land Rover tenían que haber llegado antes que yo y sin embargo no daban muestras de estar allí. Conociendo las dificultades y lo peligrosa que podía resultar la carretera, más aún para dos chicas viajando solas en un vehículo, su retraso me preocupaba.

Traté de no ser pesimista, viajando en África cualquier cosa podía ocurrir y los retrasos por diversas circunstancias eran lo más normal.  Recordé que en mi agenda tenía un número de teléfono que me había dado mi amiga Auxi Reula de un amigo de su marido que trabajaba en Kigali para el Alto Comisariado de Naciones Unidas para los Refugiados.  Si necesitas algo puedes llamarlo, me dijo.  En ese momento no necesitaba nada, pero decidí llamarlo y bajé a la recepción para hacer la llamada.

Recibir mi llamada fue una sorpresa inesperada para Paco, me preguntó quién era yo y desde dónde lo llamaba, tuve que explicarle que Auxi era mi amiga y Luis le había dado su teléfono para mí, de modo que como había llegado a Kigali lo llamaba para saludarlo.  Automáticamente, Paco me invitó a quedarme en su casa.  En principio rehusé su invitación agradeciéndoselo, pero no me dio opciones, dijo que si era amigo de Auxi y de Luis él me consideraba su amigo también, pidiéndome el nombre del hotel donde estaba para ir a buscarme en ese momento.

Sin esperarlo me vi instalado en la casa de Paco y su mujer belga, también funcionaria de Naciones Unidas. El único inconveniente que encontré a mi nuevo y confortable alojamiento fue el largo trecho a la ciudad, unos tres kilómetros de carretera, en realidad una pista de tierra. Era la única casa que se encontraba allí, unos doscientos metros fuera de la carretera. Vivían  con sus dos hijos adoptados de tres y dos años, una pareja de hermanos huérfanos ruandeses. Nos sentamos en un sofá y empezamos a charlar.

Paco sólo era unos años mayor que yo y enseguida hubo una buena conexión entre nosotros, compartíamos ideas, gustos e inquietudes parecidas.  En poco tiempo pude advertir la adoración que Paco sentía por África.  A la hora de estar allí dije que tenía que volver a Kigali, cosa que extrañó a Paco. Cuando le dije que iba al restaurante Metrópoli para cenar allí se opuso de inmediato, diciéndome que yo cenaba allí en su casa.  Tuve que explicarle la cita pendiente con Julie y Karen. Si habían llegado  esa tarde y habían recogido mi carta en la Poste Restante, irían al restaurante para encontrarnos allí, puesto que ya no estaba en el hotel Gloria. 

Mostró sus reticencias, sobre todo por mi seguridad, una vez que oscurecía no era bueno estar en la calle. Sobre todo me dijo que tuviera mucho cuidado y que regresara a casa antes del toque de queda a las ocho. Antes de partir me dio algunas recomendaciones, como andar únicamente por las calles principales y con luz, no meterme en ningún antro de borrachos o prostitución, no pararme a hablar con la gente, no entrar en ninguna casa o calle con barreras… Me dio unos cuantos consejos y advertencias, entre las cuales no figuraba una sobre lo que me encontré a la salida del restaurante:  los “interhamwe”, por lo que estuve a punto de terminar muy mal.

Me dio unos cuantos consejos y advertencias, entre las cuales no figuraba una sobre lo que me encontré a la salida del restaurante: los “interhamwe”

Faltaban cinco minutos para las seis cuando entré al restaurante. Tardé en llegar algo más de media hora, y eso que fui dando grandes zancadas apresurando el paso. El restaurante se encontraba completamente vacío, me llevé la primera decepción, aunque me dije que aún había tiempo para que llegaran si es que estaban en Kigali.  A la media hora seguía siendo el único cliente del restaurante, tuve que pedir la cena y seguir esperando, aunque cada minuto que pasaba se descontaban las posibilidades. Me había hecho ilusiones de que podíamos encontrarnos esa tarde, pero al final fue una espera  inútil que no sólo dejó insatisfechos mis deseos sino que me dejó con la preocupación de  por qué no habían llegado todavía. ¿Qué les había podido ocurrir?, me preguntaba.

Perdidas las esperanzas, a las siete y cuarto decidí regresar a casa de Paco.

El restaurante se hallaba en una hondonada separado a unos doce metros de la calle  y a un nivel inferior de más de dos metros, conectado por una rampa poco más ancha de un metro en el suelo de tierra entre dos paredes como si fuera un pasillo, a la que se llegaba descendiendo por unas escaleras. El interior del restaurante se conexionaba con el exterior a través de una especie de túnel rectangular, desde ese lugar ya me llegaron las primeras voces y gritos provenientes de la calle, aunque me era imposible ver nada, completamente de noche y sin visión de la calle, con la única luz existente de la puerta del restaurante.

Cuando tomé la rampa que conducía a las escaleras los gritos fueron más perceptibles, algo estaba pasando cerca de allí.  Parecía que fuera había algún alboroto. Antes de subir las escaleras me detuve dudando, no sabía lo que iba a encontrarme. Por otra parte no podía retrasarme, tenía el tiempo justo para llegar a casa antes del toque de queda.

Sin pensarlo más decidí subir las escaleras. No fue hasta que mi cabeza sobresalió de los muros laterales cuando me di cuenta del follón montado en el exterior.  En la calle no había otros edificios próximos, se encontraba bastante oscura, con muchos árboles a los lados y escaso alumbrado, sólo algunas distantes y débiles luces. En principio sólo pude reconocer una masa se sombras y siluetas en agitados movimientos unidas a un griterío sobrecogedor. Me quedé observando sin saber lo que estaba pasando, pero daba miedo.

Todo sucedió en cuestión de segundos.  Se hacía difícil apreciar nada con claridad, lo que sí era evidente es que una masa de gente exaltada, quizá unas setenta u ochenta personas, venían corriendo hacia mí persiguiendo a alguien, creo que a dos o tres hombres.  A pocos metros de donde yo estaba dieron alcance a los perseguidos y fueron rodeados por la muchedumbre que gritaba encolerizada mientras los golpeaban con sus palos. Parecía una jauría humana, un gran grupo de hienas enloquecidas atacando juntas y sin piedad a sus pobres víctimas.  Van a matarlos, pensé.

Parecía una jauría humana, un gran grupo de hienas enloquecidas atacando juntas y sin piedad a sus pobres víctimas.  Van a matarlos, pensé

Antes de poder reaccionar y retroceder para refugiarme en el restaurante ante aquella incomprensible y estremecedora visión, me vi rodeado por una nube más oscura que la noche, donde solo se distinguía el brillo de dientes blancos, ojos exaltados y voces que gritaban enloquecidas frente a mí.  Cuando reparé en lo que estaba pasando ya era tarde, el tumulto se desplazaba a sacudidas barriendo todo lo que encontraba a su paso igual que la espiral de un huracán, de manera que yo también fui absorbido por aquel huracán de locura.

La entrada al restaurante quedó taponada, imposible retroceder para refugiarme allí, quedando a merced de la revuelta. Oía gritar, veía correr, me empujaban y me zarandeaban como a un muñeco, sentí golpes en mi cuerpo y en mi espalda, algunos en mi cabeza con puños cerrados, lo único que podía hacer ante aquella despiadada vorágine de bárbaros era protegerme el rostro con manos y brazos. 

Dentro de aquella pesadilla nadie me amenazaba con palos o cuchillos, ni siquiera intentaban atraparme, retenerme o darme una paliza de muerte como a quienes estaban persiguiendo, eso me permitió zafarme de ellos como pude y evadirme del tumulto.  En sus oscuros rostros vi reflejada la brutalidad, en sus ojos la ira y el odio. No tenían nada contra mí, yo sólo fui alguien que casualmente apareció por allí en aquel lugar en ese instante y aprovecharon para descargar sobre mi parte de su furia de perros rabiosos a través de su conducta salvaje.  En el fondo tuve suerte, en cambio creo que los pobres desgraciados a los que apalearon como bestias enloquecidas debieron quedar allí muertos.

Hasta esa noche no había oído hablar de los “interhamwe”. Eran grupos de paramilitares o milicias civiles de extremistas hutus creados por el presidente del gobierno a fin de perpetrar atrocidades contra los tutsis. Interhamwe quiere decir los que pelean juntos, aunque acabaron llamándose a sí mismos “los que matan juntos”.  Ellos, en parte con la ayuda del ejército, en el año 94 fueron los responsables del genocidio masacrando a machetazos a unos ochocientos mil tutsis y a otros doscientos mil hutus moderados. Fue después cuando supuse que esa noche aquel grupo de gente enloquecida debían ser los “interhamwe”, y sus victimas dos o tres pobres desgraciados tutsis.

Inteerhamwe eran grupos de paramilitares o milicias civiles de extremistas hutus creados por el presidente del gobierno a fin de perpetrar atrocidades contra los tutsis

Me alejé de allí lo más aprisa y discretamente que pude, sentía deseos de salir corriendo, pero si lo hacía llamaría la atención y aquella gente seguro que podía oler el miedo como un perro huele el miedo humano y lanzarse en mi persecución. En el camino fui mirando atrás hasta que los perdí de vista, aunque no por eso dejé de estar alerta e intranquilo. En las calles no había gente, tampoco vi militares ni circular un solo vehículo con el que poder llegar a casa de Paco, así que la única forma de regresar era hacer el camino a pie. Era ya una hora cercana al toque de queda, todo estaba oscuro y en silencio.

Cuando dejé la ciudad y tomé la carretera, al principio había casas a los lados, de alguna manera eso me hacía sentir un poco protegido. Luego, cuando empecé el ascenso de la colina que llevaba a la casa de Paco, el terreno quedó desnudo de edificios, sólo estaba yo caminando flanqueado por un talud a mi derecha y el oscuro declive de la ladera a mi izquierda, viendo a medida que ascendía algunas lejanas y débiles luces en la ciudad.

No respiré tranquilo hasta que tuve ante mi vista la casa de Paco, aunque el último sobresalto me lo llevé allí precisamente.  Al abrir la verja de la finca para acceder al sendero que llevaba a su casa, un enorme perro se lanzó hacia mí ladrando. Tuve que dar media vuelta de inmediato y refugiarme detrás de la verja hasta que Paco escuchó los ladridos de su pastor alemán llegando para calmarlo y que yo pudiera entrar.

Ruanda, diciembre de 1991

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