Madagascar, una noche con la Policía

Un episodio nocturno inquietante cerca de meterme entre rejas en una cutre comisaría por dos policías corruptos

Marco Pascual
Viajero
26 de Febrero de 2023
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En Antananarivo, Madagascar.
En Antananarivo, Madagascar.

Procedente de Harare, Zimbawe, llegué al aeropuerto de Antananarivo a última hora de la tarde, ya de noche. El taxi era la única posibilidad,  dentro de eso estaban los legales y los ilegales. Como salían más baratos optaba por los ilegales, aunque siempre con el recelo de que el taxista ilegal no fuera a ser un delincuente.  En el año 2010 un fotógrafo español, un chico de Logroño, que también llegó en la noche, tomó uno de estos taxis y en el trayecto fue asesinado por el conductor para robarle. Curiosamente, alguien le había recomendado a ese taxista clandestino y le llamó por teléfono para que fuera a recogerlo. Luego la policía pudo detener al asesino porque en la cartera del chico español descubrieron el número de teléfono del taxista, de donde partió la investigación.

Llegué a la ciudad sin problema. Fui directo al hotel Sakamanga, mi favorito, pero estaba lleno, de modo que recurrí a uno cercano, el hotel Central. Como era tarde dejé la mochila y el pasaporte en la habitación y me fui en busca de un restaurante para cenar, llevando conmigo el dinero en una barriguera bajo el pantalón y parte oculto en el cinturón, no me fiaba de dejarlo en la habitación.

Antananarivo siempre tuvo fama de ser un lugar peligroso por la noche, de hecho en el 91, primera vez que iba yo, mataron a otro español en un asalto nocturno, andando en la calle cuando regresaba de cenar con otros dos amigos, a quienes acuchillaron para robarles.  La forma más segura era siempre tomar un taxi, por entonces un dos caballos o un 4L, los modelos habituales.

Centro de Antananarivo
Centro de Antananarivo

Fui a cenar al restaurante Le Glacier, al final de la Avenida de la Independencia, la calle principal, aunque desierta cuando regresaba después de cenar. Aun así hice el recorrido a pie, un acto inconsciente teniendo en cuenta que llevaba todo el dinero encima.  Giré en la calle Radama para tomar dirección a mi hotel. Si en la calle principal había poca luz, ahora era prácticamente inexistente, salvo alguna pobre bombilla en la puerta de algún negocio.  Al poco de haber enfilado la calle, de repente salieron de la oscuridad dos tipos plantándose delante de mí. Me asusté. Me echaron el alto pidiéndome el pasaporte.

Esos tipos estaban ocultos tras algún lugar y al verme aparecieron de sopetón. Me puse en guardia y pregunté quiénes eran ellos. Nosotros somos la policía, respondieron.  Además de estar muy oscuro,  cubiertos con un abrigo no les veía ningún distintivo de que lo fueran, de manera que les dije que no me lo creía, que ellos no eran policías. Entonces uno se abrió el abrigo dejándome ver su uniforme y la pistola, donde se llevó la mano como prueba inequívoca de su autoridad.

No eran delincuentes, podía respirar, pero tenía un problema: esos policías no habían aparecido por casualidad, daba la impresión de que estaban al acecho con algún propósito poco honesto.  No tenía el pasaporte, en su lugar les mostré una fotocopia.  Ellos la rechazaron, si no estaba compulsada no valía de nada, querían ver mi pasaporte.  Les dije que lo tenía en el hotel, a escasos cien metros de allí.  Ellos sin embargo insistieron en que debía mostrarles el pasaporte.  Les pedí que fueran conmigo al hotel y allí se lo mostraría, pero se negaron.  Estaba claro que mi identificación era lo de menos, lo que importaba era la justificación para sacarme dinero.

Entramos en una pelea dialéctica sin resolver nada. Como ellos no querían ir al hotel conmigo, decidí marcharme por mi cuenta, a lo que ellos reaccionaron cogiéndome de un brazo cada uno para detenerme. 

Mercado en el centro de Antananarivo
Mercado en el centro de Antananarivo

Sabía que era una cuestión de dinero, tenía que poner fin a aquello, así que hablé claramente echándoles en cara que sólo querían dinero y con cierto menosprecio les dije que cuánto era lo que querían. Ellos hablaron entre sí, supongo que calculando la cantidad que iban a pedirme. Se pusieron de acuerdo y me dijeron a cuánto ascendía su pretensión.  Al oírlo exclamé si estaban locos, literalmente.  No recuerdo la cantidad exacta en francos malgaches, pero correspondía a una cantidad que superaba los trescientos dólares. Me negué en redondo.

Les dije que acababa de llegar, que había cambiado en el aeropuerto cincuenta dólares, lo cual era cierto, que entre el taxi y la cena me quedaba poco dinero, eso era todo lo que podía darles.  Ellos no aceptaron, siguieron insistiendo en la misma cantidad.  Imagino que esa excusa no les valía, si no llevaba el dinero en francos malgaches lo llevaría en dólares, y ellos estarían dispuestos a aceptar dólares igualmente.  Ninguna de las dos partes mostrábamos intención de negociar la cifra, por lo que de nuevo hice otro intento de largarme de allí, a lo que nuevamente respondieron volviendo a sujetarme para que no me marchara.

Si no pagaba me llevaban a la comisaría de policía, me advirtieron.

No era una opción que me gustara, pero no sé por qué les reté a ir, aunque para hablar con el comisario. Ellos respondieron que de acuerdo, vamos, dijeron. Y yo los seguí dispuesto a hacer valer mi negativa a dejarme chantajear.  Un error por mi parte, pues normalmente cuanto más alta es la graduación más dinero quieren.

Pensé que la comisaría estaría cerca, pero no, estaba lejos. Anduvimos por calles a oscuras y solitarias por las que de noche nunca habría transitado por mi cuenta, hasta que unos quince minutos después llegamos.  Nada parecía identificar el edificio como comisaría, dudé de daónde me llevaban. Al estar frente la puerta vi la única luz de una bombilla apoyada sobre la pared alumbrado sobre las letras de la pared que decían: Commissariat de Police. Realmente era la comisaría, aunque entre la oscuridad y el lúgubre aspecto del edificio nadie lo hubiera dicho.

Nos metimos dentro y de inmediato pregunté por el comisario. El comisario no está, respondieron.  Era algo lógico, debían ser más de las diez y media de la noche, y me di cuenta entonces de que cometí una tontería yendo voluntariamente.

Me hicieron pasar dentro, todo bastante oscuro también y sin un alma visible, conduciéndome directamente a los calabozos.  Cuando me vi allí, junto a las rejas de las celdas, se activaron todas mis alarmas. Había como un patio de unos veinte metros cuadrados y a ambos lados dos celdas  de unos ocho o diez metros cada una, con dos camastros en cada celda.

Volví a pedir hablar con el comisario, simplemente me dijeron que no estaba, ya hablaría al día siguiente con él. Entonces uno de ellos sacó un cuaderno de notas y un bolígrafo, disponiéndose a escribir: me pidió que les dijera todos los efectos personales que llevara, incluido el dinero, y que lo depositara sobre una mesa que había allí junto a la pared.  Me negué en redondo, diciéndoles que ya volvería al día siguiente y les mostraría el pasaporte.  Ellos sabían que tenían la sartén por el mango, estábamos solos, sin testigos, podían hacer lo que quisieran. 

No, no, vas a entrar en la celda, vas a estar allí hasta mañana y el comisario decidirá.  Ahora, antes de entrar tienes que depositar todos tus efectos personales en la mesa. Cuando salgas de aquí te los devolveremos. Me relató una lista de lo que querían: cinturón, cordones de los zapatos, cartera, el dinero que llevaba conmigo....volví a negarme categóricamente. Les dije que no les daba nada.

Ante mi desconfianza me aseguraron que al día siguiente me lo devolverían todo, pero no iba a ser tan imbécil de creerles, les volví a repetir que no les daba nada.  Ellos, como si hubieran agotado su paciencia, me respondieron elevando el tono que entrara en la celda. Naturalmente volví a negarme.  Estaba entre cabreado conmigo mismo por haber ido hasta allí y excitado por la crítica situación en la que me veía envuelto. Como no entraba voluntariamente, me cogieron por los brazos para obligarme. Me resistí con todas mis fuerzas, clavando los pies en el suelo y echando atrás el cuerpo. Entre los dos no eran capaces de arrastrarme adentro.

Vista de Antananarivo
Vista de Antananarivo

En aquellos instantes sucedió algo que cambió el desarrollo de las cosas. De  pronto, aparecieron otros dos policías con tres personas, dos hombres y una mujer de mediana edad.  Mis captores detuvieron sus intentos de meterme en la celda dándome un respiro, mientras los otros policías encerraban dentro de una celda a las personas que habían llevado allí, marchándose después sin pronunciar una palabra.  Eso me hizo ver la realidad, lo que me esperaba.  Tenía que buscar una salida negociada, no quedaba otro remedio.

Sabía perfectamente que en Madagascar, como en todos los países africanos, todo se solucionaba con dinero, de modo que empecé a hablarles diciéndoles que era verdad que acababa de llegar esa tarde, que en el aeropuerto sólo había cambiado cincuenta dólares y de eso me quedaba el resto de lo que había gastado en taxi y en la cena, que el dinero y el pasaporte los había dejado en el hotel por miedo a que pudieran robarme. Ellos sabían lo peligroso que era, de forma que les propuse darles lo que me había quedado, disculpándome por no llevar el pasaporte, si no lo llevaba era también por temor a que alguien me lo robara, que al día siguiente lo primero que haría sería compulsar la fotocopia del pasaporte para evitar problemas... En fin, un pequeño sermón en tono  amistoso y conciliador.   Como los vi receptivos metí la mano en el bolsillo y saqué un pequeño manojo de billetes ofreciéndoselos.  Uno de ellos fue rápido a cogerlos, pero retiré la mano un poco antes de que los cogiera.  Un momento, dije, yo os doy el dinero, pero ahora tenéis que acompañarme hasta el hotel, yo no vuelvo solo hasta allí, sabéis que aquí es muy peligroso andar de noche.

El policía asintió diciendo que sí, que no había problema, cogió el dinero y lo metió directamente en su bolsillo.  Había varios billetes, pero de poco valor. Por suerte no lo contó, no creo que entre todos los billetes llegaran a los diez dólares.

Hice el camino de vuelta escoltado por la policía, parecía todo tan inverosímil que hasta me hacía gracia, ahora que ya estaba más tranquilo. Me había librado de entrar en la celda, lo que significaba haberme librado de un gran problema.  Era la primera vez que había estado tan cerca de quedarme encerrado entre barrotes.

Al llegar a la puerta del hotel les di las gracias y nos despedimos como si fuéramos amigos, dándome su mano y deseándome buenas noches.

Madagascar, mayo de 1996

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