Después de pasar la última noche en Livingstonia descendí la montaña hasta la carretera para interceptar un autobús que me llevara hasta la frontera de Tanzania, dando por terminado mi viaje en Malawi. Fui a un restaurante junto a la carretera donde días antes me habían guardado la mochila para ascender a Livingstonia con el menor peso posible, después de recogerla salí a esperar el paso de algún autobús.
Al cabo de un tiempo de espera me subí a uno, su destino era Kaporo, la última ciudad antes de la frontera. Llegué sobre las doce de la mañana. La frontera se hallaba a unos veinte kilómetros de la ciudad, estuve preguntando si había un transporte para llegar allí pero me dijeron que no, la única cosa que podía hacer era salir a la carretera y hacer auto stop por si algún vehículo particular iba hasta allí. Empecé a hacer cálculos, la guía decía que pasada la frontera de Malawi había unos diez kilómetros hasta la frontera de Tanzania, sin transporte para llegar allí, y tampoco lo había después de pasar la frontera tanzana hasta la siguiente población, lo que suponía un problema, de manera que la guía aconsejaba ir temprano para tener la posibilidad de encontrar un vehículo particular para salir de ambas fronteras, ya que no existía ningún lugar para pasar la noche y quedarse allí tirado, en tierra de nadie, no era seguro, era una zona donde abundaban los bandidos.
Después de darle vueltas decidí probar suerte y salir, pasar un día en Kaporo era un día perdido, de modo que fui a comer a un restaurante sin perder más tiempo. Del restaurante salí a la carretera a ver si tenía suerte y podía encontrar un vehículo que me llevara a la frontera, sobre la una y media me situé a la salida de Kaporo.
No pasaban vehículos, y si pasó alguno no iba a la frontera, a medida que transcurría el tiempo disminuían mis posibilidades. Llevaba casi tres horas en la carretera y me encontraba desmoralizado, era ya demasiado tarde, oscurecía antes de las seis, de forma que sería difícil encontrar transporte, la noche era peligrosa para todos, nadie estaría dispuesto a cruzar la frontera después de anochecer. Empecé a hacerme la idea de regresar a la ciudad y pasar la noche allí para volver a intentarlo a la mañana siguiente.
Ya había cargado la mochila a la espalda echando a andar cuando ante mi vista apareció un Land Rover blanco. Tuve el pálpito de que iba a la frontera y saqué la mano pidiendo llevarme. Cuando estuvo cerca vi perfectamente que dentro iban dos mujeres, dos mujeres blancas y rubias. Eso me subió la moral, eran extranjeras y estaba claro que se dirigían a la frontera. El Land Rover aflojó su marcha, pensé que iban a detenerse, sin embargo pasaron de largo. Al cruzarse conmigo nos miramos, eran blancas, seguramente europeas, y no paraban. Sorprendido, me quedé observando como se alejaban. Después de sobrepasarme vi que la luz de freno se encendió un par de veces, eso quería decir que dudaron en parar, pero finalmente continuaron dejándome allí tirado. No lo podía creer.
Resignado tuve que volver a cargar la mochila para regresar, había perdido mi posibilidad. Para mi sorpresa, poco después vi que llegaba otro Land Rover, esta vez tenía la caja abierta como un pick up y delante había dos personas locales. Sin mucho convencimiento saqué la mano. El Land Rover paró a mi lado. Pregunté si iban a la frontera, me dijo que iban cerca de allí, pero podían llevarme. Acababa de recuperar mi moral. Cargué mis dos mochilas detrás y subí a la caja. Iban a un terreno junto a la frontera, pero el conductor fue amable y me llevó hasta la aduana. Al llegar vi allí aparcado el Land Rover de las mujeres blancas. Di las gracias al conductor y me dirigí a la oficina de inmigración, justo al llegar a la puerta salían ellas, una más joven, la que conducía, y otra más mayor. Las abordé directamente pidiéndoles que me llevaran hasta Tanzania. Ahora no pudieron negarse, dijeron que si. Les pedí que me esperasen, tenía que pasar inmigración y nos íbamos, les dije.
En inmigración tuve un problema: se negaron a ponerme el sello de salida.
Intenté mantener la calma, rogando que me pusieran el sello. El problema era por la declaración de dinero, no la tenía. En todos los países africanos a la entrada había que hacer una declaración del dinero que se llevaba, luego a la salida había que mostrarla para ver si se había cambiado dinero en el banco y cuánto, cotejándolo con el dinero que se llevaba a la salida, para evitar el cambio en el mercado negro. Yo en ningún país cambiaba en los bancos, lo hacía en la calle, donde podían llegar a dar el doble de lo que obtenía en el banco. Después al salir del país tenía que ingeniármelas con alguna excusa para justificar por qué no había cambiado. Tenía excusas de varias clases. La versión que inicialmente usé más era decir que había vivido en casas de amigos, que viajaba haciendo auto stop, por lo que no había tenido necesidad de cambiar en el banco. Sólo en Zimbawe cambié cinco dólares y después sobre el recibo con un calco añadí dos ceros mas, ya que al resultado era múltiplo y sólo tenía que añadirle más ceros. Por suerte no se dieron cuenta y me salió bien. Pero después de diferentes ensayos me di cuenta que lo mejor era decir que había perdido el papel de la declaración de dinero, de manera que yo mismo antes de llegar a la frontera lo rompía y lo tiraba. Luego decía que no lo encontraba, que lo había perdido, que podían revisarme si querían, no lo tenía. Creo que nadie se lo tragaba, pero tampoco podían demostrar que no era verdad, de manera que sólo quedaba tener paciencia y esperar. Eso fue lo que ocurrió allí, el policía de inmigración no me creía, insistiendo que se lo mostrara, si no lo hacía no podía salir del país, llegando a tirarme el pasaporte sobre el mostrador sin hacerme más caso.
Yo pensaba en las mujeres que me esperaban fuera, temiendo que al tardar se fuesen a marchar dejándome allí. Insistí al policía repitiendo mi versión y pidiéndole que me pusiera el sello de salida. En esas entró la mujer joven a ver qué pasaba, por qué tardaba tanto. Entonces aproveché para decirle al policía que ellas estaban esperándome fuera para ir a Tanzania, que por favor me pusiera el sello o íbamos a llegar de noche. Al final, retorciendo el gesto de mala cara, me puso el sello y salí pitando de allí.
Parecía que tenía la suerte de cara otra vez. Subimos al Land Rover y partimos. Nada más salir hicimos las presentaciones, ellas eran finlandesas, las dos monjas misioneras en Tanzania, regresando después de unos días en Malawi en la misión de otras compañeras de la misma congregación. Iban de paisano, lo único que las identificaba era un gran crucifijo que llevaba cada una colgando en el pecho, de no ser por eso parecían dos turistas más.
Ahora temía la aduana tanzana, no hacía mucho había entrado a Tanzania desde Uganda y fue humillante el interrogatorio que me hicieron buscando dinero no declarado, es decir, escondido, que podía llevar en alguna parte conmigo. La policía tanzana de aduanas tenían fama de estrictos, en lenguaje más común, bastante bordes. Por supuesto llevaba dinero oculto, en la aduana de Malawi no me habían registrado, pero debía estar preparado para el registro cuando llegáramos a Tanzania.
La oficina de inmigración se encontraba en una especie de descampado rodeado de vegetación, estaba atardeciendo y la claridad del día había empezado a descender. Al aparcar salieron a recibirnos un par de policías, su rostro reflejaba un punto de satisfacción, creo que nos veían con la mirada de un león observando a tres gacelas introduciéndose en su terreno. Antes de entrar en la oficina ya abrieron la puerta de atrás del Land Rover a ver qué llevábamos. Aparte del equipaje de las monjas y de mis mochilas, el coche iba cargado de comida. Empezaron a husmear haciendo algún comentario sobre las provisiones, como si estuviéramos pretendiendo hacer contrabando de alimentos. La monja joven les explicó que eran misioneras, les dijo donde estaba su misión, y esas provisiones eran simplemente las que les habían dado sus compañeras de la misión en Malawi. Uno de los policías dijo algo en tono de protesta, de que esa cantidad de comida era demasiado para poder pasar con ella, en realidad creo que estaba reclamando una parte para ellos. Nos hicieron bajar los equipajes y a continuación el policía más borde se puso a revisar entre la comida revolviendo entre ella como si buscara alguna cosa oculta debajo. La monja más mayor, que debía conocer bien la situación, le pidió al policía un cesto. Sin decir nada más, ambos sabían para qué. El policía trajo algo parecido a un cesto y la monja introdujo unas cuantas cosas en él como regalo para los policías que estaban allí, era el salvoconducto que nos podía facilitar el paso de frontera. Ellos le dieron las gracias y dejaron de revolver en el Land Rover.
Pasamos los tres dentro de la oficina con nuestros equipajes y documentos, primero fueron las monjas, quienes además de misioneras eran residentes en una población de Tanzania. Después de mostrarles la documentación sellaron sus pasaportes sin más preguntas y sin revisar sus equipajes. Luego llegó mi turno, pero conmigo fue diferente. Para empezar me preguntaron cuánto dinero llevaba conmigo y después me pidieron que lo mostrara para verificarlo. Tuve que sacar mi barriguera y ponerlo delante de su vista. ¿No hay más?, me preguntó el policía con suspicacia. No, aquí está todo, dije. Me miró interrogante. ¿Estás seguro?
Una vez que tienes el plan de llevar dinero oculto para cambiar luego en el mercado negro, no puedes dudar, de forma que me reafirmé rotundo. El policía me advirtió que llevar dinero oculto sin declarar era un delito de acuerdo a sus leyes. Mantuve su mirada aparentando tranquilidad. Me dio un documento que era la declaración de moneda extranjera para que lo rellenara. Anoté la cantidad declarada, mis datos y firmé, quedándonos una copia cada uno. Entonces llegó el turno de revisarme. Cada vez que pasaba una aduana era enfrentarme a una prueba de fuego. Primero empezaron por mi mochila pequeña, sacándolo todo. Aparte de mi cámara y rollos de diapositivas no había nada de su interés, por lo que lo volvieron a meter todo dentro otra vez. Después abrieron la mochila grande, buscaron en el interior palpando con las manos, sólo había ropa. Me dijeron que podía cerrarla sin tener que sacar todo, sólo quedaba yo, es decir, que me revisaran a mi, como ya lo hicieran anteriormente en la aduana con Uganda. La monja joven hizo un comentario sobre que se nos estaba haciendo tarde, pronto iba a oscurecer y tenían aún un par de horas hasta llegar a su destino. Aunque no era un reproche directo al policía, era una evidente alusión de que nos estaba haciendo perder el tiempo. Afortunadamente no siguieron con mi revisión, diciéndonos que podíamos seguir después de colocar el sello de entrada en mi pasaporte.
La suerte seguía de mi lado, esta vez gracias a que entraba en compañía de las dos misioneras y de que ellas esperaron junto a mí en la oficina, de haber estado solo creo que no habría sido tan fácil.
Rodando ya en tierras tanzanas reconocí la gran ayuda de las monjas finlandesas no sólo para llegar a mi destino, sino para pasar la frontera, de haberme quedado estancado allí y tener que pasar la noche aislado a la intemperie sin ninguna protección, quien sabe como hubiera terminado todo. Parecía que alguien había puesto en mi camino a aquellas misioneras.
Mientras circulábamos en una carretera absolutamente solitaria rodeados de un paisaje sublime, mis compañeras iban explicándome cómo estaba la situación en Tanzania, más especialmente en esa zona. Fueron ellas quienes pusieron en mi conocimiento que esa parte del país se había convertido en una guarida de bandidos y Mbeya, donde yo me dirigía, era su cuartel general. Quienes antes se dedicaban al bandidaje local, fuera al robo de propiedades en zonas rurales como ganado o asaltos en las carreteras de mercancías, desde hacía unos años habían encontrado una mina de oro con los camiones que transportaban comida de Naciones Unidas. Toda la ayuda alimentaria que llegaba al este de África lo hacía a los puertos de Mombasa en Kenia y de Dar es-Salam en Tanzania, desde allí se distribuía la ayuda a los países del interior y del sur, Mbeya estaba en la ruta de esos transportes y eso había generado un buen negocio para los bandidos, quienes se dedicaban a asaltar los camiones con alimentos para robarlos. La comida era un negocio seguro, después de robarla (incluido el camión) no tardaban nada en venderla, era dinero rápido. En protesta por esto, en los últimos meses los camioneros se estaban negando a hacer esa ruta, a ellos, además de robarles el camión, los ataban a un árbol y los dejaban allí, apaleando a alguno que quizá se había resistido, por lo que el transporte se encontraba paralizado. Una de las últimas noticias que tuvieron antes de ir a Malawi fue que un comisario danés de Naciones Unidas que había ido a la zona para investigar, acabó siendo secuestrado para pedir un rescate por él después.
En el ocaso del día pasamos por una pequeña población que tenía unos puestos de comida a un lado de la carretera, básicamente verduras y frutas. Paramos y las misioneras compraron algunas cosas que cargaron en el Land Rover para salir de inmediato. Pronto se nos echó encima la noche. La oscuridad convertía el camino en peligroso y aún quedaba bastante para llegar, a ellas más que a mi, pues no se quedaban en Mbeya, sino que iban más allá.
Serían cerca de las nueve de la noche cuando llegamos a un cruce y pararon el coche. Me dijeron que Mbeya estaba a unos cuatro kilómetros de allí pero no podían entrar a dejarme. Siendo dos mujeres conduciendo un coche de noche había muchas posibilidades de que las asaltaran, era demasiado peligroso para ellas, lamentando no poder hacer más por mí. Lo entendí, yo tampoco quería que ellas corrieran peligro por mi causa. Les di las gracias por haberme llevado y les deseé suerte para el camino que les quedaba, casi una hora más de viaje. Me dejaban en un cruce y me dijeron que esperase allí, posiblemente pasaría algún vehículo al que podría parar.
Me quedé en la más absoluta soledad bajo una plena oscuridad, o eso creía yo.
No existía la menor iluminación allí, me encontraba rodeado de oscuridad en un terreno deshabitado. Me quedé observando a mi alrededor cuando de repente observé el casi imperceptible movimiento de personas andando no lejos de mí. Había gente que iba o venía a alguna parte. Luego escuché el rumor de voces hablando de quienes caminaban, no estaba solo. No sabía si sentirme protegido o inseguro. Me quedé inmóvil al lado de la carretera de tierra que iba dirección a Mbeya, y la verdad, con pocas expectativas de que a esas horas fuese a pasar un vehículo que pudiera llevarme.
Malawi – Tanzania, febrero de 1992