Malawi, visita al campo de refugiados

Una odisea nocturna en plena naturaleza africana resuelta con la ayuda casual de un misionero

Marco Pascual
Viajero
06 de Noviembre de 2022
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Con Castiano en el campo de refugiados.
Con Castiano en el campo de refugiados.

Acababa de llegar a Blantyre, la segunda ciudad de Malawi.  No tenía tiempo que perder, de modo que busqué hotel, subí a la habitación y dejé allí la mochila apoyada en la pared. Quería ir a un campo de refugiados mozambiqueños cerca de Chimombo, en el extremo sur pegado a Mozambique y el viaje podía durar varias horas. No sabía si podría volver en el mismo día, ni siquiera sabía si sería posible ir.

Por suerte o por casualidad conseguí un transporte y me subí a él. Llegué a Chimombo a última hora de la mañana, ahora quedaba ir hasta el campo de refugiados, a unos catorce kilómetros.  Estuve preguntando en el pueblo, de paso aproveché para comer algo ligero y rápido, la gente me indicó que fuera hacia la salida, donde partía el camino.  Cuando llegué había un pequeño grupo de personas, también esperaban para ir al campo. Les pregunté. Un hombre de mediana edad se dirigió a mi en portugués, se llamaba Castiano y era, al igual que sus compañeros, refugiado en el campo.  Habían ido a Chimombo a comprar algunas cosas y ahora esperaban un transporte que los llevaría de vuelta al campo.  Al poco llegó un minibús y subimos todos. Por el camino Castiano me estuvo informando de la situación, él me hablaba en portugués y yo en español, así nos entendiamos. 

En Malawi había varios campos de refugiados mozambiqueños que huían de la guerra civil desde que comenzó en el año 1977, asentamientos que ya duraban varios años.  Anteriormente había conocido otros dos de ellos en otras partes, pegados también a la frontera mozambiqueña. Por primera vez me daba cuenta de lo que significaba ser un refugiado, era la degradación absoluta del ser humano, perdían sus trabajos, sus casas, sus ahorros, las pertenencias y posesiones que pudieran tener, en muchos casos perdían a sus familias por la violencia  y crueldad de la guerra, perdían la tranquilidad de una existencia en paz sustituída por el miedo a perder sus vidas, privados de sus derechos humanos, civiles y morales, despojados de su dignidad y las esperanzas de futuro, perdían hasta la única pertenencia con la que nace un ser humano: su patria.  Tenían que vivir en un terreno prestado, con la prohibición de moverse libremente o desarrollar una nueva vida, bajo la discriminación que suponía la condición de refugiado y dependientes de la caridad internacional, siendo además utilizados como moneda de cambio bajo los intereses políticos entre países.  Por si todo esto fuera poco, además tenían que soportar la humillación de no ser queridos en los lugares donde estaban refugiados.  Ser refugiado era la cosa más terrible que le podía ocurrir a un ser humano.

Recorriendo el campo de refugiados
Recorriendo el campo de refugiados

Castiano era un hombre instruído, amable y bueno, en Mozambique era maestro y  en el campo seguía ejerciendo voluntariamente su profesión para los niños refugiados, las clases se impartían a la sombra bajo los árboles.  Comparado con los demás, era un hombre con suerte, gracias a su preparación el ACNUR le daba un trabajo en la organización del campo y cobraba un pequeño salario por ello.  Nada más llegar al campo me llevó a su casa y me presentó a su familia. Las casas, hechas de palos y barro, estaban hechas por los propios refugiados.  Su mujer hizo un té y sacó algo de comer que Castiano había comprado en Chimombo. Después de eso me llevó a conocer el campo, rodeados de niños que no podían ocultar su curiosidad, uno de ellos se cogió de mi mano y ya no la soltó en todo el recorrido.

No recuerdo con exactitud, pero creo que el campo tenía alrededor de cuarenta mil refugiados. El terreno, además de estar pegado a la frontera, era el peor que el gobierno de Malawi les dejaba, seco y sin agua para poder cultivar. Aun así algunos que tenían oficios útiles, como la carpintería. Se buscaban la vida haciendo trabajos para los demás, si podían pagarlos.

Llegó el momento en que Castiano me llevó a conocer a Dietmar, un alemán encargado de la logística y organización del campo, que trabajaba para el ACNUR. Aparte de él, los únicos extranjeros que trabajaban en el campo eran los sanitarios de Médicos sin Fronteras cuando cada cierto tiempo visitaban el campo. A partir de ese momento Dietmar tomó el relevo de Castiano y fue quien se convirtió en mi anfitrión para mostrarme cómo funcionaba todo, cómo estaban organizadas las cosas y cómo se distribuía la comida, enseñándome el almacén donde se guardaba y presentándome a los responsables de su reparto diario, también mozambiqueños.

Después de esto, Dietmar me contó algo que yo desconocía. Recientemente habían tenido en el campo una epidemia de cólera con un resultado de 126 muertos. Todavía conservaban las infraestructuras que hubo que improvisar para atajar la epidemia. Todo sobrevino de repente propagándose muy rápido, pillándolos por sorpresa. No existía un protocolo de actuación para estos casos, de modo que el mismo Dietmar tuvo que tomar la responsabilidad de planear una estrategia para  frenar el problema.  Partiendo de que la higiene y desinfección eran la mejor defensa en la protección del cólera, preparó su plan para cortar la epidemia y parar las muertes.  Lo primero fue conseguir mucha agua potable, agua que no tenían allí, de modo que tuvo que comprarla y llevarla hasta el campo por medio de camiones cisterna. Después tuvo que adquirir mucho desinfectante, lejía y jabón, armas fundamentales para combatir el cólera.  Conseguir esto supuso un gran esfuerzo, y el problema no terminaba allí, nadie podía salir del campo, y quienes llevaban las cisternas con el agua o los desinfectantes no querían entrar por miedo a contagiarse. Los contagios se producían principalmente en el seno familiar, de modo que para evitar el contagio entre ellos los refugiados del campo construyeron una especie de hospital de campaña donde aislar a los infectados. Adicionalmente construyeron unas tinas de madera que cubrieron con plásticos para verter en ellas lejía u otros desinfectantes, de manera que quien entraba y salía del improvisado hospital tenía que meterse en las tinas y pisar para desinfectar su calzado.  Hubo varias actuaciones que se aplicaron de forma complementaria por todos, desde la más simple como el lavado constante de manos o la rehidratación oral con sales, al tratamiento de aguas residuales.

Ahora la epidemia estaba contenida, pero por si surgía algún rebrote se mantenían las instalaciones y los desinfectantes preparados, aunque faltaba el agua. Dietmar quería hacer pozos para extraerla y guardarla en depósitos, pero el gobierno de Malawi aún no le daba el permiso para perforar el terreno.

Dietmar estaba orgulloso de su trabajo, con el que estaba seguro de que pudieron evitar muchas muertes, más allá de haber tenido la trágica cifra de 126 fallecidos.

Clases bajo la sombra de los árboles.
Clases bajo la sombra de los árboles.

 

La visita al campo fue muy interesante para mí, poniéndome en conocimiento directo con la situación que vivían los refugiados, pero llegó el momento en que se hacía tarde y había que partir. Por la noche ningún blanco podía quedarse allí. La RENAMO, los rebeldes de la Resistencia Nacional Mozambiqueña, de vez en cuando se presentaban allí para asaltar el campo y robar, principalmente la comida del almacén.

Tenía que regresar a Blantyre. Sin embargo, Dietmar me dijo que eso era imposible. Ya era demasiado tarde para encontrar ningún transporte, nadie se ponía en ruta para viajar de noche. Por un lado, los primeros cuarenta kilómetros la carretera transcurría pegada a la frontera de Mozambique y ese era el terreno donde se movía la RENAMO, y después en el trayecto hasta Blantyre había bandidos que podían asaltar a los incautos que se atrevieran a circular de noche. Él me dio la solución diciéndome que podía quedarme en su casa esa noche y regresara al día siguiente. Tal como Dietmar describía la situación lo mejor era aceptar su propuesta, era lo más conveniente.  No imaginaba la odisea que me esperaba al día siguiente.

Volvimos a Chimombo antes de que empezara a anochecer, Dietmar vivía solo en una casa alquilada, creo que él también agradecía poder tener la compañía de un europeo para contrarrestar por un día la soledad en la que se veía obligado a vivir.

Nos levantamos temprano por la mañana. Después de almorzar, como tenía todo el día por delante, decidí que iba a acompañar a Dietmar al campo hasta el mediodía, después regresaría a Blantyre. Nada más llegar observé que había cierto revuelo entre la gente, quienes ayudaban a Dietmar en su trabajo se dirigieron a él algo excitados, poco después me explicó que esa noche habían entrado guerrilleros de la RENAMO pidiendo las llaves del almacén donde se guardaba la comida, pero las llaves las tenía Dietmar, de modo que al no conseguirlas apalearon a las dos personas a quienes se las pidieron, quienes se vieron obligados a darles herramientas con las que reventaron los candados.  Después de llevarse toda la comida que pudieron, se marcharon.

Mientras Dietmar y sus ayudantes volvían a ordenar el almacén haciendo un recuento de lo que faltaba antes de distribuir la comida de ese día, yo me fui a dar una vuelta por el campo para hablar con la gente, conocer sus inquietudes, saber algo de sus vidas de antes y cómo era la vida de ahora.  Poco antes del mediodía asistí al reparto de comida que se daba para que las familias cocinaran en sus casas. La variedad de productos era escasa, por lo que la dieta diaria era muy simple y repetida, únicamente lo suficiente para subsistir. Pasadas las doce de la mañana convenimos con Dietmar que era mejor regresar ya a Chimombo y buscar un transporte a Blantyre, de modo que le dio las llaves del coche a un ayudante para que me llevara. Después de llegar al pueblo lo primero que hice fue informarme de si había algún vehículo previsto para salir a Blantyre.  El resultado fue negativo, nadie sabía nada.  Decidí comer algo y seguir esperando.  A las tres de la tarde estaba en la misma situación, la gente me aconsejó ir a la salida del pueblo y esperar en la carretera, quizá podía salir algún vehículo y estando allí lo vería.

Las horas transcurrían sin que apareciera ni un solo vehículo, empecé a ponerme nervioso, tal como iba pasando el tiempo se escapaba la posibilidad de encontrar un transporte que me llevara a Blantyre.  La paciencia es una de las principales virtudes que uno debe tener para vivir o para viajar en África. Sin ella todo se vuelve más dificil e insufrible.  A las cinco empecé a pensar que no me iba a quedar otro remedio que volver al pueblo e ir a casa de Dietmar para pasar otra noche allí, en una hora sería de noche y nadie saldría ya a la carretera.  Había vuelto ya sobre mis pasos cuando de pronto apareció un camión que venía hacia mí.  Me puse en medio del camino y lo paré.  Pregunté si iban a Blantyre y con gestos de la mano me respondieron que subiera.  En la cabina iban tres ocupantes, por lo que tuve que subir a la caja, pero no me importaba, lo importante era haber encontrado finalmente un vehículo que me llevara.

Después de casi una hora de camino, cuando empezaba a anochecer, el camión se salió de la carretera tomando una pista adyacente y se detuvo.  No sabía por qué y seguí sin moverme del camión.  El chófer se bajó y me dijo algo que no entendí, el idioma oficial en Malawi era el inglés, pero me habló en la lengua local que era el suajili, el cual era incomprensible para mi. Por medio de gestos entendí que debía bajarme allí, ellos contibuaban en otra dirección.  Aquello me cabreó, les había preguntado si iban a Blantyre y me hicieron subir creyendo que iban allí. Seguramente querían ayudarme llevándome en ese tramo, pero lo que habían hecho era meterme en un problema dejándome tirado en mitad de la nada anocheciendo, ¿quién iba a pasar a esas horas por allí?. 

Se largaron dejándome con el cabreo y sin otra opción que resignarme.

Miré a mi alrededor, verdaderamente estaba en medio de la nada, no se veían signos de vida, abandonado en una planicie seca donde no había ni árboles o algo donde refugiarse para pasar la noche. Como había dejado la mochila en el hotel ni siquiera llevaba el saco de dormir.  Lo peor no era estar a la intemperie, si haría frio durante la noche o si podía llover, lo peor era el desamparo que sentía allí solo.

Estuve un rato pendiente de la carretera, agarrándome a la pequeña esperanza de que apareciera algún vehículo.  Sólo llevaba conmigo lo puesto, camiseta y pantalón corto, en la mochila pequeña que siempre me acompañaba, la cámara, un pañuelo y media botella de agua, nada de comida. Cuando oscureció del todo empecé a mentalizarme de que tendría que pasar allí la noche.

Estuve buscando algún lugar como refugio, pero no existía nada a la vista, y de noche aún era más dificil de encontrar, quería alejarme de la carretara y esperar al día siguiente, pero por otra parte podía perder la oportunidad de salir de allí si llegaba a pasar algún vehículo.  Luego estaba el dilema de si llegaba a pasar un vehículo, ¿sería seguro? Nada me garantizaba que fuese un vehículo normal, podía tratarse en bandidos, y si era así estaría perdido si me dejaba ver.

Empecé a plantearme la situación si llegaba a aparecer un vehículo, ¿qué hacer?, ¿ocultarme o pararlo para que me llevaran?.  Era una decisión difícil, el miedo al resultado no me dejaba decidir, ¿era mejor pasar la noche alejado de la carretera y perder un día o arriesgarme y quedarme allí por si pasaba alguno?.

Una hora después, resignado a pasar la noche allí pero sin tener resueltas las dudas de qué hacer si aparecía un vehículo, vi a lo lejos una luz que venía hacia mí, se trataba de un coche.  La tensión se agudizó.  Tenía que decidir qué hacer, si ocultarme o dejarme ver para parar el vehículo. Tomé la decisión de arriesgarme.

El vehículo iba despacio, aunque ya lo tenía cerca resultaba imposible identificarlo, sólo podía distinguir la luz de sus faros.  Me hice bien visible para que que el conductor pudiera observar que era un blanco, alzando una mano. Tensionado por el miedo, me quedé esperando. 

El vehículo era un Land Rover que aflojó la marcha al verme, pero no se detuvo al pasar delante de mi, sino unos metros más adelante poco después. 

Sentí un gran alivio al ver que los ocupantes eran gente normal, iban cuatro y me hicieron un sitio.  También ellos se extrañaron al ver a un individuo allí al borde del camino y temieron que pudiera ser alguna encerrona, pero al ver que era blanco se tranquilizaron y pararon para llevarme.  El conductor era un misionero inglés, venía de una misión situada también al sur y se dirigía a Blantyre junto con otras personas relacionadas con la misión.

Durante el trayecto me explicó que se les había hecho tarde porque en el camino habían sufrido una avería en el coche, tuvieron que parar y por suerte pudieron arreglarla dos horas después para reanudar la marcha, de modo que mi suerte fue la avería que tuvieron ellos, gracias a su retraso pude salir de allí.  Ellos también tenían recelo de circular en la noche, por no decir claramente que tenían miedo, el misionero me contó  que en esa carretera se habían producido asaltos por la noche  a vehículos para robarles, normalmente eran bandidos que asaltaban vehículos que transportaban mercancías, sin renunciar por supuesto a robar a los pasajeros de cualquier otro vehículo.  Me comentó que inicialmente eran ladrones de ganado, que luego se pasaron al robo de vehículos y mercancías.

Unos kilómetros antes de llegar a Blantyre había un puesto de control del ejército, nos hicieron parar.  Querían inspeccionar el vehículo, primero nos enfocaron con linternas, revisaron la carga y luego hicieron algunas preguntas que respondió el misionero. Después nos dejaron seguir.

Llegamos a Blantyre sin novedad, el misionero inglés tuvo la amabilidad de llevarme al hotel que había reservado el día anterior.  Dudaba sobre qué habría pasado con mi mochila, pero cuando entré a la habitación estaba tal y como yo la había dejado.  Ya era tarde y estaba hambriento, el hotel tenía restaurante, así que bajé a ver si podía comer algo. Gracias a que antes habían llegado tres camioneros y aún estaban terminando de cenar,  el cocinero estaba allí y  pudo cocinar algo para mi.

Esa noche, en la cama antes de dormir, estuve pensando sobre la pequeña odisea de ese día.  Me acordé de la estampa de San Antonio que mi madre siempre me daba antes de salir de viaje. Antes de partir solía ir a la iglesia de San Lorenzo y el párroco le bendecía una para que la llevara conmigo.  "Pero también tienes que rezarle para que te proteja", me recordaba al dármela.

Había sido una suerte que el misionero pasara cuando ya no tenía esperanzas de seguir viaje, convencido de que tendría que pasar la noche tirado en el camino, suerte sobre todo por la avería que produjo su retraso.  Pero, ¿y si no fue casualidad?, ¿si esa avería que tuvo y que a mí me permitió que me recogiera después sacándome de allí no fue obra del simple azar?.  Nunca lo sabré, lo que si es cierto es que mi madre siempre procuró que nunca me faltara una estampa bendecida de San Antonio para que me protegiera.

Enero de 1992

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