Mérida (Venezuela): Falsas amistades (2)

Sigue el episodio de los interrogatorios de la policía, con dos detenciones de las chicas con las que estuvieron los ladrones, y un final agradable con Gabriela

Marco Pascual
Viajero
05 de Noviembre de 2023
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Calle de Mérida, en Venezuela, donde Marco Pascual padeció unas falsas amistades
Calle de Mérida, en Venezuela, donde Marco Pascual padeció unas falsas amistades

En la recepción reinaba el silencio absoluto mientras esperábamos. La recepcionista, escondida bajo el hueco de la escalera, el policía y yo pegados a la pared  tras las escaleras y el vigilante sentado frente a ellas con su recortada entre las manos disimulando tranquilidad. Al escuchar crujir las escaleras de madera de alguien que bajaba por ellas la tensión se elevó al máximo. Mi idea era caerle por sorpresa tirándome al cuello del tipo e inmovilizarlo antes de que pudiera reaccionar. Cuando terminaron las escaleras y apareció en la recepción me hundí en el desencanto, no era uno de los tipos que me habían robado. La persona que bajó nada tenía que ver. Completamente frustrado, tuve que pedirle disculpas, diciéndole que había sido un error. Era alguien joven, sí, pero no era él.  Allí terminó mi aventura nocturna en busca de los ladrones que me habían robado todo. Regresé a mi hotel profundamente decepcionado por aquel intento fallido, ahora quedaba en manos de la policía.

Cuando llegué al hotel pregunté al recepcionista si había llamado a la policía, me respondió que no, que había llamado al jefe. Lo que faltaba para empeorar mi humor. Le dije unas cuantas cosas, ninguna bonita, y le ordené que llamara a la policía para denunciar el robo y que fueran al hotel. Aquel recepcionista parecía tonto, lo que es seguro es que era un completo inútil, eso o es que estaba compinchado con los ladrones, aunque esa en realidad no la veía como una opción muy posible.  Mientras esperábamos que llegara la policía, estuve recriminándole su inacción dejando pasar delante de sus narices a los ladrones siendo más de las dos de la madrugada con todas mis pertenencias.

Antes que la policía llegó el italiano, el dueño del hotel, quien solía estar allí a ratos durante el día. Volví a mostrar mi enfado desahogándome contra él por la nefasta seguridad del hotel y por la inoperancia de su vigilante. El italiano, igual que su empleado, no sabía qué decir, salvo que lo sentía, cosa que no me solucionaba nada. Para comprobar que no había error, envió al vigilante a la habitación donde se quedaban los chicos que yo acusaba, una de las tres que había en mi planta.  A la vuelta confirmó que estaba vacía, no sólo habían limpiado mi habitación, sino que habían recogido sus cosas y habían dejado el hotel, por supuesto sin entregar las llaves ni pagar la factura. El vigilante insistió en que no habían salido con ningún bulto grande. Solo uno, el último en salir, lo hizo con una mochila colgada al hombro, esa debió ser mi mochila, la que contenía la cámara y los objetivos. Imaginé que las demás cosas las arrojaron por la ventana de mi habitación que daba a la calle, quizá por eso esperaron hasta tan tarde, para que no hubiera testigos que pudieran ver cómo tiraban las cosas desde la ventana.

Posteriormente llegaron dos policías, quienes por su actitud no parecían muy dispuestos a realizar su trabajo. De hecho, uno de ellos se sentó a un lado en una silla  mientras yo le explicaba al otro lo sucedido. Después de darle todos los datos, el policía no sabía qué hacer.  Tras darle una detallada descripción de los ladrones, tuve que ser yo quien le dijera lo que tenía que hacer, empezando por mirar en el registro los nombres de los individuos para saber quiénes eran. El dueño miró la ficha de registro, teníamos sus nombres, pero, ¿serían los auténticos? Cuando yo me registré, rellené el papel yo mismo con mis datos, nadie me pidió la identificación. Le pregunté al jefe si tenían su documento de identidad, si lo habían comprobado al menos, pero él se quedó sin contestar, señal de que ni lo tenían ni lo habían comprobado. De esa manera podían haberse inscrito con otros nombres. Al darse cuenta de eso, el policía me quitó las esperanzas de dar con ellos, diciendo que si en el hotel no habían comprobado su cédula de identidad seguramente habrían puesto nombres falsos, y así sería difícil dar con ellos. Tuve que instarle que de todos modos debían comprobar sus nombres, añadí que venían de Valencia, vivían allí según me habían dicho, aunque tampoco estaba seguro que hubieran dicho la verdad. 

El policía me quitó las esperanzas de dar con ellos, diciendo que si en el hotel no habían comprobado su cédula de identidad seguramente habrían puesto nombres falsos

Un policía sentado como si el asunto no fuera con él, y el otro no sabía qué hacer, mal panorama para recuperar mis cosas.

Seguí dándoles sugerencias, instrucciones para proceder en la investigación, como vigilar la estación de autobuses, ya que habían llegado por ese medio, y controlar las salidas de la ciudad. Sin coche propio era difícil que pudieran haber salido de Mérida, lo razonable era pensar que seguían en la ciudad, no podían dejarlos escapar teniendo sus datos y referencias.  Como seguían sin decir o decidir nada, tuve que darles una pista para empezar: sus amigas.  Les dije que estaban liados con dos chicas que se encontraban en el hotel, eran sus amigas, ellas tendrían que conocerlos y aportar datos sobre ellos. Tuve que decirles yo en qué habitación estaban, porque tanto el dueño del hotel como el vigilante parecían abducidos por la estupidez.

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Una joven venezolana en Mérida

Subimos a la segunda planta, el policía que hablaba ordenó al vigilante que llamara a las dos chicas, unos cinco minutos después aparecieron las dos, somnolientas y sorprendidas al ver que era la policía quien las requería en plena noche. El policía les preguntó si conocían a los individuos que me habían robado, ellas respondieron que no. Eso me exaltó. ¡Cómo que no!, exclamé, si estabais juntos, si ayer mismo os vi con ellos en vuestra habitación, uno metido en la cama contigo, dije señalando a la que había respondido. Tuvo que reconocer que los conocían, pero no que fueran amigos o tuvieran algo que ver con ellos. Quizá en el robo no tenían nada que ver, pero ellas sí los conocían, no sé hasta que punto eran amigos, pero sí podían aportar datos sobre ellos. Le dije al policía que mentían. Él les preguntó sus nombres, ellas se los dieron y el policía los tomó por buenos. Entonces el sorprendido fui yo: pero pídales sus cédulas para comprobar sus nombres, se los pueden haber inventado, le señalé.

El policía me hizo caso y les pidió sus documentos de identidad. A partir de ese momento y ante la indolencia de los policías quien verdaderamente llevó el interrogatorio fui yo. El policía sólo se dedicaba a trasladar las preguntas que yo les hacía, de qué los conocían, qué sabían de ellos, cómo se llamaban en realidad, qué otros contactos tenían en Mérida, y otros datos que pudieran darnos pistas sobre ellos. Ellas siguieron insistiendo en que no eran sus amigas, se habían conocido en la estación de autobuses en Valencia y desde allí habían ido en el mismo autobús que llegó a Mérida, ellas sólo venían a pasar unos días de vacaciones allí, igual que les dijeron ellos. No sabían nada más, en cuanto a sus nombres coincidían con los que me habían dado a mí, probablemente falsos.

Fue una situación poco agradable de ver, me sentí mal por ellas, la verdad que no esperaba que las llevaran detenidas, aunque seguía creyendo que ellas sabían más de ellos de lo que decían

No llegamos a sacar ninguna conclusión, le dije al policía que debían saber algo más y los estaban encubriendo, tenían que insistir en el interrogatorio hasta que confesaran, podían ser sus cómplices. Ellas siguieron negándolo todo, hasta que el policía se cansó de preguntar lo que yo le decía que le preguntara y les dijo a las chicas que recogieran sus cosas, se iban con ellos. En ese momento ellas se asustaron, tenían que irse con la policía detenidas. Empezaron a implorar y suplicar que no las llevaran, que decían la verdad. Además una tenía un niño pequeño de solo un año y meses con ella, sin embargo el policía se mostró imperturbable, les dijo que llevaran al niño también. Fue una situación poco agradable de ver, me sentí mal por ellas, la verdad que no esperaba que las llevaran detenidas, aunque seguía creyendo que ellas sabían más de ellos de lo que decían. Fue un momento dramático, más aún al viajar una con su hijo pequeño. Pese a los ruegos y súplicas los policías fueron inflexibles y las llevaron detenidas. Les pregunté dónde las llevaban y dónde podía ir al día siguiente a informarme sobre cómo iban las investigaciones.

Esa noche dormí poco. Al amanecer fui a la estación de autobuses. Primero miré el horario de los autobuses que iban a Valencia, después hablé con la persona que vendía los pasajes para explicarle la situación y darle la descripción de los dos ladrones, pidiéndole que si compraban un billete de autobús para Valencia llamaran a la policía, e hice lo mismo con las otras ventanillas por si escogían otro destino. Después hablé con el vigilante de la estación y le repetí las mismas instrucciones. Él, que daba vueltas dentro de la estación, era quien mejor podía darse cuenta si los veía llegar, tenían que ir cargados de bultos, eran altos, bien parecidos, uno moreno y otro rubio, de unos veinte años, era fácil identificarlos. Con todos los que hablé les prometí una gratificación económica si llamaban a la policía y conseguían apresarlos.

Me quedé en la estación para vigilar por mi cuenta, casi era mi única posibilidad de poder verlos. Si llegaban allí para tomar un autobús no se me iban a escapar. Desayuné en la estación, de pie y mirando a la entrada, pero a medida que pasaban las horas no aparecían.  Por la cabeza me pasaban todas las opciones que podían haber tomado, desde quedarse en otro hotel con otros nombres, en alguna casa particular, o haber tomado un taxi a otra ciudad para eludir la estación de autobuses. Pasadas las diez de la mañana me marché de la estación, abatido por la infructuosa espera. Los autobuses de larga distancia, como a Valencia, ya no salían hasta última hora de la tarde, pues hacían el viaje en la noche.

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Una calle de Mérida

Además de todas mis cosas, me habían robado 1.500 dólares en cheques de viaje, 500 en efectivo y unos 200 en dinero venezolano. Por suerte había salido del hotel llevando conmigo el pasaporte y 600 dólares escondidos en el cinturón. Tenía que denunciar el robo de los cheques de viaje en el banco. Antes fui donde la policía para que me hicieran por escrito la denuncia interpuesta del robo para presentarla en el banco y poder recuperar el dinero de los cheques por otros nuevos. De paso pregunté si sabían algo de los ladrones, pero seguían igual. Después, cuando fui al banco, estaba cerrado, todos cerraban durante las fiestas durante cinco días, quedaban dos más para volver a abrir. Por suerte tenía los 600 dólares, aunque no serían suficientes para pasar los dos meses y medio que me quedaba en Venezuela. De allí fui al consulado para notificar el robo, conservaba el pasaporte, pero había perdido los demás documentos, como mi DNI, o el vuelo de regreso a España, para lo cual tendría que ir también a la oficina de Viasa, la aerolínea venezolana con la que había volado, cuando abrieran. La cónsul que me atendió en su domicilio particular fue muy amable, ofreciéndome cualquier tipo de ayuda que necesitara, como dinero, un préstamo en realidad que debería devolver al llegar a España, pero le dije que con lo que me había quedado tenía suficiente.

A última hora de la mañana regresé al hotel, quería hablar con el dueño, pero aún no había llegado. Me senté en la recepción a esperarlo. A mi lado había una mujer de unos treinta y pocos años, una clienta del hotel con la que me había cruzado un par de veces y me había llamado la atención: era guapa, alta, elegante, muy llamativa, con más aspecto de mujer eslava que latina, imposible pasar desapercibida, sobre todo la primera vez que la vi vestida con estética motera completamente de cuero, incluida una gorra. Me saludó y me preguntó qué tal estaba. Al parecer la noticia ya había corrido en el hotel. Al preguntarle me confirmó que ella también estaba hospedada allí. Más aún, me dijo que era mi vecina de habitación, la suya era la contigua a la mía. Como sólo habíamos coincidido antes en la recepción, no sabía que era mi vecina. Aproveché para preguntarle si había oído algo en los momentos en que entraron a robarme, pero dijo que no, no escuchó nada, estaba durmiendo.  Algo evidente es que la puerta no estaba forzada, pero abrirla no era difícil, era un tipo sencillo de cerradura de las que están en el pomo, algo que cualquier aprendiz de ladrón podría abrir sin dificultad. 

Estuvimos hablando durante un buen rato, en el cual me ofreció cualquier cosa que pudiera necesitar, como elementos de aseo, por ejemplo, ya que las tiendas estaban cerradas. Cuando le pregunté si también se encontraba allí de vacaciones me dijo que no, estaba por trabajo, era auditora del estado y había ido allí a auditar una empresa de lácteos.

Cuando llegó el dueño fui a hablar con él, y volvió a mostrar su desagrado por lo ocurrido. Yo volví a recriminar la falta de seguridad del hotel y la ineficacia del vigilante, culpándolo a él de que los ladrones se hubieran marchado con todas mis pertenencias. El dueño no sabía cómo disculparse ante mi desgracia y enfado. Como para compensarme, dijo que no tendría que pagar nada por el hotel. Qué menos, le dije yo, me roban por una negligencia del hotel ¿y encima tendría que pagar? Lo normal es que el hotel respondiera por el robo, le dije, ya que eran responsables, pues más que impedir que me robaran parecía que les habían dado facilidades para hacerlo. Cuando insinué que lo que debía hacer yo era denunciar al hotel por esto, él se puso nervioso, me pidió perdón de varias formas y me dijo que no lo denunciara, no tenía seguro para estos casos.  Me ablandé un poco al escuchar sus ruegos y le dije que me lo iba a pensar, él, como queriendo compensarme con algo más, me dijo que si necesitaba cortarme el pelo que pasara por la peluquería y me lo cortaba. Era peluquero y también tenía una peluquería en Mérida.

Cuando insinué que lo que debía hacer yo era denunciar al hotel por esto, él se puso nervioso, me pidió perdón de varias formas y me dijo que no lo denunciara, no tenía seguro para estos casos

Por la tarde fui a la policía de nuevo a preguntar si había noticias sobre los ladrones, pasé a la oficina del jefe y estuvimos hablando, pero poco, ya que no había ninguna novedad. Le pregunté si podía visitar a las chicas para volver a preguntarles y ver si podía sacarles algún dato o información, me dijo que si. Otro policía me acompañó hasta su celda. La comisaría o lo que fuera era un edificio grande, con varias estancias, un patio interior y corredores con celdas. Me quedé a solas frente a los barrotes de la celda de las chicas, quienes lo primero que hicieron fue suplicarme que hablara con la policía para que las sacaran de allí. Me dio tristeza, más al ver al niño pequeño  encerrado allí también.

Traté de negociar con ellas. Si me daban alguna información de sus amigos los ladrones que pudiera llevarnos a ellos, hablaría con el jefe de la policía para que las soltaran. Ellas insistieron en que no eran sus amigas, se habían conocido en el viaje a Mérida, no sabían nada de ellos ni de su vida. Les dije que bien, las creía, pero mientras habían estado juntos algo tendrían que haberles contado, algún detalle de su vida en Valencia, algo que hicieran en Mérida, a alguien que conocieran allí, algún comentario que pudiera servir como pista para llegar hasta ellos… Ellas negaron que supieran nada de su vida, tampoco les habían contado nada de lo qué hacían o donde iban en Valencia, únicamente había sido un encuentro casual, ni siquiera sospecharon que fueran unos ladrones. Lo único que podían decirme es que únicamente habían salido juntos del hotel para ir a un parque a fumar marihuana, y me dijo el nombre del parque, era lo único que podían decirme.  El parque se encontraba al final en la parte alta de la ciudad. Era un detalle, pero dudaba de que, de estar aún en Mérida, volvieran allí a fumar porros.

Como no me habían dado ninguna información relevante, les dije que no podía hacer nada por ellas. Volvieron a suplicarme, incluso se echaron a llorar, para que las sacara de allí.  Realmente creí que podían decir la verdad, las vi con miedo y con poca pinta de ser unas delincuentes o cómplices de delincuentes, pero seguía muy cabreado para ceder a sus ruegos.

A última hora de la tarde volví a la estación de autobuses antes de salida de los autobuses de larga distancia. Fui preguntando a unos y a otros por si alguien había visto a los dos individuos y para que estuvieran alerta por si pensaban tomar un autobús a esas horas. Me quedé hasta que salieron los últimos autobuses sin rastro de los ladrones, decaído y con escasas esperanzas de recuperar mis pertenencias.

Cuando llegué al hotel me encontré con Gabriela, mi vecina de habitación. Ella también estaba llegando al hotel.  Hablamos un poco de cómo había ido el día y luego me ofreció la ducha de su habitación por si quería ducharme, cosa que acepté. Pasé y me duché, luego me vestí con la misma ropa, ya que no tenía otra. Quedamos en salir a cenar juntos, con lo cual ya me quedé allí, Gabriela se cambió de ropa y salimos. La verdad que, una vez en la calle junto a ella, me hacía olvidar el mal trago que estaba pasando, se había puesto una minifalda muy corta sobre sus largas piernas, una blusa y algo de maquillaje, pintando sus ojos y pestañas y poniendo de rojo intenso sus labios. No sólo estaba llamativa, sino espectacular. Todo el mundo, los hombres sobre todo, la miraban descaradamente.

No fuimos muy lejos, escogimos un restaurante de la plaza Las Heroínas, allí hablamos de nuestras vidas. Me habló de su trabajo, vivía en Caracas, pero la enviaban a hacer auditorías a cualquier parte del país. Se había casado, pero se había divorciado y ahora no tenía a nadie. Le pregunté si había mucha corrupción en las empresas venezolanas. Me dijo que sí, a mayor empresa mayor corrupción. Quise saber si le ofrecían sobornos por ocultar datos o dar por buenos los balances contables, dijo que era bastante común.  En la auditoría que estaba haciendo en Mérida había descubierto irregularidades, imaginaba que antes de terminar le ofrecerían algo para taparlo.

Le pregunté entonces si cuando intentaban sobornarla ella aceptaba. Me respondió con un no rotundo, en parte porque a los auditores también los auditaban

Le pregunté entonces si cuando intentaban sobornarla ella aceptaba. Me respondió con un no rotundo, en parte porque a los auditores también los auditaban, el gobierno sabía que intentaban comprarlos, de manera que eran vigilados. Si se descubría que habían sido sobornados por alguna empresa podía costarles varios años de cárcel.  Sólo una vez cedió, me comentó, después de insistir mucho la empresa a la que auditó, en vez de dinero le propusieron darle otra cosa a cambio: un todoterreno nuevo. La auditoría era para la fábrica de coches Chrysler, le regalaron un gran coche nuevo poniéndolo a nombre de otra persona. Pero tuvo mala suerte, no porque la descubrieran, sino porque a los tres meses le robaron el coche. Ni siquiera pudo denunciarlo.

En cuanto a sus hobbies, me dijo que era motera, tenía una Harley Davidson, entonces entendí por qué la había visto con indumentaria motera. Le pregunté si había llegado en moto, pero lo negó, era un viaje muy largo y además la moto no hubiera estado segura allí.  Le pregunté si no tenía miedo de que al ser una mujer la atracaran para robarle la moto. Dijo que no: enfundada en su ropa motera y con el casco, nadie imaginaba que fuera una mujer.

Gabriela fue lo único bueno que obtuve de aquella situación, nos hicimos amigos y pasamos juntos el resto de su tiempo libre, puesto que yo no tenía otra cosa que hacer sino esperar que los bancos, las oficinas y las tiendas en general abrieran, antes de tomar una determinación que, si bien podía ponerme en un serio riesgo, pensaba llevar a cabo si en dos días más la policía no había descubierto a los ladrones.

Venezuela, febrero de 1996

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