Antes de iniciar el relato de hoy debería empezar por mostrar el eterno agradecimiento que siento por la gente africana, gente humilde sin apenas recursos que siempre me guiaron y ayudaron en mis andanzas por el maravilloso continente africano, ofreciéndome su generosa hospitalidad, protección, amistad y lo mejor de su corazón. Sirva este relato como homenaje a toda la gente que me ayudó, me dio su amistad y me protegió sin necesidad de pedírselo.
En Uganda había conocido a dos chicas que viajaban en un Land Rover, Julie y Karen. Juntos decidimos pasar a Ruanda, lo intentamos por dos pasos distintos sin éxito, ambas fronteras se encontraban cerradas a causa de la guerra. Alguien nos informó que el único paso fronterizo abierto era el de Rusumu, que hacía frontera con Tanzania, lo que nos llevaría dos o tres días. Como viajar en el Land Rover era muy incómodo por la falta de espacio, ellas lo usaban para dormir y allí no quedaba un centímetro libre. Yo mismo decidí que iría en autobús y en Kigali volveríamos a encontrarnos.
La primera etapa era Kabale Bukoba, en Tanzania, donde llegué de noche después de un largo día de viaje, varias vicisitudes y el cuerpo molido como consecuencia de viajar muchas horas encajonado en la parte de atrás de un Land Rover, donde los pasajeros íbamos como sardinas en lata sentados en dos bancadas laterales de chapa, sumamente incómodo y sin poder moverme un milímetro de mi sitio. Al llegar a Bukoba me quedé sin saber qué hacer o dónde ir, se encontraba completamente a oscuras y tan apenas se distinguían algunas sombras andando en la calle. Tal como sucede en la mayor parte de pequeñas ciudades o pueblos africanos, no había rastro de alumbrado público. Como Bukoba no era un sitio de interés, en la guía no había ninguna referencia sobre este lugar. Cargué la mochila grande a la espalda, la pequeña al pecho y eché a andar sin saber qué dirección tomar o a quién preguntar, pues tanto los demás pasajeros como el chófer del Land Rover se esfumaron en el acto.
A no mucha distancia de donde estaba observé unos puestos de tablas de madera y techo de palma alumbrados por candiles en forma de botella con una mecha en el exterior, de modo que me dirigí allí. Eran pequeñas tiendas de comestibles o de sencillos utensilios domésticos, al menos aquí aún se veía gente para ser de noche, pues lo normal es que en África en cuanto se hace de noche la gente desaparece de la calles. Antes de ir en busca de un hotel pensé que lo primero era enterarme del lugar y la hora en que podría partir al día siguiente para ir a Ngara, la siguiente etapa del viaje. Al echar a andar comprobé que esa tarde debía haber llovido en Bukoba, pues si darme cuenta metí el pie en el primer charco.
La gente a la que pregunté estuvo muy solicita, pero seguramente tenían más deseos de ayudar que idea de la respuesta. De los cinco primeros a los que pregunté, obtuve cinco horas de salida diferentes entre las cuatro y las siete de la mañana. Lo cierto es que todos podían tener razón, en África no había nada seguro en cuanto a la hora de salida de los autobuses, todo era relativo, por lo general. Aunque tuvieran una hora de partida, por una razón u otra nunca salían a la hora prevista. Yo confiaba en la buena fe de la gente, pero ante ese desconcierto me vi obligado a seguir preguntando hasta encontrar una mayoría coincidente, en conclusión, las cinco de la mañana. En lo que sí coincidían todos es que era el único autobús.
Quedaba resolver la segunda cuestión, el hotel. Encontré un chico de unos veinte años que hablaba inglés y parecía bastante despabilado. Sígueme -dijo resueltamente al preguntarle-, yo te muestro el hotel.
Le dije que no hacía falta que me acompañara, era suficiente que me dijera dónde estaba.
-Está lejos y no lo encontrarías, es mejor que vaya contigo -dijo.
De noche y en un lugar desconocido es fácil recelar de las buenas intenciones de la gente, pero no me quedaba otra alternativa, de modo que echamos a andar juntos, aunque agarrando fuerte el bastón que me acompañaba cambiado por un pañuelo a un anciano de la tribu Turkana en el norte de Kenia, por si tenía que utilizarlo. Normalmente es habitual que cualquier chico esté dispuesto a acompañarte ofreciendo su ayuda, pero ahora las circunstancias eran distintas, acababa de llegar a la ciudad y desconocía todo sobre ella, era de noche, no se veía una gota y llevaba todas mis pertenencias conmigo.
Atravesamos una parcela vacía y el chico me dijo que de allí salía mi autobús, aunque de noche, todo a oscuras, sin un nombre o una referencia de poco me servía para poder orientarme y llegar allí por mi cuenta. Poco después llegó el momento en que pretendía conducirme a través de un descampado, en el cual por las sombras sólo se intuían los matorrales, el resto era oscuridad completa. Me negué a continuar por allí.
Al ver mi recelo dijo que eso era un atajo, que no me preocupara, no había problema.
Para mí sí podía haberlo si me arriesgaba siguiendo su deseo. Sin decir nada más me di media vuelta.
Reconozco que fui desconfiado sin haberme dado motivos para ello, le hice un desplante sin siquiera despedirme, muy poco cortés por mi parte para quien me estaba brindando su ayuda, suficiente para que él dejara que me las apañara por mi cuenta dejándome a mi suerte. Sin embargo él no me abandonó, retrocedió, se puso a mi lado y abriendo el paraguas que llevaba lo colocó encima de mi cabeza, acababa de empezar a llover.
Aquel gesto borró parte de mi desconfianza. Aun así dejé claro que no estaba dispuesto a atravesar aquel descampado, por lo que el chico consintió en mi deseo de rodearlo. Detrás apareció ante nuestra vista un caserón de dos plantas construido en cemento y con luz eléctrica en la puerta de entrada. En la planta baja había un restaurante y habitaciones en la de arriba. Confieso que al verlo sentí vergüenza de mis recelos. Preguntamos por una habitación, pero lamentablemente estaba lleno. Tuvimos que volver a las calles oscuras, al que fuimos después nos dieron idéntica respuesta, empecé a pensar que mi buena suerte se había acabado, pero el chico conocía otro más y allí me llevó de nuevo bajo su paraguas. Esta vez sí, encontré una habitación libre. Ya tenía donde meterme a pasar la noche, pero ni idea de en qué punto de la ciudad me encontraba.
Me despedí agradecido de aquel chico, en compensación a su ayuda quise darle un dinero, pero él lo rechazó y sólo aceptó mi mano. Cuando lo vi partir pensé que debía haberle dado un abrazo, pero ya era tarde.
El precio del hotel era en shillings, la moneda local, pero yo no tenía suficiente, no había podido cambiar y, por otra parte, pensaba abandonar Tanzania al día siguiente si todo iba bien. La dueña del hotel quería que le pagara en shillings y yo sólo tenía dólares, le expliqué que si quería cobrar tendría que ser en dólares y al final aceptó. A la hora de sacar el cambio lo razonable hubiera sido fijarlo con el cambio oficial del banco, que a ella le salía mejor. Sin embargo, cuando le dije de hacerlo con arreglo al cambio en el mercado negro, ella aceptó. Por mi parte acepté el cambio que ella dijo se pagaba en la calle por el dólar, de forma que haciendo la cuenta el hotel me salía por siete dólares, le di un billete de veinte y ella me devolvió el cambio en shillings. Con eso ya tenía para comprar el billete de autobús y quizá sería suficiente hasta mi salida del país.
Una vez pagado el hotel le pregunté a la dueña por el baño, necesitaba una ducha antes de salir a cenar. Ella me aconsejó que si quería comer algo más valía que saliera en ese mismo instante sin perder tiempo o me quedaría sin cenar. Seguí su consejo y sólo volví a la habitación para coger mi linterna. En el exterior persistía la lluvia, aunque con menor intensidad. Fui directo al restaurante del primer hotel, al llegar vi con decepción que ya no quedaban clientes y se disponían a cerrar, no obstante pregunté si podían hacerme algo para cenar, la respuesta fue negativa. Tuve que suplicarle que me hiciera algo rápido, cualquier cosa, entonces el camarero me señaló una bandeja con algo irreconocible encima de un mostrador. Al verla no supe qué podía ser, imaginé que era lo que había sobrado de lo que habían cocinado en el día, por lo tanto estaba frío y tenía un aspecto extraño. Le pregunté cuánto valía lo que quedaba en la bandeja, si la gente de allí se comía eso yo también podría hacerlo.
Mientras los empleados terminaban de recoger yo me senté a una mesa para comer los restos de la bandeja, ya a puerta cerrada. Al inspeccionar la comida descubrí lo que era: un revuelto de hígado, corazón, riñones, tripas y alguna otra delicadeza desconocida, todo ello bien troceado y frito con escasos pedacitos de cebolla, la salsa era de color negro y esponjosa, quizá hecha con la misma sangre de res de la que me estaba comiendo sus vísceras.
Cuando llegué al hotel le pedí al vigilante que me llamara a las cuatro y cuarto de la noche, respondió que fuera tranquilo, él me despertaría. Llegada la hora tuve que despertarme por mí mismo, como sucedía cada vez que lo solicitaba. A las diez de la noche se apagaba el generador que daba luz eléctrica, de modo que tuve que usar mi linterna para ver y guiarme. Al atravesar la pequeña recepción del hotel para salir encontré allí al vigilante, tumbado sobre el suelo durmiendo plácidamente. Le enfoqué la luz de la linterna en el rostro, pero ni eso ni pasar por encima de él lo despertó.
Una vez fuera tuve que reconstruir en mi mente el recorrido que hice cuando llegué allí para hacerlo a la inversa: coger a la derecha, seguir hasta la tercera bocacalle y girar a la izquierda, luego girar a la derecha en el primer cruce, seguir por allí dando un rodeo hacia la izquierda llegaría al restaurante donde cené, luego ascender un par de calles y llegaría al descampado que no quise atravesar el día anterior, lo bordearía hasta llegar al vértice y allí cogería la calle que me llevaría hasta la explanada donde salía el autobús.
Andar solo a las cuatro de la mañana en una ciudad desconocida completamente a oscuras despierta todos los miedos y activa todas las alarmas, se intuye el peligro que eso supone y la tensión se pega al cuerpo fácilmente. Pese a ir cargado andaba rápido, más que por llegar en hora a la salida del autobús, por cubrir el camino cuanto antes, alerta a cualquier ruido o cualquier sombra a mi alrededor.
Para mi sorpresa, cuando llegué a la explanada se encontraba desierta, no había autobús y ni un solo alma allí. Lo primero que pensé es que ese no era el lugar de donde partían los autobuses, siempre suelen estar preparados al menos una hora antes de la salida, entonces o bien había un error de lugar o de hora. Me costaba creer que mi amable acompañante me hubiera indicado mal, pero por otro lado resultaba muy extraño que faltando media hora para la salida no estuviera allí el autobús y tampoco hubiese ni un solo pasajero esperando. Viéndome solo en aquella explanada me sentí desprotegido y vulnerable.
No sabía qué decisión tomar. Después de unos cinco minutos valorando qué hacer, vi las siluetas de dos personas acercándose por la calle que iba junto a la explanada, pensé si serían pasajeros, pero no entraban al supuesto lugar donde debía partir el autobús. De pronto, como si hubieran tomado una decisión repentina, cuando ya parecía que pasaban de largo, torcieron para entrar dirigiéndose hacia mi. Parecía claro que mi presencia era la razón del súbito cambio de rumbo. Sujeté fuerte el bastón y me quedé esperando.
Dos hombres de mediana edad se plantaron delante de mi, no vi ninguna actitud agresiva, pero no podía fiarme.
Me saludaron dándome los buenos días, preguntándome extrañados qué hacía allí. Les expliqué el motivo, esperaba el autobús para Ngara. Ellos me dijeron que no salía hasta las seis y estar allí solo en medio de la noche era muy peligroso. Lo sabía, pero, ¿qué podía hacer?. Al ver mi indecisión, uno de ellos me advirtió: no puedes quedarte aquí, en Bukoba hay muchos bandidos y si te ven es posible que te asalten. El otro también se pronunció: mira, es mejor que esperes en algún lugar con gente -dijo.
¿Dónde?, pregunté yo, a esas horas todo estaba cerrado y sin un alma en la calle. Después de pensarlo, uno dijo: nosotros vamos a trabajar pero en esa dirección no hay nadie, sin embargo junto al mercado hay un sitio donde no correrías peligro. ¿Sabes dónde está?.
Negué con la cabeza.
Uno de ellos dijo entonces: es mejor que lo acompañemos, no podemos dejarlo solo.
El otro apoyó la idea y dirigiéndose a mi dijo: vamos a llevarte a un sitio donde puedes estar con gente hasta la hora que salga el autobús, allí estarás seguro.
Parecían buenas personas, de modo que decidí confiar en ellos, aunque sin abandonar ciertas precauciones.
Tomamos la dirección opuesta a la que ellos traían en un recorrido de casi diez minutos que nos llevó hasta un lugar donde un grupo de tres hombres y una mujer se encontraban en la calle preparando dos grandes ollas de café. Uno de los hombres que me escoltaron habló en suahili al grupo dándoles explicaciones de mi situación, luego se dirigió a mí.
-Les he preguntado si es posible quedarte con ellos mientras esperas la hora en que sale el autobús para Ngara y han dicho que sí, de modo que aquí puedes estar tranquilo. Ahora mira -dijo señalando con la mano-, ¿ves esa calle del fondo? Pues estás atento porque por allí pasará el autobús cuando vaya a la parada, no hace falta que te muevas de aquí hasta que lo veas pasar.
Les agradecí su inestimable ayuda y ellos se marcharon para ir a su trabajo, podía decir que ahora estaba a salvo junto a ese grupo de cuatro desconocidos y con una fiable información acerca del autobús.
Mis nuevos protectores me ofrecieron una banqueta para sentarme, no podía entenderme con ellos porque no hablaban inglés y mis conocimientos del suahili no iban más allá de unas cuantas palabras. Afortunadamente el internacional lenguaje del corazón no necesitaba intérpretes y comprendí perfectamente que estaba en buenas manos, para mi tranquilidad, sus gestos denotaban la amigable compañía que me dispensaban después del errante paseo nocturno.
Cuando el café estuvo hecho la primera taza fue para mí. La acepté con sincero agradecimiento, se trataba de un café con doble sabor, pues llevaba incorporado el aroma de la amistad. Cuando la acabé, me hicieron gestos preguntándome si me había gustado. Les dije que si, de hecho muy pocas veces he podido apreciar tanto un café. La mujer cogió mi taza y sin preguntar nada más me sirvió otro café.
A falta de veinte minutos para las seis escuché a lo lejos el sonido de un motor. Agucé oído y vista, tal como me habían dicho lo vi pasar momentos después, lo señalé con la mano y pregunté a mis amigos.
-¿Ngara?
Me respondieron afirmativamente y me incorporé para coger mis mochilas. Al ver mi gesto precipitado ellos me hicieron otro que parecía decir: espera, tranquilo, no corras. Antes de cargar las mochilas saqué un billete para pagar los cafés, pero ellos rechazaron el dinero, de nada sirvió mi insistencia. Hubiera pagado con gusto diez veces su valor, pero ellos me hicieron entender que había tomado café entre amigos y que por tanto estaba invitado.
Me despedí de los cuatro estrechándoles fuertemente la mano y llevándola después al lado de mi pecho donde estaba el corazón. Para mi sorpresa, uno de ellos se pegó a mí al iniciar la marcha y por gestos me dijo que él me acompañaba hasta el autobús. Aunque le dije que no hacía falta, que recordaba el camino, me hizo ver que no era por eso, sino por mi seguridad. De forma decidida me cogió del brazo y echamos a andar los dos.
Llegamos sin novedad al autobús faltando diez minutos para las seis, todavía completamente de noche. Mi compañero preguntó si era el autobús para Ngara y al tener la confirmación me hizo un gesto con la mano de que podía subir. Antes de hacerlo, me deshice de las mochilas para despedirme, quería hacerlo como me pedía el corazón, y allí mismo, frente a la puerta del autobús, le di un abrazo.
Tanzania, diciembre de 1991