Nochevieja en Tanzania

Marco Pascual
Viajero
08 de Enero de 2023
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Junto a los amigos que encontré en Kigoma
Junto a los amigos que encontré en Kigoma

A las nueve de la mañana del día 31 de diciembre llegó el barco a Kigoma, el lugar y el momento de la separación con mi amiga Emma.  Antes de desembarcar me había hecho una interesante proposición: si quería ir, me invitaba a pasar una semana en su casa.  Ya me había contado que era la encargada de la sala de maternidad del hospital, me planteó que cercana al hospital disponía de una casa donde vivía sola, añadiendo que ella misma podía traerme de vuelta en su coche para tomar el siguiente barco una semana más tarde.  La propuesta me pareció la mejor opción con la que podía soñar.  Por supuesto no tardé ni un segundo en aceptar, la trevesía del lago Tanganika podía esperar una semana o un año.  Sólo había un problema: no tenía visado para entrar en Tanzania y no sabía si me darían uno al llegar a Kigoma.

Fuimos pasando en fila por la ventanilla de la aduana, situada en un pasillo de tablas junto al lago, cuando llegó mi turno le comuniqué al funcionario que deseaba un visado.  Me miró con cara de quien acaba de escuchar una estupidez.  Respondió que allí no daban visados, si quería uno debía haberlo obtenido en la embajada antes de llegar al país.  Acto seguido me dio un folio escrito equivalente a un permiso de estancia en Kigoma por un día, justo hasta que partiera el barco al día siguiente, ni siquiera sellaba el pasaporte. Intenté entonces la alternativa del dinero, ofreciéndole pagarle si me daba el visado.  Su respuesta no varió.  Emma, que venía detrás de mi, tomó la palabra para hablar con el funcionario, ella hablaba suajili, la lengua local, de modo que se lo pidió ella en su propia lengua intentando convencerlo.  Aunque con Emma usó un tono más amable, se mantuvo en la negativa, explicándole que allí ni tenían sellos ni estaban autorizados para dar ningún tipo de visado, de manera que era absolutamente imposible, y dirigiéndose a mi, por si se me pasaba por la cabeza, me recordó que ni podía quedarme más de un día ni podía salir fuera de Kigoma. Si incumplía alguna de estas cosas tendría un problema con la ley, cosa que no me aconsejaba.

Junto a unos niños en el refugio de Kigoma
Junto a unos niños en un suburbio de Kigoma

Al otro lado del embarcadero esperaba el chófer del hospital con su Toyota Land Cruiser.  Después de cargar los bultos Emma se puso al volante y partimos. La ciudad quedaba a dos kilómetros de allí. En ese corto espacio de tiempo debía decidir qué hacía, si acatar las normas y quedarme en Kigoma o quebrantar el permiso e irme junto a mi amiga. El papel que me dieron especificaba claramente que el permiso era sólo de un día y válido únicamente para permanecer en Kigoma.

No había nada que deseara más que hacer ese viaje con Emma, pero era una decisión dificil, ¿me la jugaba a sabiendas que tendría consecuencias? Sabía que si lo hacía tendría un problema, lo que desconocía era el tamaño en que se podía convertir el problema.  Había leído en la guía que las aduanas terrestres de Tanzania eran de las peores en África, demasiado estrictas y meticulosas, haciendo la vida imposible a todos los que entraban o salían del país, como ya había tenido ocasión de comprobar antes personalmente cruzando la frontera entre Uganda y Tanzania, si me expulsaban o me hacían pagar una sanción no me importaba, pero en la guía decía que por menos habían metido en la cárcel a otros extranjeros.

Emma paró el coche a la entrada de Kigoma, se giró hacia mí y me preguntó qué iba a hacer. Nos quedamos un momento mirando sin decir nada, antes de darle la respuesta ya me dolía el alma.  Cómo última valoración de las circunstancias, le pregunté si en el camino había check points de la policía.  Me repondió que sí, solía haber uno a pocos kilómetros de la salida.

Finalmente no tuve el valor suficiente para desentenderme de la policía o de los problemas que pudieran sobrevenir, la sensatez pudo con el corazón, tuve que decirle que me quedaba allí.

Me acercaron al centro de la ciudad dejándome frente al hotel más decente.  Emma descendió también del coche y me acompañó a la parte trasera para recoger la mochila, nos despedimos con un abrazo y una mirada a la que no hacía falta añadirle palabras.

El hotel era un edificio de planta baja, como la mayoría de los edificios de la ciudad. Tomé una habitación, dejé mis cosas y salí fuera.  En ese mismo hotel  se hallaban hospedados otros siete europeos más, habían llegado por separado el día anterior con la intención de tomar el barco.  Los conocí enseguida, todos andaban por las inmediaciones del hotel sin saber qué hacer, Kigoma podía recorrerse en cuestión de media hora, tiempo suficiente para darse cuenta que no valía la pena dedicarle más tiempo. Junto con un par de ingleses con los que salí a dar una vuelta encontramos un comerciante hindú que nos cambió algo de dinero para ese día y para el viaje de casi tres días en el barco. Después regresamos al hotel, donde nos reunimos con otros viajeros en la terraza, no había mucho más que hacer, salvo una sola cosa: visitar el monumento que conmemoraba el encuentro entre el explorador Stanley y el doctor Livingstone, el viajero y descubridor más famoso del continente africano. Se encontraba en Ujiji, a pocos kilómetros de Kigoma.  Pregunté si alguien quería acompañarme. Se apuntaron una pareja de ingleses, la chica era la única mujer del grupo, y otro inglés.

Pasajeros embarcando
Pasajeros embarcando

Alquilamos un taxi y nos fuimos. Ujiji era una pequeña aldea de pescadores a las afueras de Kigoma, junto al mercado se encontraba el monumento donde sobre una placa figuraba  la inscripción de la célebre frase que pronunció Stanley al encontrarse con Livingstone: "doctor Livingstone, supongo".  Livingstone, médico, misionero y explorador, estaba considerado el mayor decubridor del continente africano y una leyenda de la historia de la exploración.  Fue bonito evocar ese encuentro en aquel mismo lugar justo 120 años después.  Ademas también pudimos ver un pequeño museo con algunos efectos personales y objetos usados por el explorador en sus viajes.

Estábamos en Nochevieja, evidentemente sin planes para esa noche. El sólo hecho de poder cenar ya se convirtió en un objetivo difícil, no porque los restaurantes tuvieran todo reservado, sino porque extrañamente cerraban después del mediodía.  El segundo propósito era enterarnos qué podíamos hacer esa noche, era una oportunidad para conocer de primera mano como se celebraba la Nochevieja en África. La información que conseguimos era muy escasa e imprecisa, las expectativas no parecían nada interesantes.  La cena podía resolverse comprando comida, llevarla al hotel y comerla allí, pero en cuanto a la fiesta de Nochevieja el resultado de la investigación no arrojaba una alternativa cautivadora. La mayoría del grupo decidió que se quedaría en el hotel y se acostarían temprano.

Yo sin embargo no estaba dispuesto a desaprovechar la ocasión, en algún lugar debía celebrarse una fiesta de fin de año y volví a investigar por mi cuenta hasta que finalmente pude enterarme. Más aún, encontré un lugar donde podía cenar, eso sí, tuve que hacerlo más temprano de lo habitual.

Cuando comuniqué al grupo el lugar de la fiesta todos mostraron sus recelos, se encontraba a un kilómetro de la ciudad, había que ir andando por un camino entre desmontes sin casas ni luz, y eso no les parecía buena idea. Alguno dijo que la dirección podía estar equivocada o que incluso quisieran conducirnos allí con algún fin premeditado.  Al final sólo pude convencer a dos, un inglés y un holandés.

Nos aventuramos los tres, cierto que sin poder evitar ciertas reservas en cuanto iniciamos el recorrido, no parecía natural ir a una fiesta de Nochevieja a través de una senda embarrada rodeados de espesa vegetación, practicamente bajo una absoluta oscuridad.

Realmente el lugar existía y llegamos sin problema.

El edificio era grande, de ladrillo, con el aspecto de ser un almacén, la entrada se encontraba iluminada, sobre la que había dispuestas cintas y bolas de colores de papel. Quizá lo que más nos extrañó es que en la entrada había un portero elegantemente vestido, con un traje impecable y pajarita roja.  Era una imagen discordante en aquel lugar aislado de la ciudad, situado en una agreste zona rodeado de vegetación y oscuridad.

Cuando preguntamos al portero corroboró que allí había una fiesta de fin de año con cena y baile, pero rechazó nuestra entrada, sin tener una reserva o una invitación no podíamos asistir.  De nada sirvieron nuestras rogativas.  Por suerte, alguien que debía ser el encargado, se enteró de que estábamos en la puerta y vino a ver. Repetimos nuestras rogativas, alegando que sólo deseábamos tomar unas cervezas. Como debía ser alguien con autoridad, este hombre nos permitió la entrada si esperábamos un poco a que terminara la cena.

Las primeras notas musicales de la orquesta indicaron que la cena había terminado y pudimos pasar al interior, creo que ninguno nos imaginábamos lo que vimos al entrar. Kigoma era una pequeña ciudad de provincias en el punto más alejado de la capital, alejada incluso de la civilización o de cualquier signo que tuviera que ver con la modernidad o suntuosidad, sus calles de tierra desniveladas con la hierba salvaje creciendo entre las casas, cuyo ritmo de vida invitaba a la somnolencia, mostraban un lugar humilde con escasas expectativas.

La sala del banquete, que posteriormente se convirtió en salón de baile, estaba completamente adornada.  De los techos colgaban cintas, bolas, guirnaldas y banderitas de papel, había bombillas pintadas de diversos colores y focos más potentes que se encendieron cuando empezó la música, con un gran cartel dando la bienvenida al año 1992.

Lago Tanganika
Lago Tanganika

En las mesas donde se había celebrado el banquete no faltaba ningún detalle, mantelerías, cubertería y vajilla estaban al nivel que exigía la exquisitez que pretendía tener la fiesta, aunque quizá lo más sorprendente de todo fue la gente.  Los hombres vestían elegantes trajes con corbata y algunos incluso con pajarita, mientras las mujeres lo hacían de forma aún más sofisticada, exhibiendo fastuosos vestidos de noche y cargadas de oropeles, probablemente joyas auténticas de oro y piedras preciosas. Me parecía haber entrado en una fiesta de fin de año en una ciudad del Misisipi en los años sesenta. Los únicos que desentonábamos allí éramos nosotros, vestidos con camisetas, vaqueros y zapatillas. Sin embargo nadie pareció molesto por inmiscuírnos en su fiesta, tres blancos sin invitación desluciendo aquel glamuroso ambiente.

Nos dirigimos a una improvisada barra de bar, pedimos unas cervezas y con nuestra deplorable imagen nos mantuvimos al margen, observando a distancia los primeros bailes. Nos sentíamos extraños allí, casi como intrusos, aunque la verdad, nadie nos miró mal. 

El baile, el ambiente, era demasiado formal, además los asistentes eran todos parejas. No esperamos a que dieran las doce para las felicitaciones, después de tomar las cervezas nos fuimos. En el exterior volvimos a recuperar la sensación de la auténtica identidad africana, al vernos de nuevo rodeados de oscuridad, vegetación salvaje y charcos bajo nuestros pies.

Tanzania, 31 de diciembre de 1991

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