República Democrática del Congo: Dos versiones sobre la hospitalidad

Relatos de viaje: del misionero inhóspito a los pobres que lo dan todo

Marco Pascual
Viajero
02 de Octubre de 2022
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Preparando la cena con lo único que conseguí en el mercado
Preparando la cena con lo único que conseguí en el mercado

Llegamos a Dungu al cuarto día de viaje. Fueron tres largos días y medio con averías en el camión, sin restaurantes o comida en el camino, únicamente pude conseguir algún alimento frugal en ruta como un trozo de caña de azúcar, huevos cocidos de algun pájaro, insectos fritos, y un pedazo de panal de miel.  La caña de azúcar estaba buena, pero me dolían las mandíbulas de masticar para sólo extraer un poco de jugo, los huevitos no sabían a nada ni servían para quitar el hambre, lo mismo que los insectos, el panal de miel sólo era como un lamer un trozo de cartón dulce. Lo único que llevábamos en el camión era café, que tomábamos al parar por la noche y al despertar por la mañana, después de calentar el agua en un hornillo de carbón. 

Dormir no suponía mejorar las condiciones de viaje, lo hacíamos en ruta, cuando los chóferes estaban cansados paraban el camión, desmontábamos, estirábamos las piernas un poco y cada uno buscaba su sitio en el suelo para tumbarse.  De los dos chóferes, el mecánico, Miguel, un portugués socio de la sociedad cafetera a la que pertenecía el camión que se incorporó al viaje en Ariwará y los doce pasajeros que iban sobre los sacos de las diez toneladas de alubias que iban para el campo de refugiados de Dungu, de todos, yo era el más afortunado: tenía un saco para dormir.

Tomando café con Miguel y la chica de las lentejas
Tomando café con Miguel y la chica de las lentejas

Llegamos a Dungu a primera hora de la mañana, mi destino porque no había otro para elegir.  Tuve que escoger ese ya que era el único transporte que pude conseguir para salir de Aru.  Cuando llegamos, tanto los chóferes como Miguel me decían que allí iba a tener suerte, sabían que había una misión donde se encontraba un español, de manera que podía irme alli y sería acogido en la misión, tendría comida y cama, todo un lujo.  Era la mejor opción para mí, en realidad era la única, pues el solitario hotel que tenía Dungu había cerrado después de ser asaltado por los militares.  Los militares en aquella época eran los principales bandidos del país, maltrataban, robaban y mataban a la población quedando todo impune.

Me despedí de mis compañeros de viaje y me puse en camino a la misión para encontrarme con el misionero español, en Dungu me indicaron la dirección, había unos cinco kilómetros para llegar hasta allí.  Era un bonito lugar rodeado de plantas y árboles, al minuto de llamar a la puerta me llevé la primera decepción.  Me abrió un misionero, sí, pero era el equivocado. El misionero era belga. Nos saludamos, amablemente me dijo que allí no vivía el misionero que buscaba, sino en Bamucandi, justo en la dirección opuesta en la que había llegado.  Me dijo que si estaba cansado podía quedarme allí con ellos e ir junto al misionero español al día siguiente. Se lo agradecí, pero le dije que iba a ir a Bamucandi, me parecía lo más procedente siendo que allí estaba mi compatriota, seguramente se alegraría de ver un paisano.

El sol caía como plomo y tenía que volver a desandar los cinco kilómetros cargado con una mochila a la espalda y otra más pequeña en el pecho.  Después de casi cuatro días de viaje, sin apenas comer nada, las fuerzas empezaban a flaquear. Tenía la esperanza de que pasara algún vehículo en el camino, pero no lo hubo, sólo a mitad del recorrido apareció un hombre corriendo hacia mí con un racimo de cuatro plátanos,  al menos tendría algo para echarle al estómago. Se los compré y proseguí, comiendo a la vez que andaba.

Cuando llegué a Dungu estaba agotado y deshidratado.

Pese a que militares y policías eran lo peor de el Congo, su gente era lo mejor, eran sociables, amables y hospitalarios, a pesar de no tener nada.  Alguien me dio agua, lo que más necesitaba, pregunté varias veces si estaba hervida y me aseguraron que sí, que no tendría problema, ya sólo faltaba coger una gastroenteritis por beber agua no potable.

Emprendí camino de nuevo, las mochilas cada vez parecía que pesaban más, y todavía faltaban otros cinco kilómetros, en total iba a hacer quince kilómetros a pleno sol, con una temperatura que oscilaría sobre los 38º, cargado y con pocas reservas energéticas.

Cuando llegué a la misión era mediodía, completamente exhausto.  Llamé a la puerta y abrió un muchacho, al preguntar por el misionero español me dijo que estaba en la siesta y no podía molestarlo. Como tampoco me invitó a pasar dentro, le dije que iba a esperar, que me avisara cuando se levantara de la siesta. Cerró la puerta, di unos pasos atrás y sobre una sombra descargué mis mochilas, acostándome allí mismo en el suelo.  Estaba tan rendido que me dormí apoyado en mis mochilas.

Alrededor de una hora más tarde salió el muchacho y me dijo que el padre ya se había levantado, invitándome a pasar.

Entré en un pequeño salón y me senté, al poco apareció el misionero.  Nos saludamos, me preguntó de dónde era, al decirle que de Huesca me respondió diciéndome: ¡Yo soy de Jaca!  Ambos nos alegramos de la coincidencia de ser paisanos de la misma tierra.  Se llamaba Vicente.  Yo estaba cansado, hambriento y sediento, hablamos de mi viaje y de la penuria que se vivía en el Congo, situación agravada por la huelga general de funcionarios que duraba ya medio año y el despotismo de los militares que tenían atemorizada a la población.  Hablamos de forma amena de varias cosas, pero yo echaba de menos lo que para mí era más importante: no mencionaba nada de invitarme a quedarme allí, ni siquiera me ofreció agua o comida. Después de un buen rato fui yo quien tuve que pedirle agua. Ante su falta de hospitalidad yo empezaba a sentirme cada vez más incómodo, podía haberle pedido comida, alojamiento, sabía que en la misión había de todo, tenían su propio huerto y sus propios animales para alimentarse, incluso disponían de nevera para conservar los alimentos y de habitaciones para cuando llegaban misioneros de otros lugares, pero mi orgullo me impedía pedirle nada, pensaba que no deseaba nada de alguien que por propia voluntad no estaba dispuesto a compartir conmigo.

Le comuniqué que me volvía a Dungu. Él sólo dijo: sí, allí podrás encontrar un hotel para quedarte.  ¿Realmente desconocía que el hotel de Dungu había sido asaltado y cerrado después?  Yo creo que no, allí estaban al corriente de todo, además iba a Dungu todas las semanas. Lo único que hizo Vicente por mí fue poner su Land Rover y su chófer a mi servicio para regresar a Dungu, en media hora se iba a hacer de noche y con la noche andando sólo en el camino podía ser asaltado con quién sabe qué consecuencias.  En el momento en que nos estábamos despidiendo llegó una niña con dos huevos en sus manos que le ofreció al padre Vicente, él le dijo al chico ayudante que los entrara y trajera algo para la ella.  El muchacho regresó al momento y le entregó a la niña una hoja parroquial.

En todos mis viajes durante tantos años, fue la única vez que sentí falta de hospitalidad al llegar a un lugar, justo cuando más la necesitaba.

Regresé directo al punto donde me había despedído de mis compañeros de viaje, Miguel el portugués y los chóferes. Al verme aparecer allí se llevaron una gran sorpresa, no me esperaban.  Cuando les expliqué la razón de mi regreso no podían creerlo. Se sintieron apenados por mí,  yo sin embargo estaba contento, contento de regresar con mis amigos.

Congo 5. Familia buscando gusanos para comer (002)
Familia buscando gusanos para comer

El lugar donde estaban era la parte de atrás de la discoteca, donde había un terreno vallado y un par de habitaciones que la dueña les había alquilado. De inmediato Miguel entró en su habitación y de debajo de la cama sacó una especie de barreño metálico: toma, come  –me dijo.

En el barreño había la mitad de lo que él había comido al mediodia, arroz con carne ahumada o algo así y que guardaba para la cena. Era lo único que había podido conseguir.  Lo rechacé diciéndole que esa era su cena y no podía aceptarlo. Miguel lo puso en mis manos y me obligó a comer.  Me sentí como en casa, con verdaderos amigos, feliz de regresar.

Fue mi primera comida en cuatro días, nada especial, pero además de quitarme el hambre me supo a gloria por el gesto que tuvo Miguel. Me dio su comida y compartió su habitación conmigo, pues lo segundo que me dijo fue que metiera mis mochilas en su cuarto, iba a dormir allí.

Después de cenar tomamos café todos juntos, Miguel, los dos chóferes, el mecánico, la chica que había comprado dos sacos de lentejas para venderlos al día siguiente en Dungu, y yo.  Éramos como una familia.

Cuando anochecía, Miguel me dijo que le había encargado a la dueña de la discoteca una chica para pasar la noche, me propuso si quería que le dijera a la dueña que buscara una para mí. Rechacé la propuesta. Él insistió diciéndome que podía encargarle una chica guapa y joven de unos dieciocho años. Volví a negarme. Miguel aún volvió a insistir diciéndome que no me preocupara, intentando convencerme de que eso serviría como una aportación para la familia de la chica, ya que nadie disponía de recursos, él pagaba por mí. La verdad que no estaba acostumbrado a ese tipo de negocios o de "apaños", por lo que seguí rechazando su idea.

En la noche me acosté dentro de mi saco de dormir al lado de la cama de Miguel, ocupada por él y una chica.  No había ni gota de luz, todo completamente a oscuras, pero sí que podía escuchar cómo a mi lado chirriaba la cama de hierro con el movimiento.  Con los ojos abiertos pero sin ver nada, yo pensaba en aquella rocambolesca situación y en lo afortunado que estaba siendo al encontrar en el viaje aquellos amigos.

Congo, febrero de 1992

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