Era sábado, mi segundo día de trabajo en un restaurante de Daly City, un barrio residencial a las afueras de San Francisco. Se llamaba El patio español, cocina española y clientela americana de clase media, un sitio acogedor, con el encanto de un patio andaluz y la calidez de un servicio diferente al estilo americano, y lo más importante, platos típicos españoles de distintas regiones altamente apreciados por los clientes, uno de los más exitosos la paella. Lo más americano del restaurante eran los cócteles o aperitivos que tomaban antes de la comida, el más consumido la margarita, el más extraño (para mi) el brandy. No entendía cómo algunos se podían meter un brandy antes de empezar a comer.
El restaurante tenía una clientela asidua y se llenaba a diario. Para mí ellos eran lo mejor, de una amabilidad y educación desconocidas, me chocaba que recibía por ejemplo 20 dólares de propina y me daban las gracias agradeciendo amablemente mi servicio. Una vez una mesa me dio 120 dólares. Incluso hice amistad con algunos clientes asiduos, algunos me ofrecían ayuda en caso de necesitarla (abogados) y otros incluso trabajo, asegurándome que ganaría más que en el restaurante. Lamentablemente, aunque tenía en curso la petición de la Carta Verde, la residencia y con ella el permiso de trabajo, aún no había recibido la notificación. Me faltaba la profesionalidad de un camarero experto, le mentí al encargado diciendo que tenía cinco años de experiencia, cuando en realidad no sabía llevar varios platos a la vez o abrir una botella de vino, pero aprendí rápido y después de unos días superé la prueba.
Aquel sábado era también el día en el que junto a mi amiga Elsa teníamos que hacer el cambio de apartamento. Habíamos alquilado uno en pleno centro y quedamos con el conserje para la entrega de llaves a las dos de la tarde. Llegamos allí a la hora convenida pero el conserje no estaba. Pasaba el tiempo y no aparecía, mientras Elsa y yo estábamos tirados en el pasillo con nuestras cosas esperando. Entraba en el trabajo a las cinco de la tarde, por lo que a las cuatro decidí que debía partir sin haber podido entrar al apartamento a asearme siquiera. Luego supimos que el conserje era un chileno, buena persona pero poco comprometido con su trabajo. Tuve que cambiarme de ropa allí mismo, pantalón negro y camisa blanca y zapatos, en una bolsa de plástico metí un neceser para afeitarme y asearme en el baño del restaurante.
El apartamento se encontraba en la calle Pine, de allí fui a la calle Powell para subirme al Cable Car y descender hasta la calle Market, la calle principal del centro, de allí cruzaba una manzana para llegar a la calle Misión, la calle más antigua y más larga de la ciudad fundada por españoles, donde tomaba un autobús que atravesaba todo San Francisco, unos trece kilómetros, descendiendo del autobús donde empezaba Daly City.
Eran sobre las cuatro y media de la tarde cuando empecé a hacer el último tramo a pie de unos seiscientos o setecientos metros hasta el restaurante. Era final de julio y hacía bastante calor. A esa hora y siendo sábado en un lugar residencial de casas bajas, Daly City se encontraba completamente desierto y en silencio, no se veía ni un alma. A mitad del recorrido un coche se situó a la par de mí a la misma velocidad que iba yo caminando. Observé que el conductor miraba hacia donde estaba yo, pensé que quizá estaba buscando una dirección, un domicilio, de modo que me acerqué al coche, me incliné hacia la ventanilla del lado derecho del coche junto a la acera que llevaba abierta y le pregunté si podía ayudarle en algo. El tipo, de unos treinta y pocos años, agarró un bate de béisbol que tenía en el asiento de al lado y me gritó que me apartara. Me eché atrás de inmediato. Aquel tipo debía estar loco, le pregunto si puedo ayudarle y me amenaza con un bate de béisbol. Me alejé del coche y me quedé inmóvil observando. El tipo arrancó el coche y continuó a velocidad lenta, no entendía nada de lo que había pasado ni qué buscaba en realidad aquel tipo. Al ver que seguía su camino yo continué el mío, vi que luego giraba a la derecha tomando otra calle y pude quedarme más tranquilo.
Mi inquietud duró poco. Más adelante, en la calle siguiente a la que había tomado el coche, apareció de nuevo uno igual deteniéndose en la esquina. Acercándome un poco más me di cuenta de que era el mismo coche con el mismo tipo dentro, había rodeado la manzana presentándose de nuevo en la calle siguiente. Aquello me puso receloso, de hecho elevó mi tensión. Unos cincuenta metros después tendría que cruzar delante de él. No sabía qué pretendía ni qué buscaba realmente, pero me daba mala espina, empecé a caminar con pies de plomo a medida que tenía el coche más cerca, sin quitarle ojo al tipo que seguía sentado dentro del coche. ¿Por qué se queda allí?, ¿está esperándome?, pensé. Dudé en cambiarme al otro lado de la calle para evitar pasar a su lado, pero como no hacía ningún movimiento opté por continuar.
Faltarían unos diez metros para alcanzar el coche cuando el tipo descendió, eso hizo que detuviera mis pasos. Al dar la vuelta al coche y encararme vi cómo llevaba el bate de béisbol en la mano, lo alzaba en alto y echaba a correr hacia mi. Iba a gritarle: ¡eh tú, pero que haces!, pero el grito se quedó en un: ¡eh tú!, y di media vuelta echando a correr en la calle, dándome cuenta que tenía que salir pitando de allí. Si esperaba un solo segundo aquel tipo podía matarme sin ninguna explicación.
Debí tenerlo a una distancia muy cerca de mi cuando eché a correr presa del pánico, quizá menos de tres metros cuando inicié la carrera. El individuo era un tipo alto y fornido, por el poco tiempo que pude ver su cara creo que tenía rasgos de latino, en todo caso tenía cara de pocos amigos y mirada amenazante. Mi adrenalina se disparó. Era como correr delante de las vaquillas cuando era joven, sólo que esto me daba más miedo.
La imagen debía ser muy chocante, un tipo de cuerpo atlético alto y fuerte persiguiendo con un bate a otro vestido de camarero con una bolsa de plástico en la mano. Podía haber soltado la bolsa con el neceser para dejar lastre y poder correr mejor, no sé por qué no lo hice, quizá porque confiaba en mis fuerzas para correr, sabía que podía correr rápido, siempre había corrido bastante, claro que ahora no hacía nada de deporte, podía estar en desventaja, además corría en zapatos de trabajo, poco apropiados para poder correr más rápido.
El tipo no había dicho una sola palabra, no tenía ni idea de por qué aquel ataque. Lo que sí estaba claro es que su intención era agredirme, sin más. Creo que debí exprimir todas mis fuerzas para correr, incluso miré hacia atrás unas tres veces para ver donde lo tenía, si me alcanzaba o no. En principio lo tuve tan cerca que extendiendo el bate casi podía haberme alcanzado, pero a medida que corríamos fui cogiéndole distancia. Después de unos doscientos metros corriendo en aquella solitaria calle, al ver que no podía alcanzarme, el tipo se detuvo. Pese a la falta de óptimas condiciones había hecho un sprint formidable, la carrera que quizá que me había salvado la vida, pues si ese individuo me coge y empieza a golpearme en la cabeza me mata seguro, y sin saber por qué.
El tipo dio media vuelta y echó a correr hasta su coche. Yo empecé a mirar a todos lados en busca de alguien, de algún lugar donde refugiarme, lo primero que pensé es que el tipo iba a buscar el coche y entonces iba a perseguirme con él.
No vi nada ni a nadie a quien pedir ayuda, la calle seguía sin un alma y todas las casas estaban cerradas, nadie había visto lo que acababa de suceder. No sabía qué hacer ni a dónde ir. Caminé erráticamente en busca de un lugar donde refugiarme, desgraciadamente al ser sábado y estar en una zona residencial todo estaba en calma y no existían lugares públicos donde meterme para mi protección. Supuse que el tipo cogería el coche y vendría en mi busca, ni siquiera tenía una calle cerca donde desviarme y poder ocultarme de su vista cuando regresara.
No podía quedarme allí en medio esperando. Lo que hice fue cruzar la calle y acercarme a una casa, su entrada tenía la forma de un patio, abierto sólo por su parte de delante, podía ocultarme allí. Si me parapetaba tras la pared lateral del patio cuando el loco del bate llegara con el coche no podría verme y seguramente pasaría de largo sin darse cuenta de que estaba allí. Fue la única idea que se me ocurrió.
Al colocarme en la entrada de la casa advertí algo de lo que incomprensiblemente no me había dado cuenta antes, justo a mi izquierda unos metros más allá sobre la acera había un hombre mayor de pie que parecía esperar a alguien. Si el tipo paraba para preguntarle si me había visto estaba perdido, metido allí no tendría escapatoria. Pensé en largarme de aquel lugar que podía convertirse en una trampa para mí, pero ya era tarde, posiblemente estaría regresando con el coche y si salía de mi escondite me iba a ver.
Agucé el oído, todo estaba en silencio, por lo que sería fácil escuchar el sonido del coche cuando se acercara. Segundos después escuché claramente el ronroneo del motor, era un coche grande y potente. Quedé a la espera de verlo pasar conteniendo la respiración, pero el coche no pasó, se había detenido, hasta mis oídos llegaba el tenue sonido del motor al ralentí. Imaginé que se había parado para preguntarle al hombre que estaba allí al lado. El nivel de mi ansiedad aumentó dramáticamente.
Tenía que salir de dudas, ver qué estaba sucediendo.
Con sigilo asomé la mirada por el borde de la pared, en efecto el coche estaba parado y el hombre se encontraba inclinado en el coche hablando con el conductor a través de la ventanilla del otro lado, seguramente estaba revelándole el lugar donde me encontraba oculto, no podía seguir allí ni un segundo más.
Sólo tenía dos opciones, o cogía a la derecha dirección a la calle principal donde me había dejado el autobús donde podía encontrar algún vehículo circulando, o tomaba a la izquierda dirección al restaurante pero más alejado, pasando justo por delante del coche parado. No sé por qué, pero me incliné por esta decisión, salí como de puntillas, andando normal pero preparado para echar a correr. En el momento que pasé junto al coche nos miramos con el tipo del bate, yo alerta a cualquier movimiento que fuera a hacer. El hombre que hablaba con él se giró y también me miró, pero ninguno de los dos hizo nada. Me lancé a correr todo lo rápido que pude, hasta el restaurante podía tener casi quinientos metros de distancia, por mucho que corriera si daba la vuelta con el coche podía cogerme fácilmente antes de llegar. Miré varias veces hacia atrás para ver qué hacía, por suerte el coche seguía sin moverse de allí, aun así no dejé de correr y mirar hacia atrás en ningún momento hasta que llegué al restaurante sudando y casi sin respiración. Aún me quedé oculto en la entrada unos minutos observando si aparecía el coche, si me seguía y se daba cuenta donde estaba trabajando, podía esperarme a la salida en la noche y cazarme sin esfuerzo.
Más tranquilo pero todavía sobreexcitado, fui directamente al baño para lavarme y tratar de relajarme. Me parecía una alucinación lo que acababa de vivir, no entendía nada. Solamente podía llegar a especular que siendo la calle Misión donde se encontraba el barrio latino, conocido también como el barrio de los bajos fondos donde se traficaba con cocaína y otras sustancias, por lo tanto había una parte que se consideraba peligrosa, lo único que se me ocurría es que al estar cerca de Misión quizá aquel tipo podía ser algún traficante que estaba buscando a alguien que tenía alguna deuda con él, quizá para un ajuste de cuentas, y pudo confundirme con la persona que estaba buscando. Luego, con el hombre que también estaba en la calle y que habló con él cuando paró el coche a mi lado, supuse que debían conocerse, tal vez ambos buscaban a la misma persona y el hombre posiblemente le dijo que no era yo, razón por la que el individuo del bate abandonó mi persecución.
Cuando terminé el trabajo y llegó la hora de salir no las tenía todas conmigo, no podía sacudirme la inquietud que sentía al regresar a la calle, no tenía ninguna seguridad de que el tipo del bate había renunciado a su propósito de atacarme si volvía a verme, y si sabía que trabajaba allí y más siendo de noche, tendría fácil asaltarme por sorpresa. Le conté mis recelos y mi miedo al segundo cocinero, un mexicano, al tener que regresar a pie hasta la parada del autobús. Me dijo no te preocupes, yo te llevo hasta un lugar en el centro y allí tomas un autobús.
Aquello me alivió. Como era nuevo aún no tenía mucha confianza con los compañeros. Entonces comprobé que el segundo cocinero además de un buen cocinero era también una buena persona. Subí a su coche y salimos, ahora me sentía seguro y tranquilo con él. Aunque la tranquilidad no me duró mucho. Durante el camino, mientras hablábamos, me comentó que conducía el coche sin tener la licencia de conducir, y para remate me confesó que en la guantera llevaba una pistola, sin licencia de armas también. ¿En serio?, le pregunté sorprendido. Lo de la pistola no lo creía, pensaba que era una broma. Entonces me dijo: mira, abre la guantera y verás. La abrí y allí estaba, era cierto. Lo primero que pensé es que si nos paraba la policía, él sin carnet de conducir y con una pistola sin licencia, íbamos los dos directos a la cárcel. Cuando se lo dije él respondió que no me preocupara, que si no cometía ninguna infracción la policía no nos pararía. Por la tarde me había salvado de un loco con un bate de béisbol y ahora estaba en riesgo de ir a parar a la cárcel por una temeridad ajena. En cuanto paró al llegar a un semáforo en rojo aproveché para bajarme del coche.
San Francisco, julio de 1988