La travesía del canal Pangalanes III

Todos mis sentidos sabían que la travesía del canal de Pangalanes no había sido una experiencia más, sino una de las más memorables

Marco Pascual
Viajero
06 de Agosto de 2023
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Travesía por Pangalanes
Travesía por Pangalanes

A las seis de la mañana me despertó la luz del día que ya se colaba por algunas rendijas, observé que el padre y la madre ya no estaban en la casa, se habían levantado en silencio sin que yo me diera cuenta, sólo los niños seguían durmiendo. Decidí levantarme y salir fuera. Más tarde, cuando estaba planteándome qué hacer, si debía partir antes de que se hiciera más tarde, llegó un hombre en piragua y fue a hablar con mi anfitrión, éste a continuación se dirigió a mi y trató de explicarme algo que no conseguía entender. Por medio de sus gestos parecía indicar que alguien iba a llegar allí y que yo podría irme. Yo miraba a ambos lados del canal y no veía nada, salvo un par de piraguas pescando.

Sea lo que fuere, el tipo que llegó en piragua sabía que yo estaba allí y necesitaba continuar viaje, quizá vivía allí en el poblado, pero no lo reconocí. Media hora más tarde escuché a lo lejos el sonido del motor de una embarcación y me puse alerta. En efecto, era una barca a motor, pero desafortunadamente venía del norte dirección a Nosy Varica.  Para mi sorpresa,  al llegar a la altura del poblado la barca giró a popa y enfiló hacia nosotros, atracando justo donde nos encontrábamos.  El dueño de la cabaña donde dormí me indicó la barca con su mano, ese era mi transporte.

No estoy muy seguro, pero creo que mi anfitrión sabía o se enteró de alguna forma de que había llegado una embarcación al amanecer desde Mahanoro para cargar pimienta verde y regresar de nuevo.  Entonces él envió a alguien en una piragua con el encargo de averiguarlo y pedirles que cuando terminaran de cargar pasaran a recogerme. 

Sentí una gran alegría al ver que el problema se había resuelto sólo, o mejor dicho, con la inestimable ayuda de mi anfitrión.  Recogí la mochila y me despedí, dándole un dinero en agradecimiento y estrechándonos las manos después. Y los malgaches decían que allí vivía gente salvaje sin civilizar… No pudimos comunicarnos con el lenguaje ordinario, pero no fue necesario para entendernos, la esencia para interpretar las cosas muchas veces no necesita más que los cauces del corazón.

Partimos poco después de las ocho de la mañana rumbo a Mahanoro, junto al piloto de la embarcación, el ayudante, el cocinero una mujer y la persona que había comprado la pimienta, que hablaba francés. Al igual que los demás, me acomodé tumbándome sobre las ramas de pimienta, que la hacían de confortable colchón.

Me sentía contento volviendo a tener en mi rostro la suave brisa al navegar.  Poco después de partir repartieron el desayuno, plátanos cocidos y algo que probaba por primera vez: una patata dulce salvaje y particular de esa zona del canal, igualmente cocida y grande como un melón.  Recuerdo que comiendo aquella patata deliciosa mientras observaba los elementos que tan perfectamente ensamblaban aquella sensacional naturaleza de nenúfares flotando sobre el agua, vegetación exuberante y las primitivas gentes que poblaban las orillas, no paraban de acumularse en mi interior extraordinarias sensaciones. 

"Mientras observaba los elementos que ensamblaban aquella sensacional naturaleza de nenúfares flotando sobre el agua, vegetación exuberante y las primitivas gentes que poblaban las orillas, no paraban de acumularse en mi interior extraordinarias sensaciones"

A medida que avanzaba la mañana el calor se hacía más fuerte, el terreno más seco y el canal más estrecho. Por suerte la barca tenía un techo para protegernos del sol. Sobre la una del mediodía el piloto decidió parar en un lugar con arena en la orilla formando una pequeña playa para descansar y darse un baño, momento que también yo aproveché para lo mismo.  Estando allí, al poco rato apareció un tipo corriendo que venía hacia nosotros, con un cesto colgado a la espalda y una especie de cuchillo-lanza en las manos.  En principio me quedé observando alerta sin saber qué intenciones traía, pero pronto me di cuenta de lo que quería, pues ya antes de llegar hasta nosotros sacó un pollo y lo agitó en el aire.  Desde algún lugar debió vernos y vino corriendo hasta nosotros para vendernos dos pollos.  El dueño de la pimienta le compró uno y lo echó dentro de la barca.

Reanudamos viaje y el cocinero sacrificó al pollo para preparar la comida: arroz con pollo.  Ya no me extrañaba que cogiera el agua del canal para cocinar, y tampoco lo temía al haber pasado la prueba de los dos días anteriores, sólo esperaba que la tuviera hirviendo con el arroz un buen rato. Lo que me pareció extraño fue cuando el cocinero levantó la tapa de la cazuela cuando se cocinaba el pollo y empezó a coger varios puñados de las ramas de la pimienta verde que tenía detrás de él, para meterlos dentro. Me parecía una barbaridad e intenté decirle si no le estaba echando demasiada pimienta, pero él negó con la cabeza.

Cuando estuvo listo y empezamos a comer, aunque picaba, confieso que el pollo con arroz tenía un gusto muy apreciable.  La verdad que el dueño de la pimienta ya me había tranquilizado antes diciéndome que la pimienta verde picaba poco.  Lo mejor vino después, pues me dejó en el paladar y durante todo el resto del día un sabor extraordinariamente agradable. A partir de ese día, carne a la pimienta verde se convirtió en mi plato preferido

Más tarde, elogiando el buen sabor que la pimienta le había dado al pollo, su dueño me dijo que esa pimienta no se iba a destinar para cocinar, sino que era para enviarla a Francia y hacer cosméticos.

El viaje continuó igual de relajante, la vegetación volvía a ser espléndida, el canal recuperó su anchura, a veces conectado con lagunas. Era frecuente que nos cruzáramos con piraguas, eran el único transporte en la zona a falta de una carretera, aunque todas iban impulsadas a golpe de remo.  Tambien nos detuvimos en un par de poblaciones, una de ellas fue Masomeloka, la más grande entre Nosy Varica y Mahanoro. Mientras el comprador de la pimienta iba dentro del poblado para hablar con alguien, yo aproveché para observar la vida de la gente sobre la orilla del canal, adentrándome después entre las cabañas cercanas.

Después de las ocho de la noche llegamos a Mahanoro, el hombre de la pimienta me recomendó un hotel y me fui allí atravesando la ciudad, la más grande entre Mananjary y Tamatave, con más de cuarenta mil habitantes. El hotel me sorprendió, tenían seis bungalós independientes, bonitos y confortables, construidos hacía un año.  La dueña me dijo que podía hacerme la cena, así que después de dejar la mochila en la habitación regresé al comedor, que más parecía un comedor familiar que el de un hotel.  De hecho la dueña y su hija se sentaron a mi mesa para cenar también, de paso intercambiamos información, ellos sobre mí y yo sobre ese lugar.  No había ningún otro cliente.

Estuvimos hablando animadamente durante la cena, yo elogié los bungalós diciéndole que estaban muy bien, la dueña se mostró orgullosa, pero dijo que el negocio iba mal, las autoridades del país habían hecho un plan para llevar turistas por el canal desde Tamatave y hasta ese momento no había llegado ninguno todavía, yo era el primero.  Así, los únicos clientes que tenía era algún hombre de negocios que llegaba de vez en cuando.  Por ella me enteré de que no había un servicio regular de transporte en el canal, solamente navegaban embarcaciones con mercancías. Para ir a Tamatave era mucho mejor y sobre todo más rápido ir por carretera, pues en la estación seca había un autobús por semana, llegaba de Tamatave el sábado en la tarde y regresaba el domingo a primera hora.  Era un recorrido de 270 kilómetros y unas 14 horas de viaje.  Estábamos en miércoles y desde ese instante ya tomé la decisión de continuar por vía terrestre, pasar los próximos tres días allí y partir el domingo me parecía perfecto.  Después de cenar salí a dar una vuelta en la ciudad para hacer un reconocimiento, pero se encontraba desierta, aquí si tenían luz eléctrica, aunque las calles carecían de luz pública salvo en la plaza central, en el resto sólo alguna débil luz en algún negocio o casa particular.

Al día siguiente pude apreciar y disfrutar de todo el encanto de Mahanoro, no sé si porque no estaban habituados a los turistas o porque su carácter era así por naturaleza, pero su gente desde el principio me cautivó.  Todo el mundo era amable, todos sonreían al hablarles, todos tenían curiosidad por hablar conmigo, y los niños más que nadie.  Al contrario de por la noche, por el día había una gran actividad, con mucha gente en todas partes, en especial alrededor del mercado, donde el pescado era su principal mercancía. Había innumerables pequeños puestos de pescado, la mayoría consistía simplemente en poner un trozo de plástico en el suelo y colocar los peces encima. Me encantaba poder estar allí husmeando, no sólo en el mercado, sino también en los pequeños negocios a su alrededor. Como era una ciudad mal comunicada, se podía decir que la ciudad se autoabastecía en casi todo lo básico, de modo que se producían muchas pequeñas cosas de uso cotidiano.

"En Manahoro no sé si porque no estaban habituados a los turistas o porque su carácter era así por naturaleza, pero su gente desde el principio me cautivó"

Después de comer, que por cierto volví a hacerlo en el hotel y otra vez acompañado de la dueña, estuve bañándome en la playa, que era hermosa e infinita. Allí acudían chicos y chicas a pasear, pero nadie se bañaba salvo yo. Y más tarde paseando por la ciudad me encontré un grupo de chicos jugando un partido de fútbol. Al verme allí mirando cómo jugaban, pararon el partido y vinieron a invitarme para jugar con ellos, insistieron y no pude negarme. Fue un rato divertido, además contábamos con un público de chicos y chicas, seguramente estudiantes de secundaria,  que no paraba de gritar y aplaudir efusivamente.

A cada hora que pasaba en Mahanoro me encontraba más a gusto.

El viernes por la noche tampoco había mucho que hacer, salí a dar una vuelta después de la cena pero era inútil, las calles se encontraban vacías. Tuve que volver al hotel y pedirme una cerveza para dejar pasar el tiempo antes de ir a acostarme. Allí siempre estaban la dueña o su hija para atenderme, tampoco ellas tendrían mucho que hacer, pues en cuanto me veían por allí venían a hablar conmigo.  Al ver la dueña que por la noche no sabía qué hacer, me dijo: espera a mañana, es sábado, verás como cambia, es el día de la semana que sale todo el mundo, hay baile y mucha animación.

Y sí, era cierto, el sábado por la noche cambiaba completamente.  Había más luz en la calle, mucha más gente, más negocios abiertos, se palpaba el ánimo de diversión. Parecía el mejor día de fiesta mayor en cualquiera de nuestros pueblos, pues a pesar de ser una ciudad con casi los mismos habitantes de Huesca, seguía pareciendo un pueblo.  Por supuesto la mayoría de la gente eran jóvenes, pero allí no faltaba nadie, ni siquiera niños de corta edad a ancianos.  La plaza principal estaba llena de gente, en casi todo su perímetro había sencillos puestos de comida, rollitos de patata y cebolla, diminutos pinchos de carne a la brasa, pescados fritos, platos de yuca, patata dulce, ensaladas de pepino, de tomate, de col, de zanahoria, dulces de coco, galletas caseras, zumos de caña de azúcar y de otras frutas, y muchas otras cosas desconocidas para mí.

A diferencia de por el día, todos andaban vestidos con sus mejores ropas, en especial los que se dirigían al baile, donde naturalmente también acabé yo.  Sin pretenderlo, creo que desde el primer instante fui el centro de atención. La sala de baile era un gran almacén con mesas alrededor y una gran pista de baile en el centro, ni en las mesas ni en la pista quedaba sitio libre. La gente mayor bebía y hablaba, la gente más joven bailaba en la pista. 

No tardé en verme rodeado de chicas y chicos que se acercaban a saludarme y preguntarme cosas. Todos sentían una enorme curiosidad. También se acercaron algunos de los chicos que habíamos estado jugando al fútbol el día anterior. Extrañados al verme solo, me presentaban a chicas que estaban cerca y me preguntaban: ¿te gusta ésta?.  Como yo solo sonreía sin decir nada, me animaban para que escogiera la que más me gustara, chicas alrededor de los dieciocho años y menos.  Ellas no parecían molestarse en absoluto, se limitaban a mirarme a los ojos y sonreír.

Estaba abrumado. Pocas veces había sido el centrro de atención como allí, y sobre todo tan agasajado. Yo, como ni aceptaba ni rechazaba, sólo hice que aumentar los compromisos, pues algunos chicos se dedicaban a buscar chicas y traerlas de la mano para presentármelas y hacerme la misma pregunta de si me gustaba esa, en espera de que por fin me quedara con alguna de mi agrado.  Aquello era increíble. Desde luego me complacía aquella situación rodeado de chicas agradables y chicos tan atentos conmigo, pero también me incomodaba, quería ser amable y no sabía cómo decirles que no tenía interés en esas chicas, demasiado jóvenes para mí.

"Desde luego me complacía aquella situación rodeado de chicas agradables y chicos tan atentos conmigo, pero también me incomodaba, quería ser amable y no sabía como decirles que  no tenía interés en esas chicas, demasiado jóvenes para mí"

La dueña del hotel que también estaba allí, debía estar observándome porque se presentó de repente y cogiéndome de la mano tiró de mí para llevarme a su mesa e invitarme a cerveza, donde se encontraba con su familia.  Al ver que yo no tomaba la iniciativa, fue ella misma quien poco después me sugirió que sacara a bailar a su hija. Esta vez acepté la sugerencia y tras la petición, salimos a bailar, tendría unos veinticinco años y era una chica atractiva, aunque a esa edad y soltera, en Madagascar podía considerarse una desgracia.  Reconozco que me atrajo desde el primer día en que la conocí al llegar al hotel, que era yo quien deseaba verla y hablar con ella,  no podía ignorar su presencia.  No sé si quizá porque la madre se había dado cuenta de eso, pero tenía el presentimiento de que tal vez tenía algún plan en mente.

Aquella noche fue el colofón de todas las últimas durante la travesía, la tarde anterior en cuanto llegó el autobús de Tamatave fui a reservar un sitio y para tenerlo seguro incluso pagué el billete. Ahora que llegaba el momento de partir no deseaba hacerlo, dudé si romper el billete y quedarme una semana más, pero lamentablemente no me salían los días para poder regresar a tiempo de tomar el vuelo de regreso a España.  A las seis de la mañana salía el autobús, de modo que, arrastrando el pesar de la decisión,  no me quedó más remedio que partir. 

Tomé el camino del autobús triste por haber llegado al final de la travesía, pero feliz por haberla podido hacer. Todos mis sentidos sabían que la travesía del canal de Pangalanes no había sido una experiencia más, sino una de las más memorables.

Viaje en Madagascar, año 1998

Un año más tarde, deseando repetir tan formidable experiencia, fui hasta Farafangana, la ciudad donde empieza el canal unos doscientos kilómetros más al sur de Manakara, y empezar a remontar el canal desde allí. En el vuelo de Fort Douphin a Farafangana coincidí con una pareja de franceses y al contarles mi propósito me pidieron unirse a mí.  Esta vez, por desgracia, al llegar a Mananjary había una epidemia de cólera. En el momento que llegamos morían unas tres personas por día, la ciudad se encontraba completamente desierta y atemorizada, en las calles sólo se oía pasar la ambulancia para recoger enfermos. Pero lo peor estaba en Nosy Varica, donde se había desatado la epidemia y la mortalidad diaria era mayor.  Allí se truncó la segunda travesía.

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