Travesía del canal Pangalanes  I

Un recorrido en barco con una buena compañía y con el temor de los nativos a los espíritus por el efecto que podía tener en la navegación

Marco Pascual
Viajero
23 de Julio de 2023
Guardar
Marco Pascual en el Pangalanes, en Madagascar, travesía por el canal
Marco Pascual en el Pangalanes, en Madagascar, travesía por el canal

La ciudad de Mananjary tenía pocos atractivos. Sin embargo había dos cosas que le daban cierto interés: el canal de Pangalanes y la pesca de angulas.  En ese momento estábamos en temporada de pesca, las anguilas hacía poco que habían desovado y el delta que formaba la desembocadura del canal en el mar se encontraba lleno de angulas, por lo que era muy común ver a lo largo de las orillas a muchas mujeres preparadas para pescarlas con sus finas redes.  Lo curioso es que no las pescaban para ellos, a los malgaches no les gustan, las ven como pequeñas culebras y les dan asco, las pescaban para una empresa vasca que era la que las compraba para importarlas a España.

Mi interés no se centraba en las angulas, sino en el canal, una cuenca fluvial que discurría en paralelo junto al mar a lo largo de  600 kilómetros, pretendía remontarlo hasta llegar a la ciudad de Tamatave, unos 470 kilómetros al norte. En realidad no sabía si sería posible, pues no había transporte fluvial que hiciera el recorrido, en apariencia, la única opción era alquilar una piragua a motor.  Cuando me interesé por el tema, el desorbitado precio que me dieron lo hacía impensable.  Esa no podía ser mi opción.

Preguntando en el embarcadero a la gente, pude saber que de vez en cuando salía una barca para Nosy Varica, pero no tenía un día concreto y solo se conocía la tarde anterior, pues dependía de cuánto se tardaba en reunir los pasajeros suficientes para realizar el viaje.  De todos modos me dieron esperanzas de que podría salir pronto, solo tenía que volver allí por la tarde y preguntar.

No tenía muy claro de lo que iba a encontrarme en la travesía, donde la selva tropical era el elemento esencial que componía su naturaleza, la guía de viajes solo informaba de que el canal era la única vía de comunicación en esa parte del este de Madagascar, no existían carreteras ni otras vías de acceso.  Comentaba que hacer la travesía suponía una aventura desconocida y única en el país, y dado que no existía un transporte regular para poder realizarla, dejaba casi como única opción intentar alquilar una piragua a motor o a remo.  Por último, si alguien decidía aventurarse, aconsejaba llevarse provisión de agua y comida para unos siete días.

La única información la obtuve de la gente malgache, y por lo que decían no parecía un viaje recomendable.  Cuando comentaba  mi deseo de hacer la travesía del Pangalanes todos quedaban extrañados, preguntaban por qué, qué quería ver allí, no había nada, solo gente salvaje.  Me aseguraban que allí que la gente no estaba civilizada y podían ser peligrosos, si iba solo tal vez me atacaran para robarme, sobre todo si no encontraba una embarcación y tenía que ir a pie de un poblado a otro. Aparte del peligro de los vivos, parecía existir otro más ambiguo pero que en Madagascar se teme mucho: el de los espíritus. Alguno aseguró que en la zona del canal había muchos que eran capaces de producir ciertas alteraciones,  algunos, para dar muestra del riesgo que suponía,  añadían que ni un malgache se atrevería a ir allí solo.  Sin duda circulaban muchas historias y leyendas envueltas de misterio de esa zona de Madagascar, pero probablemente sólo se trataba de meras fabulaciones.  Cuando les preguntaba si ellos habían ido allí antes, si conocían a alguien que hubiera estado, todos lo negaban, y hacían gestos como queriendo decir que no estaban tan locos como para ir allí.  Me di cuenta de que todo el mundo hablaba, pero en realidad nadie tenía una idea real, se guiaban por antiguas leyendas o rumores que habían llegado a sus oídos.

Aparte del peligro de los vivos, parecía existir otro más ambiguo pero que en Madagascar se teme mucho: el de los espíritus

Después de pasar dos noches en Mananjary, al día siguiente partía una barca hacia Nosy Varica, saldría alrededor de las ocho de la mañana. Eran cien kilómetros  remontando el canal y una duración de al menos diez horas.

Antes de salir compré algunas provisiones, comer podía ser un problema y encontrar agua potable más aún.  Confiaba no obstante en conseguir comida en las aldeas que me tropezara. El problema podía ser si no encontraba embarcaciones y no me quedaba más remedio que continuar a pie de una población a otra siguiendo la orilla del canal. 

Llegué al embarcadero antes de las ocho de la mañana, pero no llegamos a salir hasta las diez. Parecía estar todo listo desde el primer momento, la carga, los pasajeros, el patrón, el ayudante y el cocinero, pero por alguna razón desconocida  nos hicieron esperar dos horas, por otra parte, algo habitual en todos los transportes. Entre los pasajeros había una chica con quien en seguida entablé conversación, era la única persona que hablaba francés, la única que no parecía igual a los demás, iba vestida con una camiseta roja, un pantalón corto negro, modernas gafas de sol y un bonito sombrero, y en lugar de llevar un saco o una usada cesta, llevaba un elegante bolso de calle. Verdaderamente su aspecto era más de turista que el mío.  Evidentemente no era de allí, sino de Antananarivo, la capital, que aprovechando el puente de la Asunción iba a visitar una amiga en Nosy Varica para asistir al funeral de su padre.  Una suerte para mí encontrar su compañía, desde el primer instante permanecimos juntos y fue informándome de todo lo que necesitaba saber.  Escogimos dos sitios sobre unos sacos de arroz para ir juntos durante la travesía.

Cuando ya estábamos dispuestos para partir, el patrón se dirigió a los pasajeros.  Todos escucharon en silencio y cuando terminó arrancó el motor e iniciamos viaje. Sentí curiosidad y le pregunté a Anick, mi compañera y nueva amiga, qué había dicho. Al parecer, había dado la consigna de no moverse, mirar a los lados o hablar, si durante la travesía veíamos cosas extrañas. De lo contrario la barca no encontraría el camino a seguir.  ¿Qué cosas extrañas?, le pregunté. Anick sonrió.  ¿Sabes?, por aquí hay mucha superstición, respondió.  Evidentemente el patrón se refería a apariciones o fenómenos extraños que en sus creencias asociaban con espíritus, por quienes todo el mundo en Madagascar sentía un gran respeto.

Para mí, que no soy supersticioso, resultaba gracioso, aunque por no molestar a los demás, si llegaba el caso de cumplir con las normas lo haría.  Lo intrigante era eso de que la barca quizá no encontraría el camino, ¿cómo podía ser eso si el camino estaba tan claro, una sola vía de agua a seguir?

Desde el momento en que partimos empecé a disfrutar de una moderada excitación en espera de lo que podía depararme aquella pequeña aventura, desconocía qué podía suceder después de Nosy Varica, pero no me preocupaba, iba recostado sobre un saco de arroz, la brisa refrescaba agradablemente y la sensación de complacencia deslizándonos sobre el canal superaba cualquier otra eventualidad.

La barca era muy simple y con escasas comodidades, pero disponía de un techo que nos libraba del sol, sobre el techo también iba algo de carga, como unos diez bidones de plástico de 20 litros cada uno, que eran propiedad de un chico que iba sentado a mi otro lado.  El chico era también de Antananarivo y venía desde allí con todos los bidones. Por medio de Anick le pregunté para qué los quería, dónde los llevaba. Respondió que eran para la gente de una aldea del canal, para guardar agua. Poco después Anick me comentó que los llevaba para usarlos como trueque, los pensaba cambiar por pepitas de oro.  Por lo visto algunos indígenas encontraban pepitas de oro en el canal y él les llevaba algo a cambio que podía serles útil en su vida cotidiana. Ya había hecho negocios con ellos anteriormente.  De todos modos los indígenas con quienes pretendía comerciar no vivían en Nosy Varica, desde allí tendría que desplazarse en piragua hasta su aldea.

Algunos indígenas encontraban pepitas de oro en el canal y él les llevaba algo a cambio que podía serles útil en su vida cotidiana

Desde antes de iniciar la travesía quien más curiosidad despertó en el grupo de pasajeros fui yo. Me observaban y no perdían detalle de cualquier cosa que hacía,  especialmente cuando buscaba algo dentro de la mochila.  La cámara de fotos también atrajo su interés, pero sin duda nada concentró tanto su atención como las provisiones compradas en Mananjary. Cada vez que veían algo era enunciado entre exclamaciones, como si en lugar de comida estuvieran descubriendo un botín de joyas preciosas.

En el inicio del trayecto se podía ver mucha vida en las orillas del canal, había casitas donde vivía la gente, con sus pobladores en el exterior, bañándose en las aguas del canal o haciendo alguna otra cosa.  Disfrutaba con la visión, pero lo que realmente me fascinó fue en el momento que al poco de salir paramos para repostar gasolina.  Mientras estábamos detenidos vi entrar en el agua a una mujer joven y hermosa de figura espléndida, tal como se introducía iba recogiéndose el vestido hasta que el agua le cubrió la cintura, entonces lo sacó por la cabeza dejando el torso al descubierto, colocando el vestido sobre la cabeza enrollado a modo de turbante y empezó a enjabonarse el cuerpo.  Cuando terminó de bañarse hizo la operación a la inversa, se introdujo de nuevo el vestido y conforme salía del agua fue dejándolo caer sobre el cuerpo.  Una vez llegó a la orilla recogió del suelo una falda que tenía allí y la pasó por debajo del vestido sujetándola por encima de sus pechos.  A continuación se quitó el vestido y se puso una camisa, situando después la falda en su posición habitual. Aquel acto, ejecutado con tanta destreza, elegancia y sensualidad, me dejó absolutamente fascinado.

Acercándonos a la hora del mediodía el cocinero hizo un fuego en la parte delantera de la embarcación, y acto seguido puso a hervir arroz con alubias. Cuando estuvo listo empezó a distribuir un plato de plástico con arroz salteado de alubias para cada pasajero.  Cuando me entregaron el mío lo rechacé amablemente con la excusa de que ya llevaba conmigo algunas provisiones, pero la verdadera razón es que había visto como el cocinero había llenado la cazuela con agua del canal, un agua verdosa y sucia con suficientes bacterias como para aniquilar al primer sorbo a cualquiera que no fuese malgache.  En el tiempo que llevábamos navegando había visto animales en las orillas y dentro del agua, a la gente bañándose, lavando la ropa o los cacharros de la comida, incluso haciendo sus necesidades en la orilla y arrojando basuras, más que suficiente para tomar precauciones.  Mi amiga Anick me dijo que lo tomara, era para mí, había un plato para cada uno y estaba incluido en el viaje.  Le comenté el hecho que me preocupaba y ella le quitó importancia, dijo que el arroz estaba hirviendo un buen rato y eso debía matar todas las bacterias que pudiera llevar el agua. Finalmente acepté el plato, pensé que más tarde o más pronto tendría que probar algo cocinado en algún poblado y era mejor hacerlo cuanto antes. Si sufría algún problema era preferible saber que al día siguiente podría disponer de una barca de regreso a Mananjary.  Así que tomé el riesgo y lo comí, a ver qué sucedía en las próximas horas.

Hacía un día maravilloso y nuestro ritmo pausado me concedía la tranquilidad para repartir el tiempo leyendo, hablando con Anick y observando todo cuanto manifestaba interés para mí.  Cada vez que nos cruzábamos con otras piraguas, los que iban a bordo dejaban de remar al pasar junto a nosotros, observándome paralizados con el remo en las manos, como si yo fuera una visión irreal.  La observación era recíproca, pues tampoco yo podía apartar la vista de ellos estudiando sus rostros sorprendidos.

 A media tarde nos detuvimos en un poblado, uno de de los pasajeros se quedaba allí. Medio pueblo acudió a la orilla al encuentro de la única novedad del día, con la sorpresa de que la barca llevaba un “vazaha”, un blanco, de manera que todos los niños se arremolinaban frente a la barca empujándose para coger sitio y ver de cerca la nueva atracción.  Confieso que también yo me veía cautivado por el mismo efecto.

Continuamos viaje sin variar nuestro ritmo.  Quien sí variaba era el canal, a veces se ensanchaba hasta un kilómetro, a veces aparecían varias bifurcaciones, había pequeñas islas que formaban un laberinto de direcciones, como si el canal se hubiera fragmentado, ahora sí entendía cuando el patrón había dicho lo de que la barca no encontraría el camino a seguir de no hacer lo que decía en al caso de que aparecieran espíritus.  La vegetación lo mismo se espesaba que se aclaraba, en ocasiones surgían zonas boscosas, verdes praderas o bancos de arena con palmeras en las orillas cuando pasábamos rozando las playas del océano.  Podían verse cabañas pegadas al canal, niños que corrían por sendas paralelas a la orilla siguiendo la embarcación que se deslizaba imperturbable sobre el agua.  Estar allí, gozando de aquel grato placer que envolvía mis sentidos, era una sensación maravillosa.

El sol empezó a transformar sus rayos amarillos por otros anaranjados dejando en el cielo esponjosos y deformes balones rojizos de lo que poco antes eran blancas nubes, comenzando a refrescar la brisa que, con más fuerza, se hacía sentir en nuestros rostros.  Un nativo se cruzó con nosotros en su piragua y alzó en alto una ristra de pequeños peces ensartados en un junco.  Nos detuvimos.  El nativo remó para situarse en paralelo pegado a nosotros.  La gente los miraba, hacía algún comentario, pero nadie parecía interesado en comprarlos.  Cuando vi que nadie se decidía le pregunté a Anick cuánto pedía por ellos.  Dos mil francos, me dijo.  Un plato de pescado en un restaurante me costaba doce mil, así que no lo pensé un segundo y le compré los seis peces que llevaba.  Me temía que para la cena volveríamos a degustar el mismo menú de arroz con alubias, de modo que se los di al cocinero y le dije que los añadiera para la cena. Cincuenta céntimos de euro bastaban para tener un buen suplemento alimenticio para la cena de doce personas.

Ya había oscurecido por completo y el cocinero hizo el reparto de platos, no se veía nada, aunque sabíamos el menú: arroz con pescado.  Creo que al haber comprado el pescado el cocinero aprovechó para ahorrarse las alubias,  eso sí, esta vez me hizo el honor de darme a mí el primer plato. Ahora estaba más tranquilo, desde el mediodía no había notado nada raro en mi estómago, eso quería decir que al hervir el agua mataba todos los bichos que debían pulular en ella. Tuve que encender la linterna para echarle un vistazo al plato y localizar el pescado, no se veía absolutamente nada. La verdad que casi hubiera sido mejor no haberla encendido, pues el arroz tenía un aspecto bastante feo.  Por suerte el pescado no estaba mal, se podía comer, lástima que era tan poca cantidad, sin embargo en el plato se quedó la mitad del arroz que acabé arrojando por la borda.

La noche trajo más frío del que yo esperaba, lo cierto es que estábamos en el invierno austral y aunque durante el día hacía calor, en la noche bajaba la temperatura, allí más acentuada por la brisa y la humedad del agua. Tuve que ponerme una cazadora y también le presté algo de abrigo para Anick, que sentía el frío más que yo. Incluso tuve que ponerme calcetines y botas en los pies. Los demás se encontraban tumbados como se podía y bien tapados con mantas. Anick me pidió que me acercara más a ella y nos pegamos hombro con hombro acurrucados sentados en la cubierta, apoyados en dos sacos de arroz, compartiendo una tela que llevaba ella y que nos cubría desde el cuello para abajo.  Navegábamos en calma y en absoluto silencio, delante en la proa iba el cocinero alumbrando con una linterna de forma intermitente para que el piloto pudiera distinguir el camino, todo estaba oscuro, misterioso, fascinante.  Realmente era muy fácil equivocarse, sobre el canal flotaban las manchas negras que eran los islotes, pasábamos entre ellos tomando una entre varias bifurcaciones, en algún momento se asemejaba a un laberinto formidable en el que parecía imposible encontrar el camino correcto.  Le pregunté a Anick por qué el cocinero no mantenía todo el tiempo encendida la linterna, ella respondió que, al parecer, no era bueno porque se podía molestar a los espíritus con la luz, de forma que debía usarse sólo lo imprescindible.

 Nos deslizábamos con la suavidad de un cisne sobre el agua mientras el motor de la barca rompía el silencio atravesando la noche, yo observaba con los ojos bien abiertos el cielo lleno de estrellas diminutas, las siluetas de los árboles y arbustos recortándose en las orillas, quienes tomaban formas caprichosas, en ocasiones monstruosas, los negros islotes que emergían en el agua y que a cierta distancia se confundían con la negrura que impregnaba el canal. Realmente el viaje de noche transmitía una sensación diferente, ahora veía comprensible el temor de los malgaches, que con sus arraigadas creencias podían confundir las sombras y las siluetas extrañas con espíritus vagando sobre el canal.

Miraba hacia dentro de mí y me sentía agradecido y feliz de estar viviendo ese día, esa sucesión de momentos irrepetibles. Junto a Anick había dejado de sentir frío, si mi cuerpo estaba estremecido sólo era por la emoción que circulaba en mi interior.

Madagascar, año 1998

Archivado en

Suscríbete a Diario de Huesca
Suscríbete a Diario de Huesca
Apoya el periodismo independiente de tu provincia, suscríbete al Club del amigo militante