Sobre el cielo de Huesca, cuando el día empieza a despedirse, un espectáculo impresionante se despliega. Miles y miles de estorninos dibujan formas imposibles en el aire, moviéndose como si fueran un solo ser. Es un momento hipnótico, casi mágico, que se repite cada atardecer cuando estas aves buscan refugio en los árboles del parque para pasar la noche.
Durante años, hemos intentado evitarlo. Se han probado métodos para alejarlos, estrategias para que busquen otro lugar, soluciones que parecían ingeniosas pero que, al final, se han mostrado inútiles. Y es que, por mucho que lo intentemos, la naturaleza siempre acaba imponiéndose. El hombre puede alterar su curso, pero nunca dominarla del todo.
Los estorninos nos recuerdan que hay fuerzas más grandes que nuestras comodidades, que la ciudad sigue siendo parte del mundo natural, aunque la queramos moldear a nuestro antojo. Para muchos, su presencia es un problema: los árboles cubiertos de excrementos, el suelo resbaladizo, el sonido incesante de sus cantos al caer la noche. Pero más allá de la molestia, está la lección. No somos los dueños absolutos de este espacio. Compartimos el mundo con otras especies y, por más que nos empeñemos, hay batallas que la naturaleza siempre ganará.
Quizás la respuesta no esté en luchar contra ellos, sino en entender que su danza en el cielo es una expresión más de la vida, tan legítima como la nuestra.