Viaje a Kigali, relato de una odisea -1-

Relatos de viaje: una ruta interminable de incidencias, averías y retrasos para llegar a la nada en medio de la noche

Marco Pascual
Viajero
26 de Noviembre de 2023
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Marco Pascual brinda con algunos africanos en Tanzania. Su viaje a Kigali fue una odisea
Marco Pascual brinda con algunos africanos en Tanzania. Su viaje a Kigali fue una odisea

Después de encontrarme con Julie y Karen en Uganda, juntos decidimos ir a Uganda para ver a los gorilas del parque nacional de Virunga en las montañas Rwenzori, un escenario de montañas, volcanes, lagos, selvas, animales salvajes y tribus donde se rodó la mítica película Gorilas en la niebla y que a mí me hizo sentir la llamada de África. El problema es que en aquellos momentos en Ruanda se vivía una guerra civil, lo cual lo complicaba todo.

Partimos de Kabale, Uganda, pero en distintos medios, ellas en su Land Rover, y como en él no había espacio suficiente para otro más, yo en autobús. El plan era encontrarnos nuevamente en Kigali, Ruanda, intentando llegar a través de Tanzania alcanzando el paso fronterizo de Rusumu, el único abierto.  Mi primera etapa fue de Kabale a Bukoba, y allí a las seis de la mañana siguiente partí en autobús. Me habían informado de que debía tomar el autobús a Ngara. Cuando pregunté al chófer y le expliqué mis intenciones de ir a Ruanda, él respondió que debía bajarme en el cruce de carreteras de Lusahanga, veinte kilómetros antes de llegar a Ngara, y allí tomar otro transporte a Ruanda. Cuando le pregunté a qué hora podíamos llegar allí, respondió que sobre las dos del mediodía, una predicción muy optimista.

Al inicio del viaje estuve haciendo cálculos: si el autobús no sufría retrasos y al llegar a Lusahanga encontraba un vehículo que fuera a Ruanda, podía llegar esa misma tarde a la frontera de Rusumu. Sólo había una distancia de noventa kilómetros, y si en Rusumu tenía la suerte de pillar otro vehículo a Kigali, esa noche podía dormir allí. Sin duda seguían siendo unas previsiones muy optimistas teniendo en cuenta que eso era África. La primera prueba de ello la tuve a la hora de haber salido, cuando paramos en una población para cargar bultos en el techo, adquiriendo una altura cercana a los dos metros por encima de él.  Bajé del autobús y estuve mirando cómo realizaban la carga, me parecía una proeza ver cómo encaramaban todas las mercancías cargadas sobre la cabeza subiendo al techo por una escalera lateral de barrotes, y luego cómo colocaban unas cosas sobre otras de diferentes formas y tamaños encajándolo todo de manera que no se desmoronara al primer kilómetro del camino.

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Un viaje que ya apuntaba toda una odisea

El autobús presentaba un aspecto realmente voluminoso, llevábamos un notable sobrepeso y la mecánica del autobús no parecía gozar de muy buena salud.  Algo que tampoco ayudó a rebajar la incertidumbre fue el hecho de efectuar una reparación al tiempo que se cargaban las mercancías, habían colocado la parte delantera del autobús sobre unos fuertes soportes y desmontaron ambas ruedas para revisar en los tambores y en el eje algo que iba mal, no llegué a saber de qué se trataba, pero se quitaron tornillos, se desmontaron piezas y se escucharon bastantes golpes de martillo en la media hora larga que duró la operación. Yo aproveché para desayunar, en un puesto junto a la carretera compré unos buñuelos fritos de harina con huevo y algún vegetal, y en otro una piña que casi me comí entera.

Yo mismo me vi aprisionado entre la ventanilla y una mujer de formidable corpulencia que no me permitía hacer ni el más ligero movimiento

En esa parada acabó de llenarse el autobús, y no me refiero sólo a los asientos en filas de dos y de tres que tenía a cada lado, sino también al pasillo y en cada hueco que había bajo los asientos, llenándose al completo de bultos. Yo mismo me vi aprisionado entre la ventanilla y una mujer de formidable corpulencia que no me permitía hacer ni el más ligero movimiento, además las rodillas me tocaban en el asiento delantero y me era imposible estirar los pies.  Por si era poca la asfixia que ya sentía, la mujer situada a mi lado izquierdo se apoyaba con su mano derecha en la barra sobre el asiento delantero, lo que suponía tener el brazo levantado quedando su axila al descubierto a muy corta distancia de mis narices, la cual despedía un olor a huevos podridos capaz de fulminar a un caballo. Tuve abrir la ventanilla del todo subiéndola hasta arriba y sacar la cabeza fuera para poder respirar sin caer intoxicado por los efluvios de aquella axila putrefacta.  Me quedé con la mirada perdida en el paisaje pensando en las horas que me quedaban de suplicio, eso si conseguíamos llegar a alguna parte.

La ruta era infinitamente plana, la carretera de laterita parecía un sosegado río de vino rosado cuyas orillas se alternaban con enormes árboles custodiando el camino y grandes extensiones de terreno cubiertas de maleza. Tan apenas había cosas interesantes en las que distraer la vista y el fuerte calor hacía más pesada la monotonía. Suerte que la carretera era plana, en todo el recorrido no encontramos más de seis repechos un poco  pronunciados, los cuales ponían de manifiesto cómo iba de fuerzas el autobús.  Para afrontarlos, antes debíamos bajar del autobús todos los pasajeros salvo unas doce personas, las más mayores. El resto teníamos que subir a pie el repecho. Una vez en la cima volvíamos a subirnos de nuevo al autobús para continuar. Durante el ascenso los demás me miraban y reían, seguramente pensando en la sorpresa que me causaba la situación. Yo me lo tomaba con buen humor, lo que me fastidiaba era el tiempo que se perdía cada vez, lo que inevitablemente iba aumentado el retraso. Seríamos más de ochenta pasajeros y luego, sólo volver a subir y meternos todos dentro del autobús era como ir encajando un puzzle donde se nos iban al menos quince minutos en cada operación. Y lo más decepcionante era después cuando íbamos cuesta abajo, el autobús andaba mucho más despacio que cuando íbamos en plano, prácticamente a paso de burra.

A eso de las doce paramos en una aldea de una docena de casas y otra vez volvieron a desmontar las ruedas delanteras, probablemente continuaba el problema. Para entonces, viendo el ritmo que llevábamos, ya perdí las esperanzas de llegar a las dos del mediodía al cruce de Lusahanga. En la continuación aún tuvimos otra avería distinta y sufrimos un pinchazo, más alguna parada imprevista de menor importancia. Pese a todo, el autobús seguía a trancas y barrancas.

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El viaje estuvo cargado de incidencias y averías

Sobre las cinco de la tarde, pensando que ya debía quedar poco para llegar, me cambié de sitio y de la mitad pasé a la parte delantera justo detrás del conductor, pretendiendo estar más preparado para bajar situado cerca de la puerta. Cuando descendíamos una cuesta, aproveché para preguntarle por qué íbamos tan despacio, creo que bajábamos en la primera velocidad.  Él, con toda naturalidad, me respondió: “No tenemos frenos”.  Aquello me dejó asombrado, ahora comprendía. Le repliqué que cómo era posible que no llevara frenos, si eso era lo más importante. Él a su vez me replicó que los frenos no eran lo más importante, lo más importante era la bocina. Entonces entendí por qué cada vez que pasábamos por un lugar con gente o con animales no paraba de hacer sonar la bocina.

Lo más importante era la bocina. Entonces entendí por qué cada vez que pasábamos por un lugar con gente o con animales no paraba de hacer sonar la bocina.

A las diez de la noche seguía pensando igual que a las cinco, que quedaba poco para la llegada, pero ahora con el cuerpo y la moral más destrozados que antes. La desesperación se había instalado en mí, ¿qué iba a hacer cuando llegara a Lusahanga? No se me ocurría nada, sólo llegaba a imaginar un cruce de carreteras en medio de la oscuridad de la noche.

Cuando por fin llegamos eran las dos, pero las dos de la mañana, doce horas de retraso, y lo que vi era peor de lo que había imaginado. Paró el autobús y bajó el cobrador, un chico de unos veinte años, y detrás lo hice yo. Al poner pie en tierra miré alrededor, la oscuridad era absoluta, pues la vegetación no dejaba pasar la luz de la luna. Al darme la mochila, completamente desconcertado le pregunté al cobrador dónde estaba Lusahanga, ya que allí no se veía el menor rastro humano ni de ninguna población. Él se limitó a responder: aquí.  A continuación puso el pie en el primer escalón para subir al autobús.  Reaccioné cogiéndolo del brazo para retenerlo y decirle algo cargando mis palabras con la rabia que me producía el retraso, el cansancio y el desamparo de verme allí en medio de la nada en mitad de la noche.

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Los retrasos son comunes en los viajes por Tanzania

¡Espera!, le dije sujetándolo fuerte del brazo, aquí no veo nada, así que ya puedes decirme dónde puedo pasar la noche. Él se limitó a responder que no lo sabía, lo que aún aumentó más mi irritación.

¡Escucha!  -volví a replicarle presionándole en el brazo-, no estoy dispuesto a quedarme aquí tirado en mitad de la carretera a las dos de la mañana, vosotros sois los responsables de haber llegado con doce horas de retraso, así que vosotros tenéis que darme una solución.

Él no respondió, como si mi problema le diera igual, y despreocupándose de mí intentó deshacerse de la mano que lo sujetaba por el brazo para subir al autobús.  Al ver su intento de escapada, tiré fuerte de él y lo atraje hacia mí.

Pretendían dejarme tirado allí a mi suerte, solo y sin un lugar donde poder cobijarme con un mínimo de seguridad. El chófer le decía algo al cobrador en suajili. Por sus gestos con la mano, probablemente que subiera ya para partir, desentendiéndose también de mí. Yo me mantuve firme, no podía permitir que me abandonaran allí. Un blanco, un “muzungu” para ellos, sólo y desorientado en la noche era una presa fácil y suculenta para cualquiera con malas intenciones.

Tanzania,  diciembre de 1991

 

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