Viaje a Kigali, relato de una odisea -2-

Relatos de viaje: un desesperante desplazamiento con averías e inconvenientes, y una policía rígida que a punto estuvo de impedir la salida de Tanzania

Marco Pascual
Viajero
03 de Diciembre de 2023
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Marco Pascual en Tanzania con dos niños, en el camino hacia Kigali, una odisea
Marco Pascual en Tanzania con dos niños, en el camino hacia Kigali, una odisea

El cobrador intentó zafarse de mí para subir al autobús y largarse de allí, pero lo retuve junto a mí haciendo uso de la fuerza que me proporcionaba el malestar de sentirme abandonado, diciéndole a continuación con palabras furiosas:  ¡Tú no te vas de aquí hasta que no me encuentres un sitio seguro donde quedarme!.

A mi gesto quien reaccionó fue el chófer, intervino diciéndole algo al cobrador viendo que no estaba dispuesto a dejarlo subir al autobús.  La cosa cambió, ahora el chico pareció ceder a mi petición y me dijo que lo siguiera.

Anduvimos a ciegas, por lo menos yo no era capaz de distinguir nada, apartándonos de la carretera unos cuantos metros cuando de repente nos topamos con una casa. El chico llamó varias veces sin obtener respuesta, siguió insistiendo y mientras golpeaba en la puerta decía algo, quizá identificándose, hasta que una mujer nos abrió. Le explicó el problema y vi que ella asentía con la cabeza. Salió de la casa y la acompañamos hasta una casa cobertizo adjunto, abrió la puerta y el cobrador me dijo que podía quedarme allí para pasar la noche. Después de eso le di las gracias y el permiso para marcharse.

Al quedarme solo cerré la puerta con la llave que me había dejado la señora. Como el lugar no disponía de ninguna luz saqué mi linterna para ver dónde me encontraba, observé varias mesas y sillas, por lo que deduje que eso debía ser un cobertizo usado como restaurante de carretera. Busqué un sitio donde acomodarme para dormir, pensaba tumbarme en el suelo dentro de mi saco, pero rechacé la idea en cuanto noté lo pegajoso que estaba el suelo, la suela de las botas se pegaba igual que si el suelo estuviera untado con mermelada. Cambié de idea, palpé las mesas para comprobar si pasaba lo mismo, como parecían estar más limpias coloqué tres mesas seguidas, puse encima el saco de dormir como colchoneta y esa fue mi cama esa noche. 

Desperté poco después de las seis de la mañana, me mantuve despierto un rato aguzando el oído por si escuchaba el sonido de algún vehículo, luego me levanté y salí fuera, tropezándome con la mujer que me había acogido en aquel lugar, la saludé y le pregunté dónde podía asearme. Como no me entendió tuve que explicárselo por gestos y al momento me trajo un cubo de agua. Después de asearme cerré la puerta con llave y fui a la carretera llevándome una grata sorpresa: en una explanada había cuatro camiones, seguramente se habían quedado allí a pasar la noche. Posiblemente alguno de ellos continuaría ruta hacia Ruanda y eso me devolvió el optimismo perdido.

Se encontraban todos recién levantados, empecé a preguntarles y ninguno de los tres primeros iba a Ruanda. El optimismo me duró poco, pero cuando llegué al cuarto camión y le pregunté en inglés al joven ayudante del chófer me miró extrañado sin entender, eso era un buen síntoma. Probé a preguntarle en francés y ahora sí me entendió, me señaló al chófer y me dijo que hablara con él.  El chófer se encontraba dentro de la cabina, abrí la puerta, lo saludé y le pregunté si iba hasta Kigali.  Él me miró pensativo y asintió con la cabeza, entonces le pregunté si podía llevarme. No me respondió de inmediato, como si hubiera estado meditándolo, me respondió después: sí, pero tienes que pagar.

Había viajado muchas veces en autoestop en África y nunca nadie me había pedido dinero por llevarme, estaba de acuerdo en pagarle, era mi única opción, pero no lo que me pedía

Me pidió una cantidad excesiva, sin duda quería aprovecharse de la situación. Había viajado muchas veces en autoestop en África y nunca nadie me había pedido dinero por llevarme, estaba de acuerdo en pagarle, era mi única opción, pero no lo que me pedía. Estuvimos negociando, yo puse el precio que hubiera costado el viaje en autobús, a él le parecía poco, decía que me llevaba directo a Kigali, al final yo subí un poco mi propuesta y él bajó sus pretensiones, llegando a un acuerdo.

Partimos a las siete de la mañana, sin comer nada pero con buen ánimo gracias a las expectativas de poder llegar ese día a Kigali, el camión iba directo hasta allí, no teníamos que hacer paradas para recoger gente en el camino y, lo más sorprendente, la carretera se encontraba asfaltada. Con estas perspectivas podíamos recorrer los noventa kilómetros que nos separaban de la frontera ruandesa en menos de tres horas, una hora en pasar la aduana y otras cinco más en hacer los ciento cincuenta kilómetros hasta Kigali, podía estar allí después del mediodía.

A la media hora surgió la montaña y una razonable velocidad de crucero se convirtió en una desesperante marcha lenta. Las montañas no eran muy elevadas, pero los ascensos y descensos continuos y prolongados, manteniéndonos en la ridícula velocidad del paso de un hombre. Al gran tanque de combustible que llevaba el camión se le añadía un remolque con otro tanque más pequeño, el excesivo peso que arrastraba el camión lo hacía sufrir en las subidas por su falta de potencia, y en las bajadas debía utilizar una marcha corta para retener el enorme peso del vehículo y no quemar los frenos. El ayudante del chófer cumplía una importante misión, en cada ascenso se bajaba del camión en marcha con una gran cuña de madera en la mano y se situaba en la parte trasera siguiendo a pie y atento por si el camión se paraba sin fuerzas para continuar y colocar la cuña bajo las ruedas, con otra cuña preparada en el lado opuesto sobre el guardabarros para hacer lo mismo llegado el caso.

Desde el inicio de las montañas tuve el presentimiento de que no llegaríamos a la frontera, el camión se calentaba tanto que la cabina se había convertido en un horno, y yo iba sentado en el centro sobre la tapa del motor. Llegó un momento que era insoportable seguir sentado allí y tuve que arrinconarme pegándome junto a la ventanilla, ya que el ayudante nos seguía a pie todo el camino, el motor ardía y sólo posar la mano sobre la tapa acolchada del motor quemaba, y lo mismo ocurría con los pies, imposible apoyarlos sobre el suelo de lo ardiente que estaba. Temí que el camión pudiera incendiarse y que el motor o la cabina se prendieran fuego, con el peligro añadido de la carga, dos tanques de gasolina. Llevábamos una bomba detrás nuestro y cualquier chispa podía hacerla explotar.

El sufrimiento del motor se acrecentaba por momentos, los últimos dos ascensos sólo pudo hacerlos en la primera velocidad corta, es decir, subíamos al paso de un bebé a gatas. Sucedió lo que tenía que suceder, al camión se le agotaron sus fuerzas y se paró. El ayudante colocó rápidamente las cuñas en las ruedas de ambos lados para impedir que el peso de la carga nos arrastrara hacia atrás y nos despeñáramos. Después de un tiempo breve el chofer intentó arrancar de nuevo acelerando a tope. Las revoluciones del motor se elevaron al límite, se puso a vibrar el panel de instrumentos, los asientos y la chapa, la cabina oscilaba como si una mano gigante e invisible nos estuviera meneando, pero el camión no se movió un solo centímetro. El chófer no quería darse por vencido y volvió a insistir, en ese momento decidí bajarme y alejarme del camión, temiendo que pudiera estallar.

Nos habíamos quedado tirados a mitad de camino a la frontera, le pregunté al chofer qué iba a hacer y él se encogió de hombros, dijo que esperaría a que se enfriase el motor y volvería a intentarlo. Pasada media hora trató de arrancar el camión de nuevo, pero fue inútil, no hizo ninguna mención de echar a andar.

El chófer tenía un buen problema, no llevaba radio para comunicar lo ocurrido y resolver la situación parecía más que complicado. Sin embargo se lo tomó con bastante calma, no vi un gesto o una palabra que demostrara su disgusto, simplemente se tumbó en la carretera a la sombra que daba el camión.

Yo en cambio no podía ocultar mi disgusto, sin saber qué hacer me senté al otro lado en una piedra al borde del precipicio. Había una vista interesante desde allí, pero yo sólo veía el problema que tenía encima. Después de darle vueltas al asunto no le vi solución posible, únicamente esperar por si pasaba otro camión, cosa nada segura, y entretanto no  tenía comida ni agua, lo que me hizo recordar que llevaba un día sin comer, aunque me preocupaba más no tener agua y ya estaba sediento. Para más intranquilidad, había oído que la carretera de Ngara resultaba peligrosa porque bandidos ruandeses de vez en cuando salían de su país para atacar y robar a los vehículos que circulaban por ella, con lo cual quedarme allí esperando no era seguro.  Me puse a pensar en el largo día y noche que me esperaban si no llegaba a pasar otro vehículo, eso me llevó a la impotencia y la depresión, dejándome sin siquiera ganas de pensar.

Había oído que la carretera de Ngara resultaba peligrosa porque bandidos ruandeses de vez en cuando salían de su país para atacar y robar a los vehículos que circulaban

Sumido en la desolación, de repente vi algo que se movía lentamente en el fondo de la carretera, quizá a una distancia de unos tres kilómetros. Se trataba de un camión viniendo hacia nosotros.  Me incorporé apresuradamente para coger mi mochila de dentro de la cabina, la coloqué a mis espaldas y me despedí del chófer, si me quedaba allí el camión no pararía ya que correría el riesgo de no poder arrancar después. Al verme partir el chófer se levantó del suelo como un resorte para preguntarme dónde iba. Le dije que no quería quedarme allí para nada y él respondió que tenía que pagarle. Le recordé que el trato era llevarme hasta Kigali, y eso no era Kigali.  Él entonces me reclamó la mitad. Me negué en redondo, diciéndole que cómo quería que le pagara por dejarme tirado en medio de la nada antes incluso de llegar a la frontera, y para no perder más tiempo di media vuelta y partí, debía llegar a la cima antes que el camión, de lo contrario no pararía a recogerme.  En el fondo me dieron un poco de pena, el chófer y su ayudante debían estar tan decaídos como yo y aunque tuvieran oportunidad no podían abandonar el vehículo.

Debí caminar casi un kilómetro hasta la cima, llegué chorreando sudor pero contento de haber llegado antes que el camión. Después de la cima y antes del descenso posterior, había una zona llana de unos cien metros donde lo esperé, al llegar paró para que me subiera al camión. El chófer aprovechó la parada para enjugarse el sudor de su frente y su cuello con una toalla, su camión también iba muy justo de fuerzas y echaba fuego. Le pregunté si iba hasta Kigali y me dijo que sí, íbamos tan lentos como antes, pero ahora ya no pedía rapidez, sino que el camión no tuviera averías.

En lo sucesivo las pendientes no fueron tan pronunciadas, aunque igualmente las fuimos superando al paso de una persona hasta que subidas y bajadas desaparecieron, y con ellas también el asfalto de la carretera. La alegría de tener cerca la frontera ruandesa se truncó un par de kilómetros antes de llegar, el chófer giró para entrar en un solitario restaurante que se encontraba allí.  Eran las doce y media y el chófer dijo que paraba a comer en ese lugar, aconsejándome que comiera algo yo también y regresara cuanto antes a la carretera por si pasaba algún vehículo con destino a Kigali.  Eso me sorprendió, ¿no va usted a Kigali?, pregunté confundido por ese cambio de plan.  El chófer respondió que ese día no, se haría tarde y conducir de noche en Ruanda era peligroso, pensaba pasar la noche en la frontera hasta la mañana siguiente.

De nuevo la suerte se truncaba, de todos modos la parada me vino bien para comer y beber lo más rápido que fue posible para volver a la carretera cuanto antes.  Me senté sobre la pista de tierra que era la carretera a la espera de otro golpe de suerte. Entretanto eché un vistazo a la guía para saber qué posibilidades había para el traslado a Kigali una vez pasara ambas aduanas en el caso de no pasar ningún vehículo, de lo cual tenía pocas esperanzas. Rusumu era la población más cercana a la frontera ruandesa, hablaba también de las cataratas del mismo nombre justo en la misma frontera, en la información sobre el traslado decía que salía un autobús de Kigali a Rusumu a las siete de la mañana y regresaba a las doce, ese día era ya imposible cogerlo, Además Rusumu se encontraba a cinco kilómetros de la frontera y no mencionaba nada de que hubiera algún transporte para llegar hasta allí, por lo que tendría que cubrir la distancia a pie y cargado con mi mochila. Todo quedaba sujeto a la inseguridad de encontrar un vehículo al otro lado de la frontera que pudiera llevarme.

Después de una hora de espera en vano, volví a subir al mismo camión que me había llevado hasta allí y partimos a la frontera tanzana, donde llegamos pasadas las dos, me despedí del camionero y fui al edificio de inmigración.  Para mi sorpresa, la oficina se encontraba vacía.  Esperé durante un rato, pero siguió sin aparecer nadie. Salí fuera y me paseé alrededor, ni en la barrera ni en las cercanías vi a nadie, podía cruzar a Ruanda tranquilamente, y a punto estuve de hacerlo, pero me retuvo la idea de que quizá había alguien observándome en algún lugar oculto deseando que cruzara para venir a buscarme y meterme en un lío, los aduaneros tanzanos tenían fama de ser estrictos y bastante cabrones.  Regresé y di otra vuelta más amplia hasta dos sencillas casas, allí vi a alguien y pregunté por la gente de la oficina, quería salir del país. Esa persona me dijo que iba a avisarles.

Tuve que controlar mi ansiedad y actuar con calma, lo contrario sólo podía servir para empeorarlo todo

Estuve esperando unos quince minutos más hasta que un par de funcionarios se dignaron a aparecer en sus puestos.  Dejé mi pasaporte sobre el mostrador y esperé de pie delante de ellos, yo era la única persona allí y se me veía perfectamente, a poco más de un metro de ellos. Sin embargo los policías de inmigración actuaban como si no me vieran.  Tuve que controlar mi ansiedad y actuar con calma, lo contrario sólo podía servir para empeorarlo todo. Le pedí por favor si podía coger mi pasaporte, quería salir de Tanzania. Uno de ellos se levantó de mala gana de su mesa y se acercó al mostrador, quizá los había sacado de la siesta y eso los tenía molestos conmigo.  Me pidió ver la declaración de dinero que se hace a la entrada al país. Se la entregué.  Le echó un vistazo  en dos segundos y la puso frente a mí.  No ha cambiado nada, dijo como si estuviera acusándome de algo.

Ya esperaba dificultades, iba preparado y después de comer escondí los pocos shillings que me quedaban, si me registraban y los descubrían sin haber cambiado nada en el banco era la prueba inequívoca de que había cambiado en el mercado negro, un serio marrón para mí. Le dije que estaba en tránsito de Uganda a Ruanda y no me había sido necesario cambiar nada.

El policía me miró como si quisiera extraerme la verdad con la mirada.

-¿Y cómo ha llegado hasta aquí, cómo ha pagado alojamiento y comida? -inquirió. Le dije que había hecho todo el trayecto en autoestop, podía preguntarle al chofer del camión que estaba fuera, él me había traído el último tramo desde Lusahanga. En cuanto a la comida le dije que traía provisiones de Uganda y la única noche que había pasado en Bukoba alguien me había invitado a su casa.

El policía seguía sin creerme, pero no podía demostrar que no fuera cierto. Su respuesta fue que sin haber cambiado no podía darme la salida, devolviéndome el pasaporte y el papel de la declaración, regresando a su puesto tras la mesa.

No es posible que me pase esto ahora, pensé angustiado. Cada minuto que perdía era una posibilidad menos de encontrar después transporte para Kigali.

Casi en tono de súplica, le pedí que me diera el sello de salida, sólo había estado en tránsito.

-Cuando me traiga la declaración y yo vea que ha cambiado dinero, le daré autorización para salir  -dijo tajante.

Verdaderamente tenían bien ganada la fama de cabrones. El policía hizo que volvía a su trabajo mirando unos papeles de su mesa.  No me callé, con más impotencia que convencimiento seguí reclamando el sello en mi pasaporte mientras él se hacía el sordo todo el tiempo, ignorándome por completo.

Permanecí sin moverme de allí, ¿qué podía hacer?. Aquel tipo parecía dispuesto a amargarme el día, sólo la idea de pensar en hacer el viaje de vuelta a Ngara para cambiar y regresar de nuevo me causaba un gran desaliento. No me quedaba otro recurso que la insistencia.

Me costó media hora de rogativas apelando a la indulgencia de aquel policía que parecía no tener, hasta que por fin, probablemente cansado de escuchar mi machacona retórica, dio su brazo a torcer. Se levantó de su asiento y se acercó, sin pronunciar palabra cogió el pasaporte y la declaración y les estampó el sello con manifiesto desagrado, guardándose la declaración y tirándome con desprecio el pasaporte encima del mostrador. Había solucionado el problema, pero ahora venía otro peor, caminar los dos kilómetros que me separaban de la aduana ruandesa y presentarme en un país en guerra avanzada la tarde, sin ninguna posibilidad de salir de la frontera.

Frontera tanzana, diciembre  de 1991

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