Viaje a Kigali, relato de una odisea -3-

Relatos de viaje: superado el tránsito azaroso de Tanzania a Ruanda, la búsqueda de un hotel se convierte en un peligroso camino para el viajero

Marco Pascual
Viajero
10 de Diciembre de 2023
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Marco Pascual con una familia en Ruanda. El destino, con odisea incluida, era Kigali
Marco Pascual con una familia en Ruanda. El destino, con odisea incluida, era Kigali

A las tres de la tarde traspasé la frontera tanzana.  Haber solventado el problema en la aduana renovó mi ánimo, andaba con una ligereza impropia del cansancio que arrastraba y del peso adicional de mis mochilas.  Inicié el pronunciado descenso de casi dos kilómetros a la frontera ruandesa. Me hubiera gustado ver las cataratas, pero en la hora en que estaba lo hacía imposible, igual de imposible que encontrar un vehículo que me llevara a Kigali. Ahora lo urgente era cruzar la frontera y partir de inmediato a pie hacia Rusumu  cubriendo los cinco kilómetros de distancia que me separaban  antes de que me sorprendiera la noche.

Al llegar a la aduana divisé más de un centenar de militares reunidos de pie o sentados en grupos, a quienes se sumaban los que estaban en sus barracones y puestos de vigilancia, supuse que tanto la frontera como la carretera eran de vital importancia para el gobierno y eso les obligaba a mantener una fuerte presencia militar para evitar la toma o los sabotajes por parte de los rebeldes del Frente Patriótico Popular. Mi llegada interrumpió sus conversaciones para observarme con la curiosidad de quien ve llegar un extraterrestre.  La reacción de los policías de la aduana fue de extrañeza, seguramente no  esperaban ver llegar un blanco a esa frontera, menos estando el país en guerra.

Inicié los trámites, entre los que hubo un interrogatorio del funcionario que me atendió, no le bastaba con los datos escritos en la ficha y quería enterarse del verdadero propósito de mi llegada a Ruanda, insistiendo en saber si era periodista o tenía alguna relación con el periodismo. Yo le decía que era un simple turista, pero desconfiaba de mi palabra, fijándose en mi cámara y el montón de rollos fotográficos que llevaba al hacerme el registro. Finalmente me selló el pasaporte, aunque antes de partir me advirtió de los lugares donde estaba prohibido hacer fotos, básicamente en todas partes donde hubiera carreteras, puestos militares o de policía, edificios públicos o del gobierno, puntos de comunicación, torres eléctricas… en fin, una larga lista.

También aquí era obligatorio hacer una declaración de dinero a la entrada. En aquella época lo exigían en casi todos los países africanos, ya que en la mayoría existía un cambio paralelo en la calle, es decir, el mercado negro. La experiencia en la frontera tanzana me enseñó que en lo sucesivo debía adoptar un sistema diferente a la salida del país, o bien cambiar en el banco una cantidad mínima o simplemente deshacerme de la declaración y decir que la había perdido. En lo sucesivo éstas y otras formas las pondría en práctica en las siguientes fronteras, aunque sin dejar de sentir cierto temor. Si descubrían el truco podían acusarme de un delito y acabar en la cárcel, o como mal menor costándome algún dinero para pagar el soborno con el que evitarla.

La experiencia en la frontera tanzana me enseñó que en lo sucesivo debía adoptar un sistema diferente a la salida del país

Al pasar delante de los militares fijé la vista al frente tratando de simular despreocupación, ellos me observaban con mucho descaro y seguro que con algo de curiosidad. Creo que las facciones de sus rostros comprimidas por la rigidez querían demostrar dureza, que junto a un destello de arrogancia en sus ojos me inspiraban poca confianza. A cierta distancia vi que un hombre, un blanco, me hacía gestos de saludo con la mano y seguido gestos para que me acercara deprisa.

Aquello me hizo recobrar el optimismo perdido. Cuando llegué a él me preguntó si iba a Kigali. Yo afirmé, contento de la buena suerte que recibía con la llegada a Ruanda, y el hombre, un chico de unos treinta años, me dijo con premura: ven, nosotros te llevamos.  Más adelante tenía su todoterreno donde lo esperaba su mujer, nos saludamos y partimos sin perder tiempo, era tarde y dijeron que debíamos llegar a Kigali antes de que se hiciera de noche.

Marco Pascual en Ruanda
Marco Pascual en Ruanda

Una vez en ruta hicimos las presentaciones, ellos eran un joven matrimonio belga que vivían en Kigali, ambos eran médicos y los dos trabajaban en un hospital como cooperantes voluntarios. Luego me explicaron el motivo de estar en Rusumu. Como era domingo, su día libre, habían ido allí para ver las cataratas. Cuando iban a subir al coche para marcharse se dieron cuenta que a lo lejos bajaba alguien por la carretera desde la frontera tanzana, un blanco con mochila, y eso hizo que estuvieran esperándome una media hora hasta que llegara y pasara la aduana para llevarme con ellos, no podían dejarme abandonado allí. -Esos -dijo la chica en referencia a los militares- son capaces de todo.

En el camino me comentaron algunas cosas sobre los militares y de lo que al parecer todo el mundo sabía. Los soldados ruandeses eran voluntarios, quienes en su mayoría se afiliaban al ejército para comer a diario y obtener una pequeña paga. El resto eran simplemente macarras, ladrones o criminales, quienes encontraban en el ejército el medio ideal para continuar sus acciones de la vida civil con impunidad. Todo había empeorado desde el comienzo de la guerra, habían surgido supuestos grupos de bandidos que atacaban vehículos en las carreteras e igualmente las casas de la gente rica o expatriados europeos que vivían en Kigali. Existía la certeza de que los bandidos no eran otros que grupos de militares mafiosos, quienes durante el día estaban para defender la patria y de noche se convertían en bandidos para saquearla, dirigidos por sus propios jefes.

Yo desconocía la realidad de Ruanda. De hecho fue en Uganda cuando me enteré que estaban en guerra. La poca información que tenía había sido modificada por la guerra civil entre las dos etnias del país, los hutus, mayoría y en el poder, y los tutsis, minoría que se había sublevado contra el gobierno hutu.  Fueron mis oportunos salvadores belgas quienes durante el trayecto me pusieron al día de la situación en la que se encontraba el país.

El resto eran simplemente macarras, ladrones o criminales, quienes encontraban en el ejército el medio ideal para continuar sus acciones de la vida civil con impunidad

Nuestro viaje fue interrumpido varias veces por controles militares que pasamos sin mucho problema tras mostrar nuestros pasaportes. La carretera era la mejor del país, ya que estaba conectada con Mombasa. Este puerto keniata era prácticamente la única vía que tenían para exportar sus productos o importar otros tan necesarios como el combustible. Sólo el siete por cien de las carreteras estaban asfaltadas, el resto eran pistas de tierra. El trayecto fue un interesante paseo panorámico de casi tres horas a través de un mar de colinas coloreadas de un verde espléndido, les pregunté por la situación en el norte y la posibilidad de ver a los gorilas, pero ni siquiera ellos, que vivían allí, sabían a ciencia cierta cómo estaban las cosas en esa zona del país. Según la propaganda gubernamental el ejército del gobierno controlaba la mayor parte del territorio ruandés. Sin embargo nadie creía que fuese verdad, la creencia general era que los rebeldes se encontraban refugiados en las montañas del norte, justo donde se encontraba el Parque Nacional de Los Volcanes y los gorilas, parte que estaba bajo su control, pero la única forma de saberlo era intentar llegar allí.

En cualquier caso era la región más peligrosa del país, donde además se libraban enfrentamientos entre el ejército del gobierno y los rebeldes.  Ellos mismos, desde que llegaron a Ruanda, querían ir a ver los gorilas pero no se atrevían. Su consejo fue que me lo pensara bien antes de ir y, si lo hacía, que recabara toda la información posible. Cuando llegara a Gisenyi, la ciudad más importante del norte y puerta de entrada para ir a ver los gorilas, aún bajo el control del gobierno, debía buscar algún blanco residente y preguntarle, él podría darme noticias frescas y veraces de la situación.

Cuando llegamos a Kigali el sol empezaba a ocultarse, habíamos llegado a tiempo. Antes de ir al hotel que había escogido de la guía me dijeron que aún disponíamos de tiempo para enseñarme la ciudad e hicimos un recorrido por las calles principales, mostrándome los lugares que podían interesarme, como un banco para cambiar dinero o la oficina de correos.  Algunas de esas calles se encontraban cortadas al tráfico con barricadas o simples barreras de troncos con soldados vigilando. Se trataba de las calles donde había instalaciones militares, policiales o cualquier edificio perteneciente al gobierno.  Mis amigos belgas me dijeron que se comentaba que los rebeldes del F.P.R se encontraban a menos de ochenta kilómetros de Kigali descendiendo por la carretera de Gatuna o Ruhengery. Cierto o no, los rebeldes lanzaban frecuentes mensajes de que estaban listos para entrar Kigali.

Kigali, en Ruanda
Kigali, en Ruanda

Fuera de las barricadas y el acopio de militares en la ciudad, lo que me sorprendió fue que Kigali no tuviera edificios altos o modernos, su aspecto era el de una sencilla ciudad provinciana, limpia, tranquila y cubierta de vegetación. En su conjunto el centro podía considerarse una hermosa ciudad jardín.  Terminado el recorrido les dije el lugar donde pensaba hospedarme, el hotel de la Iglesia Episcopal de Ruanda. Me dejaron a la entrada y nos despedimos, dando por finalizado mi largo viaje desde Uganda hasta llegar a Kigali, pero no todo estaba resuelto.

Me llevé un chasco cuando en el hotel me dijeron que se hallaba completo, no podía creerlo. Otra vez tuve que cargar con las mochilas y la decepción que la noticia suponía. El hotel se encontraba a unos dos kilómetros del centro, sin taxis, sin transporte público ni vehículos privados.  Tuve que ir caminando, cuando llegué y empecé de nuevo a buscar hotel había caído ya la noche, las tiendas o lugares públicos cerrados y las calles desiertas, únicamente se veían militares.

Llegar por primera vez a Kigali, de noche, con la ciudad casi a oscuras, con todo cerrado, tener frente a mi un remolino de direcciones y pasajes en las calles centrales alrededor de la gran colina sobre la que se asentaba la ciudad, eran motivos para el desconcierto, al cual se sumaba la desconfianza de andar en un lugar que no conocía y en guerra.  No era nada fácil orientarse, pero por suerte di con el hotel Gloria, de paso me sirvió para saber en qué punto de la ciudad me encontraba. Pero mi suerte se frustró al decirme que también estaba lleno. El recepcionista me informó de otros dos hoteles donde podía preguntar, pero después de dar con ellos tuve la misma respuesta. Seguía sin creer que todos los hoteles en un domingo y un país en guerra estuvieran llenos.

Por mi cuenta encontré otro hotel que ni siquiera tenía nombre, pero al ver la habitación me echó atrás, era repulsiva, una celda carcelaria debía estar en mejores condiciones. Además, la puerta ni tenía cerradura.  Antes de tirar la toalla decidí ir al hotel Mil Colinas, el mejor de la ciudad y posteriormente famoso cuando sucedió el genocidio, del cual se hizo una película, aquí si tenían habitaciones, pero era demasiado caro, por lo que renuncié.

Volví a andar errante en las calles, con la moral debilitada y ligeros síntomas de desesperación.

En aquellos momentos un solitario coche pasó a nuestro lado y paró. Desde dentro un hombre blanco me llamó. Insistió varias veces y más fuerte, dirigiéndose también a los militares, diciéndoles que me dejaran en paz

Eran las siete y media de la noche, me preocupaba ser la única persona en la calle y sin un solo lugar donde recurrir.  Me crucé con una patrulla de militares, quienes me abordaron preguntándome dónde iba, casi hasta me alegré de encontrarme con ellos. Les expliqué la situación y les pedí ayuda para encontrar un hotel. Los soldados estaban bien pertrechados, portaban armas automáticas y cintos con varios cargadores, tal vez eran la peor compañía con la que podía toparme, pero no me sentí intimidado. Mi presencia había despertado su curiosidad y el motivo que los atrajo hasta mí más que el celo por la salvaguardia a la que se debían. 

Me rodearon y cada uno decía lo que sabía, dándome indicaciones para ir a uno u otro lado contradiciéndose entre ellos mismos sin ponerse de acuerdo, dejándome claro su propia confusión. Gesticulaban con sus brazos y discutían de manera enfática sobre qué dirección debía tomar, mientras a mi vez intentaba calmarlos diciéndoles que no se preocuparan, encontraría un lugar por mi cuenta. En aquellos momentos un solitario coche pasó a nuestro lado y paró. Desde dentro un hombre blanco me llamó. Insistió varias veces y más fuerte, dirigiéndose también a los militares, diciéndoles que me dejaran en paz.  Al girarme hacia él, vi como  me hacía gestos con la mano exclamando a la vez: ¡ven aquí!,  para que me acercara a él.  Me acerqué para ver quien era y qué quería, en el coche iba un matrimonio de blancos de unos cincuenta años.

Lo primero que me preguntaron fue si tenía algún problema con los militares, les dije que no, sólo estaba buscando hotel y les estaba preguntando. Me advirtieron de que no podía estar allí a esas horas. A las ocho, es decir, en unos veinte minutos, iban a dar el toque de queda y nadie podía estar en la calle.  Me encogí de hombros, lamentando que no encontraba hotel. Entonces intervino la mujer.  -Mira -dijo-, no es posible que estés en la calle, puede ser muy peligroso para ti.  Te propongo una cosa, vienes con nosotros y esta noche te quedas en nuestra casa, mañana mi esposo volverá a traerte otra vez al centro y entonces con más tranquilidad puedes buscar un hotel.

La propuesta era la mejor oferta que podía tener, no vi nada sospechoso en su generosidad, de modo que acepté encantado.  Sin más palabras abrieron la puerta de atrás para que subiéramos yo y mis mochilas.  En el camino nos presentamos, ellos eran un matrimonio belga residentes en Kigali desde hacía más de veinte años.  Me explicaron que habían pasado la tarde del domingo en la casa de unos amigos. Al cruzar la calle habían visto que los militares venían hacia mí y decidieron parar a ver qué pasaba. Luego, al observar que discutíamos creyeron que estaban extorsionándome y se acercaron para sacarme del apuro.

Desde luego la llegada fue muy oportuna y les agradecí su interés por mí.  Ese golpe de suerte volvió a restaurar mi suerte y mi moral, el problema se había resuelto.

Pobreza en Ruanda
Pobreza en Ruanda

Vivían en las afueras de Kigali en una bonita casa habitada por ellos dos. Tenían un hijo, pero se encontraba en Bélgica estudiando. Un vigilante nos abrió la puerta de hierro del muro que rodeaba la casa y entramos, acababa de ser acogido por unos desconocidos que se habían convertido en mis amigos. Ambos se volcaron en mi ayuda desde el primer momento en que me vieron, la atención y el afecto que pusieron en mí compensaba el suplicio que había supuesto el largo viaje hasta llegar a Kigali.  La señora, tras saber mi azaroso viaje, pasó a la cocina para hacerme algo de cenar. Luego, cené yo solo, ya que ellos lo habían hecho en la casa de sus amigos. Se encargaron también de transmitirme todo tipo de noticias que consideraban de importancia para mí, su mayor preocupación era la inseguridad en la que se vivía.

"Se planteaban regresar a Bélgica, más que por la guerra en sí por las consecuencias que había traído, como grupos de bandidos que asaltaban carreteras, casas o negocios, especialmente en Kigali"

Se planteaban regresar a Bélgica, más que por la guerra en sí por las consecuencias que había traído, como grupos de bandidos que asaltaban carreteras, casas o negocios, especialmente en Kigali, donde los extranjeros blancos eran  unas de las principales víctimas. Como ejemplo me puso la casa de sus vecinos, asaltada la semana anterior por la noche por un grupo de hombres armados con fusiles ametralladores. Para entrar, primero reventaron la puerta exterior de hierro con granadas, y la interior a tiros, luego les robaron el dinero que tenían en casa y algunas cosas de valor, por suerte no opusieron resistencia y no los mataron. Al día siguiente denunció el asalto y más tarde se presentó un capitán del ejército para averiguar los daños, interrogarles sobre los hechos y realizar un informe como encargado de la investigación. El capitán les preguntó si reconocerían a los asaltantes, ellos se miraron antes de contestar, como meditando la respuesta, y dijeron que no. El militar insistió si estaban seguros y ellos volvieron a reafirmarlo, diciendo que sólo recordaban que eran un grupo de hombres de paisano. Al ser de noche, con la sorpresa y la confusión, les sería imposible identificar a ninguno de los asaltantes. Sin embargo, por miedo, mintieron. Habían reconocido perfectamente a la persona que dirigía el asalto, aunque entonces iba de paisano:  era el mismo capitán que los estaba interrogando.

También hablamos de cosas menos desagradables y de mi interés por llegar a ver los gorilas. Ellos no sabían si el parque de Los Volcanes estaba abierto o cerrado, no existían noticias oficiales de si los los parques estaban accesibles o no. Lo cierto era que las montañas del norte era terreno del F.P.R., por lo que cabía suponer que el parque no estaba bajo el control del gobierno. Los cooperantes internacionales era quienes podían tener una información de primera mano y decidieron llamar a algunos amigos para preguntarles. Uno de ellos tenía una casa de verano en Gisenyi y seguro que su información sería más precisa, pero antes, dijo, iba a llamar a una amiga para que pudiera hablar con ella, era la cónsul española. -Somos amigos -me dijeron-, le vamos a dar una sorpresa cuando le diga que tenemos en casa a un compatriota suyo.

De forma inesperada hablé con la cónsul española en Ruanda, quien estaba bajo las órdenes del embajador español en Kenia. Su primer comentario fue decirme que cómo se me ocurría ir a Ruanda, luego dijo que debía registrarme mientras permanecía en el país y con ese motivo me dio una cita para el día siguiente, pero en vez de su casa, más difícil de encontrar, en su lugar de trabajo, era profesora en una céntrica escuela privada de Kigali.

Me acosté rendido por el cansancio pero satisfecho de haber conseguido mi propósito de llegar hasta Kigali, que, después de las circunstancias encontradas, no había sido nada fácil. Y al mismo tiempo también feliz, la dureza y la incertidumbre del viaje había tenido un final inmejorable con el encuentro del matrimonio belga. Me quedaba la pequeña preocupación de que esa noche la casa de mis amigos no fuera a ser la siguiente en sufrir al asalto de los militares bandidos, pero eso tampoco me quitó el sueño.

Ruanda, diciembre de 1991

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