Vietnam, una noche buscando esposa

"Ga sacó una pulsera de tela y la ató en mi muñeca, sacando acto seguido hilo y aguja de un bolsillo para coserla y asegurarse de que no la perdía. La pulsera podía perderla, pero nada podría arrancar mi recuerdo de Ga"

Marco Pascual
Viajero
07 de Abril de 2024
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Marco Pascual con Ga en Vietnam.
Marco Pascual con Ga en Vietnam.

Vietnam tiene muchos atractivos, seguramente es uno de los países asiáticos más interesantes, y yo estaba dispuesto a devorar kilómetro a kilómetro para descubrir todos los lugares que llamaban mi atención. Después de pasar unos días en la fascinante Hanoi, partí para ver el atractivo turístico más importante del país: la bahía de Halong. Regresé a Hanoi, mi base de operaciones en el norte, para proceder a visitar las montañas. Sin duda era la parte más hermosa de Vietnam con sus incomparables paisajes, además era la principal zona tribal del país, lo que suponía un mayor interés al viaje.

El destino era el poblado de Sapa, no lejos de la frontera china. Compré un billete de autobús que salía a las siete de la mañana del viernes, había que estar allí durante el fin de semana, que era cuando las tribus de las montañas cercanas descendían a Sapa para vender o intercambiar sus productos, quienes con sus costumbres, vestimentas tradicionales y exotismo étnico, proporcionaban un colorido especial en el entorno. Desde el momento de la salida la carretera se convirtió en una carrera de obstáculos, principalmente con gente en bicicleta y gente de a pie, donde la bocina, para mi tormento, era el elemento más imprescindible del autobús

Los paisajes más espectaculares empezaron con la ascensión a las montañas, ya en las cercanías de Sapa. A falta de veinte kilómetros el chófer tuvo  que detener el autobús para enfriar el motor. Los pasajeros nos bajamos entre tanto. Después de más de cinco horas sentados en un viejo e incómodo autobús se hacía necesario estirar las piernas. Allí tuve el primer encuentro con los mong: una mujer y sus dos hijas que subían andando por la carretera cargadas con un fardo cada una la espalda. Parte de los pasajeros eran turistas vietnamitas que iban vestidos como trabajadores de oficina, lo que quizá para ellas parecía despertar su curiosidad, porque se detuvieron y descargaron los fardos para mirarnos.

Aproveché la ocasión para acercarme a ellas y hablarles.  Su forma de vestir no difería mucho de las tribus del norte de Tailandia o de Laos: blusa negra y una falda corta del mismo color, cubriéndose con una tela enrollada desde los tobillos a las rodillas. Sobre la cabeza llevaban un especie de cinta gruesa y rígida circular con la que recogían el pelo en su interior. Como adornos los clásicos abalorios, collares, pendientes y pulseras hechas por ellas mismas. Por supuesto no había posibilidad de entendernos. Aun así me esforcé por mantener una pequeña conversación. De esta manera, cuando íbamos a partir, logré convencerlas para que subieran al autobús y así poder llevarlas cerca de su destino. Se lo dije al chófer y él no puso inconveniente. Cuando le fui a pagar por el trayecto lo rechazó. Luego vi que sólo vinieron con nosotros unos tres kilómetros y luego tomaron una senda. Quizá era la primera vez que se subían a un autobús, la madre se mareó.

Quizá era la primera vez que se subían a un autobús, la madre se mareó.

Llegamos a Sapa al mediodía, de forma que después de buscar un hotel fui directamente a comer. Durante la ascensión a las montañas había disfrutado de un panorama espectacular, donde hermosas terrazas para el cultivo de arroz en las laderas de las montañas se fundían con un bucólico paisaje verde donde de vez en cuando se veían búfalos pastando o realizando alguna tarea, gente, especialmente mujeres, vestidas con llamativos colores, y casitas de madera desperdigadas por el terreno. Sapa, aún siendo la población principal de la zona, era relativamente pequeña, estaba libre de vehículos, de ruidos, de calles o lugares masificados, se respiraba aire puro y tranquilidad en un entorno idílico. Los edificios y casas no eran de madera, sino de ladrillo y cemento, había tiendas, exóticos puestos de venta en las calles, restaurantes, hoteles y algunos bares, no como los de aquí, sino más parecidos a viejas tascas donde se podía beber y en algunos también comer, los cuales sólo contenían mesas y sillas prescindiendo de toda ornamentación. En el pasado Sapa sólo era visitado por las gentes tribales que vivían en las montañas a su alrededor, pero en la actualidad se estaba haciendo popular con los nuevos turistas nacionales y extranjeros. Por eso habían surgido nuevos restaurantes, algunos hoteles y diferentes puestos de venta callejeros de productos locales y artesanales. Durante la semana Sapa era el lugar más tranquilo del mundo. Sin embargo los fines de semana, con la llegada de las etnias tribales que vivían en las montañas y el turismo atraído por esa circunstancia, Sapa se convertía en un  concurrido y pintoresco lugar.

Eran los sábados y domingos cuando las tribus locales se desplazaban a Sapa para vender sus productos o hacer sus compras, pernoctando en la población pero sin hacerlo en los hoteles. Los primeros en llegar lo hacían el viernes, principalmente mujeres y niñas que acudían para vender a los turistas sus productos artesanales, los hombres se reunían en la calle o en las tascas en espera del sábado. Para mi sorpresa, descubrí que esta gente, a diferencia de otras tribus en otros países, eran más abiertos y tenían un extraordinario sentido del humor. La sonrisa en mujeres y niñas nunca se borraba de sus rostros pese a que no comprara nada. Comoquiera que todas las que encontraba a mi paso me abordaban, con todas hablaba, intentando hacerme entender por medio de gestos. El lenguaje nos separaba, pero el recíproco interés por comunicarnos nos acercaba. Poder relacionarme, aunque sólo fuera por un momento fugaz, con aquella gente, me transmitía una satisfactoria sensación a la que no deseaba renunciar, en especial cuando era abordado por las avispadas y simpáticas niñas vendedoras de pulseras u otras pequeñas cosas

Después de cenar, dando una vuelta por las calles cada vez más solitarias antes de ir al hotel a dormir, encontré a la persona que sería mi amiga en Sapa, tenía nueve años y se llamaba Ga. Seguramente había bajado de la montaña para vender algunas de las cosas artesanales que hacían, aunque no vi que llevara nada para vender, quizá porque a esa hora ya había finalizado su trabajo. Iba acompañada por otra niña de su edad, resultaba extraño ver a dos niñas solas caminando de noche sin rumbo fijo. Esta vez fui yo  quien se dirigió a ellas para preguntarles algo y ellas se detuvieron, sin entenderme, pero sonriendo. Les pregunté si estaban solas, si estaban con su familia, si tenían un lugar para dormir, si habían cenado, ellas sólo sonreían y hablaban en su lengua. Sirviéndome de gestos y de la insistencia, logré entender que estaban solas, sus familias estaban en la montaña, en sus casas, no tenían un hotel o una casa para dormir, aunque interpreté que ellas y otras personas se quedaban en un lugar a pasar la noche, algo que no era una casa pero estaba cubierto, es decir, pasaban la noche en la calle aunque bajo techo. A la pregunta de si habían cenado respondieron que no, entonces las invité a comer algo, creo que me entendían, pero no decían nada, sólo sonreían. Al lado había una tasca con mesas, daban bebidas y comida, con gestos les indiqué que me acompañaran dentro para comer, y entramos los tres. Les pregunté qué querían comer, que le pidieran al hombre que servía las mesas, pero ellas no entendían, así que tuve que preguntarle al camarero qué era lo que tenían para comer y escogerlo yo mismo. Para mí pedí un café con leche.

Ahora las niñas parecían más tímidas que en la calle. Cuando trajeron la comida les pregunté qué deseaban beber, pero o no sabían o no entendían, les mostré mi café con leche y asintieron con la cabeza, de modo que pedí un café con leche para cada una.  La comida les gustó, pero el café con leche después de probarlo no tomaron más. Les pregunté si no les gustaba y negaron con la cabeza, posiblemente nunca lo habían tomado, de modo que les pedí dos refrescos.

Ga me había cautivado desde el primer momento, poseía una belleza inigualable, pero sobre todo su mirada transmitía una serena profundidad de la que era imposible escapar.  Iba vestida al igual que todas las niñas y mujeres de su etnia, con una especie de jersey y una falda azul oscuro, con los mismos abalorios que las demás, un collar de simples anillas engarzadas de cuatro vueltas, dos aros gigantescos en las orejas y pulseras, todo del mismo color plata, posiblemente hechas de estaño. Llevaba el pelo recogido dentro de un casquete circular y del mismo color que la ropa, mientras los pies, al igual que todas las niñas, los llevaba desnudos. Quizá lo que más me sorprendió fue que cuando sonreía dejaba ver un pequeño diente de oro.

Quizá lo que más me sorprendió fue que cuando sonreía dejaba ver un pequeño diente de oro

Después de desayunar con Ga a primera hora del sábado, me acompañó para ver el mercado, los puestos se encontraban sobre una explanada, comerciaban con productos agrícolas, animales, telas y otros objetos diversos  hechos por ellos mismos. Estuve un rato observando y haciendo fotos en aquel escenario multirracial y multicolor. Luego decidí hacer un recorrido en el entorno montañoso, el día, el paisaje y los aires de libertad que soplaban en Sapa animaban mucho en el propósito, aunque en la intención también iba incluido visitar a los mong en su medio de vida. Con Ga quedamos en vernos por la tarde.

Lo más sorprendente que encontré en el camino no fueron los mong y sus primitivas costumbres de vida, sino los turistas vietnamitas que encontré en el recorrido. Había unos cuantos y, más que ir preparados para caminar en un terreno de montaña, todos ellos iban vestidos como si fueran a la celebración de un evento, tan elegantes que parecían más los asistentes a una boda que excursionistas realizando senderismo de montaña. Lo más gracioso y ridículo a la vez era ver a las mujeres haciendo equilibrios entre piedras, desniveles y a veces un  escabroso terreno, metidas en sus elegantes zapatos de tacón.

En la tarde se produjo una invasión de turistas locales y extranjeros, también noté una mayor afluencia de nativos además de los que ya habían llegado por la mañana para vender sus productos, quienes vagaban en el mercado y por Sapa igual que lo hacían los turistas. Con tanta gente no pude ver a Ga, que era lo que más deseaba. Conocí a un alemán y después de callejear observando el ambiente fuimos juntos a cenar. Lo mejor de la cena es que Ga pasó por fuera del restaurante y me vio dentro, quedándose en la puerta hasta que yo advertí que estaba allí, mirándome y sonriendo tiernamente mientras agitaba la mano para saludarme. A los niños que vendían no les permitían entrar en los restaurantes de turistas. Nada más verla me levanté y fui a su encuentro en la calle. Tan apenas podíamos entendernos, pero entre nosotros se había creado una conexión que no necesitaba palabras, bastaban las miradas. 

Ga esperó en la puerta del restaurante a que terminara la cena y después nos fuimos juntos, con el alemán quedamos más tarde, fijando un lugar de encuentro a las diez para asistir a una curiosa tradición en Sapa. Ga iba sola, ahora fui yo quien la escoltó por las calles oscuras pero abarrotadas de gente mientras intentaba vender algo a los turistas. Su compañía me proporcionaba una carga extra de felicidad.

El domingo era el principal día de mercado, de forma que el sábado ya acudía la mayor parte de gente con motivo de ese evento. De la gran afluencia de gente surgía una tradición que se celebraba cada noche de los sábados: hombres buscando esposas. Los hombres y mujeres de las tribus que vivían en las montañas y que llegaban el sábado para el mercado del domingo aprovechaban la noche para concertar matrimonios, siendo los hombres quienes se dirigían a las mujeres en plena calle o en cualquier parte en una especie de cortejo en busca de la mujer ideal para cada uno, ya que ninguno de ellos disponía de alojamientos y pasaban la noche en la calle en espera del mercado al día siguiente.

Eran los hombres quienes se dirigían a las mujeres en plena calle o en cualquier parte en una especie de cortejo en busca de la mujer ideal para cada uno

Ga no tuvo mucho éxito con las ventas, no era insistente y los turistas no parecían muy interesados en las pulseras que vendía, de manera que fuimos a la misma tasca del día anterior y allí le pedí comida. Nos despedimos a las diez de la noche, hora en la que había quedado en un bar con el alemán, con Ga quedamos en vernos a la mañana siguiente.

Encontré al alemán en el bar, estaba tomando cerveza con otros turistas, pero ellos prefirieron seguir allí tomando cervezas, así que me fui por mi cuenta, sin entender que prefiriesen pasar el tiempo tomando cerveza a ver aquella nocturna y singular tradición.

Buscar mujer en Sapa no difería mucho de buscar un buen búfalo para su compra. No sabía por dónde empezar a mirar, me habían dicho que podía verlo en cualquier parte de las calles, así que me paré en el primer grupo que vi. Eran turistas vietnamitas rodeando una pareja, pegados encima de ellos como moscas, y lo mismo ocurría con otros grupos de vietnamitas, metiendo sus narices a dos dedos de la cara de las parejas mientras trataban las íntimas cuestiones que a los pretendientes les interesaba conocer sobre las mujeres. Invadían la intimidad ajena sin el más mínimo pudor, lo vi un espectáculo humillante donde los incivilizados eran justamente los turistas.  No me gustó y me alejé de aquellas escenas. 

Cambié la calle principal por otras menos transitadas y más oscuras, donde mi discreta observación pasara más inadvertida. En cualquier lugar había chicas esperando la llegada de los chicos.  De esta forma pude observar, aunque sin entender, lo que hacían y hablaban: lo que más llamó mi atención durante los encuentros es que después de cruzar algunas preguntas y respuestas, algunos de los chicos que parecían interesados en las chicas, les tocaban la cara, los pechos, las caderas, las piernas… como si estuviesen comprobando una mercancía antes de su adquisición.

En el deambular callejero me encontré con un grupo de jóvenes enfermeras vietnamitas en la misma dedicación que estaba yo. Había una que hablaba inglés y me contó que estaban allí invitadas por el hospital en que trabajaban, creo que como premio  a su trabajo. Me comentaron que además de la calle había un local dedicado especialmente para los que buscaban esposas, así que les propuse ir allí si ellas sabían dónde se encontraba.  De esta forma partimos juntos, las cuatro enfermeras y yo.  El local era relativamente grande, casi en penumbra, preparado exclusivamente para el encuentro de las parejas, sólo tenía sillas dispuestas en pares una frente a otra a menos de dos metros entre sí alrededor de todo el local. Cada una de las sillas estaba ocupada por una chica, y la otra era ocupada por el chico de turno interesado en la chica.  Lo que observamos es que ellos iban pasando en cadena por la mayoría de las chicas, habría más de veinte, se sentaban frente a ellas y hablaban, y después pasaban a la siguiente, a no ser que encontraran a una que les gustara y ambos llegaran a un acuerdo marchándose juntos.

Ellos iban pasando en cadena por la mayoría de las chicas, habría más de veinte, se sentaban frente a ellas y hablaban

La enfermera con la que hablaba me explicó como funcionaba, de qué hablaban y cómo podían llegar a un acuerdo, por suerte para las parejas allí tenían pocos “mirones” y podían dedicarse a lo suyo sin ser atosigados por los indiscretos turistas. Viendo mi interés por esta singular tradición, bromeó conmigo diciéndome que si quería yo también podía participar en la búsqueda de esposa. En principio lo tomé como broma, pero recapacitando vi la oportunidad de formar parte de esa tradición, de modo que lo tomé como una sugerencia y le pregunté si realmente podía hacerlo. Ella respondió que por qué no. Era obvio que si yo hacía la ronda de las chicas no íbamos a poder entendernos, así que le pedí a la enfermera si podía hacernos la traducción y dijo que si. De esta forma junto a mi comitiva de las cuatro enfermeras, me dirigí a la primera chica que quedó libre. Inicialmente tuve que asesorarme con la enfermera sobre las preguntas más clásicas que solían hacer los chicos, para no salirme del papel de pretendiente.

Resultaba una situación divertida, sobre todo para las enfermeras y su curiosidad. La chica parecía un poco sorprendida cuando me senté frente a ella, pero algo le dijeron las enfermeras para que creyera que mi presencia allí iba en serio y respondía a mi interés por buscar una esposa de su tribu. En principio, después de presentarme y decirle de dónde era, empecé por preguntarle por las cosas que les interesaba a los hombres que vivían allí, como su edad, qué sabía hacer, de qué se ocupaba en su casa, en qué trabajo era mejor o le gustaba más, y luego pasé a las preguntas que me interesaban a mí. 

La chica tenía veinte años y parecía algo tímida, quizá por la sorpresa de tenerme como pretendiente, pero respondía a todo con normalidad, aunque cuando pasé a lo que yo deseaba saber de ella, vacilaba al responder, tal vez porque no estaba acostumbrada a ese tipo de preguntas, sobre todo al interesarme por sus gustos o preferencias sobre los hombres o la vida, cosa que los hombres allí debían mantener al margen de sus preguntas.  Entre otras cosas, le pregunté qué valoraba más ella en los hombres, que fueran ricos, buenos, trabajadores, guapos… Sonrió un poco al escuchar la pregunta,  pero no supo con qué quedarse. Al insistir, finalmente su respuesta fue que todo junto. Luego intentando profundizar un poco más, deduje que lo más importante para ella era que fueran buenos y trabajadores. Cuando le pregunté cuáles eran sus deseos o sus sueños en la vida, tampoco supo qué responder, por lo que parecía las mujeres, o la gente en general, no debía tener deseos o sueños más allá de tener dinero para comprar comida y poder vivir sin enfermedades o preocupaciones.

Para quitar el peso a las preguntas le pregunté también cuántos hijos quería tener, una respuesta fácil, después continué con otras cosas, como qué esperaba ella de su marido, además de que fuera bueno y trabajador, y una pregunta clave: ¿Cómo veía ella a un extranjero para esposo?, ¿Cómo me veía ella a mi?.  Otra vez se quedó sin respuesta, no sé si por su timidez o porque no sabía qué responder. La enfermera le dijo algo, creo hablándole de mí en su papel de celestina, promocionándome como persona y facilitándole información para su respuesta, supongo que exaltando algunas cualidades y quizá diciéndole que en mi país era rico o tenía dinero. Al final la chica asintió dando su conformidad. Aún le pregunté si para su familia sería un problema que ella se casara conmigo. Antes de responderme, se adelantó la enfermera diciéndome que la familia no pondría problema. Si la hija se casaba con alguien rico que pudiera darle una mejor vida y darles algún regalo a ellos en compensación, estarían de acuerdo. Una de las últimas preguntas que le hice fue que, si nos casábamos, estaría dispuesta a venirse a mi país conmigo. Seguramente nunca en su vida se había visto en esta alternativa, o porque tal vez tenía recelos de que en realidad mis pretensiones no fueran serias, no se atrevía a responder. Con algo que le dijo la enfermera, tal vez animándola, finalmente dijo que sí, aunque antes tendría que obtener el permiso de su familia.

En la ronda estuve con otras dos chicas más en mi papel de pretendiente buscando esposa, lo mejor de todo fue que con esa excusa y la ayuda de la enfermera pude tener una conversación y conocer por dentro a las chicas de las tribus de la aquella zona remota y hermosa de Vietnam. Después de esta nueva experiencia, a las dos de la madrugada las cuatro enfermeras y yo acabamos en un karaoke. Lo último que hubiera imaginado es que iba acabar esa noche en un karaoke con enfermeras vietnamitas cantando canciones españolas como “bésame mucho” en vietnamita.

No volví a ver más a las enfermeras, quienes regresaban a Hanoi a última hora de la mañana del domingo, pero si volví a encontrarme con Ga y desayunamos juntos, disfrutando de la compañía de mi pequeña amiga, marchando juntos después para ver y curiosear en el principal día de mercado. Ga tenía que regresar a su casa después del mediodía, a unas dos horas a pie, por lo que tendríamos que despedirnos, cosa que ya me causaba tristeza. En esa perspectiva, Ga sacó una pulsera de tela y la ató en mi muñeca, sacando acto seguido hilo y aguja de un bolsillo para coserla y asegurarse de que no la perdía. La pulsera podía perderla, pero nada podría arrancar mi recuerdo de Ga.

Vietnam, julio de 1998

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