Probablemente con la misma legitimidad de la cita evangélica, el último hotel de Benasque, justo para encarar la subida hacia Cerler y el Ampriú, podría reivindicarse como el primero. Como tal es apreciado por una clientela que queda impregnada de una atmósfera entrañable en la que el principal servicio es el de la afabilidad.
Todo tiene su razón de ser en el San Marsial Benasque Hotel & Apartamentos que la familia Garuz comenzó a explotar hace siete lustros. El nombre obedece al patrón benasqués, que se festeja el 30 de junio. Su raíz se aloja en el negocio de Muebles Garuz, en el que el padre de la actual regente del establecimiento, Marisa, puso su impronta de calidad y autenticidad, con un extraordinario respeto a las necesidades que la arquitectura ribagorzana demandaba para vestir casas, comercios y hoteles como corresponde, con armonía.
Precisamente, es la armonía una de las primeras sensaciones que impactan cuando se aparca el vehículo, con las vistas hacia la carretera a Cerler en el final de la Avenida de Francia. La recepción es una preciosidad, más propia del gusto refinado de antaño que del minimalismo impersonal de hogaño. Butacas que invitan a hundirse en su mullida promesa, relojes de pie de época, una barandilla de madera para la subida y una puerta de fondo realmente hermosa.
El trato es seda pura, como en casa en días de humor y alegría. Sin tediosas esperas, con toda naturalidad, mientras se realizan los trámites de la identidad impuesta por la administración, ya tienes la tarjeta para acudir a la habitación. Cada una de las diecisiete tienen una decoración individual, aunque el estilo no se imposta y es homogéneo. Dentro, todas las comodidades. Cama con buen colchón -no es baladí a determinadas edades-, una cocina con minibar, vitrocerámica, microondas y una vajilla y cristalería absolutamente impolutas. En el baño, secador y una ducha de lluvia junto a la alcachofa moderna. La limpieza, que es una virtud, en el San Marsial es una fortaleza.
Por cierto, hasta llegar a las habitaciones, los pasillos son luminosos y están dotados de una prominente decoración digna de las mejores colecciones de mobiliario. Todo está contemplado como un conjunto en el que sentirse acogido.
Hace más de doce años decidió este hotel dejar de ofrecer servicio de restaurante. Sin embargo, el salón para los desayunos es otro prodigio decorativo, con una chimenea pletórica de autenticidad (incluido su altillo de piedra) y adornada con enseres de décadas y siglos pasados junto a una puerta fragatina imponente.
La distinción se aprecia en el desayuno, delicioso sin licencias para los artificios insalubres. Bizcochos, cookies, cruasanes hechos al instante, fruta pelada de alta calidad, pan de pueblo con aceite de oliva virgen extra del Somontano, huevos fritos, tortilla de patatas, embutidos de la zona y quesos también propios a excepción de uno azul de los que quitan el hipo.
Y, para el final de esta somera descripción, dejamos lo mejor: la conversación barnizada por la afabilidad. Marisa hija y Marisa madre rezuman entusiasmo y rebosan vocación de servicio, junto a una sobresaliente cultura. Tal es así que ni siquiera parece un negocio, porque queda revestido por el que hoy es definido como el arte más complejo de estos tiempos convulsos: la amabilidad. Llegar hasta el último hotel de Benasque tiene su premio, y es salir reconfortado por una experiencia digna de ser repetida.