El pollo del polo

30 de Julio de 2022
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Cartas gabachas: Un plato para compartir
Cartas gabachas: Un plato para compartir

El mayor problema con que nos encontramos cuando cruzamos al país vecino es que, aun estando tan cerca unos de otros, no hablamos la misma lengua. Cuántos de mis amigos españoles manejan un francés que se limita a “Oh, là, là!” y “Comment ça va?”... Cuántos de mis amigos franceses están convencidos de controlar el español porque profieren “¡Vamos!” varias veces al día para motivarse... La tozuda realidad es que, en su gran mayoría, franceses y españoles son igual de mediocres en el uso de la lengua de en frente, por muy cercana a la suya que sea.

Y este cerril desconocimiento engendra suculentas anécdotas que siguen animando las reuniones familiares decenas de años después.

Me acuerdo de la primera vez que cruzamos la frontera, en la primavera del año 1964, por la carretera todavía polvorienta del Valle de Arán.

Cerca del Puente del Rey, un guardia civil con su tricornio de charol nos franqueó el paso levantando una barrera roja y blanca. En el fondo del valle, cogimos el estrecho túnel de Vielha y un poco más al sur hicimos una parada en Pont de Suert. Andábamos todos nerviosos ante el descubrimiento de una gastronomía que no dudábamos en calificar de exótica, así que mis padres eligieron un poco precipitadamente un restaurante popular con terraza cubierta. El feliz grupo familiar se instaló por fin para comer a la hora española (lo que nunca es sencillo para los franceses). Mi padre decidió que estaría bien elegir el menú del día.

Hay que decir que el conocimiento que tenía mi padre de la lengua de Cervantes se limitaba al parecido que él mismo le encontraba con su dialecto occitano natal, pero aun así estaba convencido de que no corría el menor riesgo.

Al final de la comida, mi hermano pequeño y yo pasamos un rato delante de un gran panel publicitario de colores y al final nos decidimos por dos helados de hielo que no existían en nuestro país.

El bueno de papá, siempre dispuesto a satisfacernos, nos pidió los dos “polos”. Al menos, eso creyó pedir. Como era de esperar, el camarero puso cara de sorpresa, porque ya estábamos en los postres. Lógicamente, la espera fue larga, pero cuando, 45 minutos más tarde, el camarero volvió con una bandeja de barro que contenía dos pollos al ast, a mi padre le costó un mundo hacerse entender y entender él mismo lo que pasaba.

Entre “polos” y “pollos”, dos palabras que un francés no iniciado pronuncia igual, la diferencia es una sola letra.

En resumidas cuentas, regresamos a casa en un coche que apestaba a pollo asado y, durante bastantes días, el menú familiar se resumió en un único plato: pollo.

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