En la muerte de Macario Olivera

"Seguirá impartiendo la misma docencia que nos impartió en su presencia: las lecciones de una vida"

Ignacio Domingo
Profesor de Inglés
11 de Enero de 2024
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Macario Olivera en su época universitaria
Macario Olivera en su época universitaria

De nosotros, los académicos, es sabido que nuestro legado queda en los libros y en las bibliotecas. Así será también recordado el profesor Macario Olivera: los futuros filólogos y los historiadores agradecerán sus trabajos sobre el inglés de las traducciones de la Biblia y, sobre todo, su tan necesaria obra sobre la Universidad Sertoriana. Todos, sin embargo, y no solo los académicos, somos los autores y protagonistas del libro de nuestra propia existencia. La vida es un libro con capítulos inesperados, algunas páginas llenas de alegrías y otras empapadas en  lágrimas, pero todas contribuyen a la narrativa única que conforma nuestro devenir. Macario era una persona reservada, siempre más dispuesto a escuchar a los demás que a buscar quien le escuchara. Ser reservado es como llevar un libro cerrado consigo, con páginas llenas de pensamientos e historias que solo se revelan a aquellos dispuestos a abrirlo con prudencia y respeto. En la muerte de nuestro amigo y compañero Macario quiero abrir aquí las páginas, con cariño y con admiración, del libro que Macario no publicó: del libro de su vida.

Nuestro nombre y apellido es el capítulo inicial de nuestro libro, una primera página que, aunque reveladora, solo es el comienzo de la historia única que cada individuo escribe a lo largo de su vida. Macario nació Olivera y, como la olivera, nació para durar; vivió su vida como el árbol que dobla sus ramas ante la tormenta, pero nunca rompe su tronco, manteniendo su fortaleza enraizada en la tierra de la experiencia, dando frutos a lo largo de toda su vida. Tuvo una infancia humilde, y supo muy bien lo que era pasar carencias, hambre y frío. Aquella infancia dura marcó su vida, moldeándola de manera positiva. Jamás permitió que la escasez hiciera mella en su entorno ni que el frío arraigara en nuestros corazones, dedicándose siempre a brindar a quienes le rodeábamos la calidez y la abundancia que, en su propia niñez, le fueron esquivas. Macario también conoció las consecuencias de los desastres de la guerra. Quién le hubiera dicho a aquel niño que, ochenta años después, encontraría la oportunidad de resarcirse de aquellas penurias en las familias de víctimas de la guerra de Ucrania, a quienes tanto ayudó.

Aquel niño del hambre, del frío y de la guerra, que con mucha dificultad había podido ir a la escuela y que hablaba un castellano imperfecto, trufado de expresiones y giros aragoneses, tuvo la suerte de poder estudiar, primero en el seminario menor de Huesca, luego en Salamanca y en Roma. Nunca, ni en sus mejores sueños, podía aquel crío de Lecina haber concebido que llegaría tan lejos, que las miserias de su infancia se metarmofosearían en libros, en cultura y en conocimiento. Y de Roma se vino a Huesca, a la que pensó que sería su casa. Aquí encontró un sentido para su vida, en una doble vertiente: la académica, primero como profesor de francés en secundaria, y la pastoral. Para Macario ambas facetas no eran sino una, su propio desarrollo, personal e intelectual, de los principios del humanismo cristiano. Traía Macario de Roma su bagaje de estudios y experiencias, y los vientos del Concilio Vaticano Segundo, y aquí encontró algunos buenos amigos, pero también mucha indiferencia, mucho desdén e incluso, por qué no decirlo, desprecio. Huesca es una ciudad muy grata para los suyos, pero a veces hace sentir forasteros a los que venimos de fuera, y Macario siempre fue oscense, pero oscense de fuera. Y en una ciudad que nada tenía que envidiar a la Vetusta de Clarín, la Huesca de toda la vida, dividida por los muros invisibles de las clases sociales, fueron muchos los que trataron a aquel cura de pueblo que presumía de estudios con arrogancia y desdén. ¿Y de qué quería dar clases el cura de Lecina, qué se pensaba que había aprendido en Salamanca y en Roma que pudiera enseñar en Huesca? Y a todo hizo frente Macario con la humildad que había aprendido de niño. Poseía la dignidad del humilde, la que emana de aquel que entiende que cada tesoro en su posesión ha sido labrado con el sudor de su frente. Porque Macario sabía bien que, en la pobreza, la dignidad es a menudo el único tesoro que queda.

Y aquí en Huesca emprendió Macario, después de su licenciatura en Filosofía y en Teología, su tercer y más ambicioso periplo académico, la licenciatura y el doctorado en Filología Inglesa, que culminó de manera brillante, siempre sin ayuda, siempre con su propio esfuerzo y a pesar de hacerlo mientras mantenía sus otras ocupaciones docentes y pastorales, siempre solo. Aquel crío de Lecina estuvo a punto de ser el primer catedrático de la Universidad en Huesca, el primero después del cierre de la Universidad Sertoriana. En la Universidad, de nuevo Macario tuvo que hacer frente a las envidias y los prejuicios. ¿y de qué quería dar clases aquel cura de pueblo, qué se pensaba uno de Huesca que podía enseñar en la Universidad de Zaragoza? Los prejuicios son siempre hijos de la mediocridad y de la envidia. El odio, decía Schopenhauer, es un asunto del corazón, pero el desprecio es asunto de la cabeza. Y a Macario lo despreciaban por su cabeza: por la profundidad y amplitud, no estrechamente especializada, de su formación, por su saber estar y por saber ver siempre más allá, y más profundamente, que la mayoría. Macario también fue menospreciado porque era transparente, porque los humanos tendemos a admirar lo que guarda cierto halo de misterio y a despreciar aquello que conocemos de sobra. Macario no tenía ningún secreto para nadie, no ocultaba sus orígenes, todo lo que había tenido que esforzarse para llegar a ser quien era, un niño de pueblo que había llegado lejos, muy lejos. Como buen aragonés, solo quería lo suyo, lo que le correspondía, ni más ni menos, pero hasta lo que se había ganado por derecho se le escatimaba.

Y, por último, fue estigmatizado por su edad, por ser más mayor que la mayoría de sus compañeros. La vida, para el sabio, no es sino una larga lección de humildad, la humildad necesaria para aprender. Envejecer no es sino acumular sabiduría y Macario, el viejo profesor, tenía la sabiduría que los jóvenes admiran y envidian, la del que muestra con sus actos que el auténtico conocimiento no está en los títulos, en las publicaciones y en los méritos académicos sino en, como dejó escrito Gracián, otro oscense de adopción, tan injustamente minusvalorado por nosotros como valorado fuera, saber vivir. Y mientras otros se dedicaron a acumular méritos y a medrar en sus carreras académicas, Macario hizo de su vida su mejor publicación académica. Vivió siempre por y para los demás, para sus alumnos y compañeros, con el compañerismo de quien siempre antepuso la cooperación a la competitividad, la ayuda al abandono, el perdón a los errores ajenos al castigo y la revancha. En su paso por la universidad, en su obra y a lo largo de su vida, Macario hizo valer y se rigió por los principios del Humanismo cristiano. La dignidad intrínseca de cada individuo, los principios éticos y morales universales, la libertad humana y el libre albedrío, la solidaridad y la justicia social, la importancia de la educación y la cultura en el desarrollo integral de la persona, la armonía entre la fe y la razón, y la búsqueda de la verdad en todos los aspectos de la vida, junto con la práctica activa de la caridad y el amor hacia el prójimo. Una vida de auténtico humanista, que no es la del más leído, ni la del más publicado, sino la del que entiende cuál es el sentido último de su labor intelectual y de su pensamiento.

Macario nos ha dejado en el otoño de su vida, como las hojas que caen de los árboles, en silencio, con la serenidad con que la que siempre vivió, la quietud de los que saben que lo esencial no necesita de palabras. Nos llevará tiempo acostumbrarnos a salir a la calle sin pensar en la posibilidad de encontrarnos con él en cualquier plaza, en cualquier esquina. Formaba ya parte del paisaje cotidiano de esta ciudad, una presencia que, como tantas otras cosas valiosas que posee, dábamos por sentada, tan asumida que llegábamos a pasar por alto por su familiaridad y por su cercanía. Su ausencia y éste su último silencio no serán, sin embargo, el cierre definitivo del libro de su vida. Macario siempre caminaba solo pero nunca en soledad, porque llevaba consigo la compañía de quienes le antecedieron en la historia, los cientos de profesores de la Universidad Sertoriana, y por todos aquellos exalumnos, compañeros, amigos y de Huesca que continuaremos, con nuestra memoria, añadiendo páginas al libro de su vida. La olivera seguirá dando frutos. En su ausencia, Macario Olivera seguirá impartiendo la misma docencia que nos impartió en su presencia: las lecciones de una vida.

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