Cuando el diseño y la ilustración encuentran raíces en la tierra que pisan, el resultado no puede ser otro que una imagen profundamente anclada en lo simbólico. Así lo demuestra Isidro Ferrer, artista de referencia en el panorama visual español, que ha vuelto a prestar su mirada a las fiestas de San Lorenzo de Huesca, ciudad en la que recaló con su familia a finales de 1980. No fue hasta el año siguiente cuando, con sus hijos aún pequeños, vivió por primera vez el estallido colectivo de esta celebración. “Hicimos una inmersión en las fiestas de una forma muy familiar”, recuerda.
La albahaca, el pollo al chilindrón y otras costumbres locales lo sorprendieron como quien asiste a un ritual arcano. Fue su esposa, Elena, quien actuó como mediadora natural con la ciudad. Aquellas primeras vivencias, condicionadas por la crianza, dieron paso con los años a un modo más nocturno y jubiloso de habitar la fiesta: “Vivirla de una forma más canalla, más fiestera, más noctámbula, eso vino con el tiempo”.
Para Ferrer, sin embargo, el corazón de San Lorenzo no late en el estruendo del cohete que anuncia las fiestas, “una catarsis social popular”, sino en el silencio reverencial que antecede a los danzantes. “Ese momento en el que se homenajea a San Lorenzo a la salida de la iglesia es, para mí, el epicentro de la fiesta”. Ahí confluyen lo sagrado y lo mundano, lo ritual y lo lúdico, en una alquimia emocional.

Este 2025, el Ayuntamiento de Huesca ha vuelto a confiar en él para ilustrar el cartel festivo. A diferencia de su primer encargo en 2001, ahora su propuesta nace del conocimiento íntimo del rito. Los danzantes protagonizan la imagen, con especial atención a los palos. “El instrumento es importante en la realización de las cosas”, afirma Ferrer, con la mirada puesta en esas maderas mínimamente torneadas de carrasca y boj, que “laten con un ritmo atávico, que te remueve las tripas”.
En esa elección se condensa una concepción estética de la fiesta: lo simple, lo telúrico, lo comunal. El palo se convierte en símbolo de lo que une, y su resonancia establece una “espiritualidad que no tiene que ver con lo religioso sino con lo comunitario”.
La fiesta, dice Ferrer, es indefinible. Representar visualmente su esencia implica un riesgo emocional y simbólico. “Yo puedo ser visto como un profano porque no soy oscense, aunque lleve muchos años aquí, ¿no? Da mucho respeto”.
Pese a ello, acepta el reto con profesionalidad. Su experiencia internacional y su lenguaje visual no le impiden entender el cartel como un ejercicio de equilibrio entre lo artístico y lo popular. “No sé si en un cartel de fiestas cabe ser rompedor... En este momento creo que no”.
Pero si algo le reconforta es la respuesta espontánea del tendero o del desconocido que lo detiene en la calle: “Oye, me alegro mucho, qué bonito.”
“Eso es verdaderamente gratificante”. Y ahí, en esa conexión íntima, Isidro Ferrer encuentra la recompensa más auténtica: que su obra, como el golpe seco de los palos, resuene en la emoción de todos.