Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga (Lc 9, 23).
La escena remueve nuestros cimientos interiores. Sobre los hombros del Jesús redentor cae el peso de la Cruz, camino del Calvario, exhausto, exigido más allá de los límites naturales en su sufrimiento. La expresión del paso del navarro Fructuoso Orduna, de 1950, conmueve a los integrantes de la Real Cofradía de Nuestro Jesús Nazareno, y con ella a otros compañeros de otras agrupaciones que quieren estar con ellos en este momento existencial crítico, hermoso por lo que representa y por la estética en la noche oscense.
Parte entre un gentío el Cristo en la Santa Iglesia Catedral, con un silencio angustioso, con respeto reverencial y chorros de fe. Enfila la bajada de Santiago elevado por los hombros de sus fieles nazarenos, que desde mediados del siglo pasado repiten cada Pascua el mismo ritual, aunque nunca es lo mismo. Pedro IV y Lizana son los caminos hacia el Coso Alto.
En la Inmaculada, Nuestro Señor Jesús Nazareno se reúne con la virgen. La intensidad es extraordinaria. Apenas se oyen más allá de los bisbiseos de las oraciones, y las órdenes de los responsables del paso para que las maniobras sean exactas, perfectas.
Huesca admira los corazones que palpitan bajo la túnica morada con cruz y bocamangas amarillas y ese capirote también morado. Enfilan el camino de retorno, una metáfora de la seda por la que el Hijo se acabará reencontrando con el Padre. Hollan lo más alto de la calle Moya, alcanzan la plaza de don Luis López Allué, avanzan por la Travesía Cortés, continúan por San Salvador y la plaza Arista y, en las Cortes. Allí, con las Carmelitas Descalzas de la Antigua Observanza, las oraciones de José Alegre Lanuza, vicario de Pastoral.
Es el último alimento espiritual que aporta fuerzas para desembocar nuevamente en la Catedral, el templo que simboliza la reunión de todos con todos y de todos con Dios.