Al cuarto día de mi estancia en Aru, nordeste del Congo, en aquella época llamado Zaire, partí en un camión cargado con diez toneladas de alubias de Naciones Unidas con destino al campo de refugiados de Dungu, no había más medios de transporte que los ocasionales camiones de transporte de mercancías.
Salimos al aterdecer, el camión pertenecía a una sociedad cafetera, alquilado por mi amigo holandés Jaab, él y su amigo Peter eran quienes tenían el contrato con Naciones Unidas, pero el retraso en los pagos los había dejado sin efectivo para comprar gasoil y no les quedó más remedio que subcontratar otro camión para hacer el transporte y cumplir el contrato.
El camión era un viejo Mercedes Benz, el más resistente para transitar en las duras carreteras del Congo, conocido como el "titán africano". Aun así, a las pocas horas de iniciar el viaje tuvimos problemas con una ballesta. Pasadas las diez de la noche llegamos a Ariwara, lugar de residencia del dueño del camión, donde nos detuvimos. Enseguida llegó el mecánico y se puso manos a la obra descubriendo que la ballesta estaba rota y era imposible seguir, había que cambiarla por otra. Le pregunté al mecánico, que curiosamente no hablaba francés sino inglés, y me dijo que irían al día siguiente a una ciudad a buscar otra, aunque sin garantías de que pudieran encontrarla, de modo que podían tardar un día en repararla o varios si tenían que buscar en otros sitios más alejados. Pensé que a la vez que se rompía esa ballesta se rompían también mis planes de viaje. Sin embargo, lo que parecía un contratiempo se convirtió en una bendición.
Tuve que resignarme a la contingencia y busqué un lugar para dormir, en mi situación también se encontraban otros cuatro pasajeros más que viajaban sobre la carga, uno de ellos una chica de veinticinco años que iba a Dungu en viaje de negocios, esta vez consistente en la compra de dos sacos de lentejas en Uganda para llevarlos hasta Dungu y venderlos allí. Los demás buscaron algún lugar en el suelo para tumbarse junto a una tapia y yo hice lo propio con mi saco de dormir para meterme en él.

Poco después, de regreso a su casa, pasó a mi lado Mohamed, el mecácino encargado de reparar la ballesta rota. Al verme tirado en el suelo metido en el saco, se detuvo para decirme: "No, no, tú no puedes dormir aqui, es muy peligroso para ti". Eso lo sabía, pero qué podía hacer, si me habían dicho que en Ariwara no había hotel ni nada que se le pareciera. Me obligó a levantarme y a ir con él a su casa para dormir allí.
La razón de hablar inglés era porque Mohamed era sudanés, y el hecho de encontrarse allí era a causa de la guerra civil de su país, convirtiéndose en refugiado en el Congo.
Me llevó hasta su casa, una choza circular hecha de barro y palos por él mismo. Por el camino me explicó que él no podía estar allí, no podía salir del campo de refugiados en Dungu, además carecía del permiso para trabajar, pero tenía una mujer y tres hijos pequeños, no podía quedarse de brazos cruzados, tenía que intentar ahorrar algo para el día que regresaran a Sudán, de modo que llegó hasta Ariwara buscando trabajo y el dueño de la sociedad cafetera, un mauritano, lo contrató como mecánico para sus tres camiones y un todoterreno, con un salario de veinte dólares mensuales. Le dije que con ese salario no iba a ahorrar mucho, más teniendo en cuenta que debía pagarse su manutención. Él me dijo que a veces podía ganarse algo extra arreglando algún vehículo particular que pasara por Ariwara, ya que allí no había otros mecánicos.
La casa de Mohamed, a diferencia de todas las de alrededor, tenía luz eléctrica, lo conseguía con una vieja batería de camión y una bombilla de diez vatios. Sus muebles eran un camastro, una silla y una mesita hechos por él mismo, junto a ellos diversos cacharros y piezas de camiones que seguramente sólo les quedaba la función de servir como chatarra. Me ofreció la silla para sentarme y a continuación sacó dos tomates, los troceó sobre un plato y les echó sal, después puso un tenedor en mi mano y el plato con tomate en la otra: ¡Come!, me dijo. Era todo lo que podía ofrecerme.
Rechacé su invitación, yo ya había comido antes de salir de Aru, mientras que él no había comido nada desde el mediodía. Tuve que insistir en rechazar su extraordinaria generosidad, nunca hubiera podido aceptar que alguien más necesitado que yo me diera todo de lo que disponía. Aquella excelente hospitalidad me conmovió, el mérito de un acto generoso no está en su valor material, sino en la relación de lo que uno da con lo que uno tiene.
Eso no fue todo, luego de comerse esos dos tomates como cena cambió la tela que cubría el camastro por otra nueva y me dijo que me acostara para dormir. Le agradecí su gesto, pero rehusé su invitación, me resultaba excesivo apropiarme además de su cama. Le dije que podía dormir en el suelo sobre mi saco, pero esta vez su decisión no admitía negativas. Mohamed se recostó en el suelo sobre una estera de rafia apoyando la espalda contra la pared, al tiempo que soltaba el cable de la batería dejando la choza a oscuras.
Me desperté después de amanecer y descubrí que me encontraba sólo. Salí al exterior y descubrí una nueva ciudad de la que había percibido la noche anterior, bañada por el sol, ahora el temor de la oscuridad había sido sustituido por la confianza que descubría la luz. Desde las seis Mohamed ya había estado trabajando desmontando la ballesta del camión y había arreglado con su jefe el viaje a otra ciudad en busca de una nueva ballesta. Antes de partir, regresó a casa para verme y traerme el desayuno. Se presentó con una marmita de leche de cabra, unos plátanos cocidos y un bote de detergente con un contenido misterioso. Me sirvió un vaso de leche y me señaló el bote diciéndome que echara de eso en la leche, asegurándome que era muy bueno. El misterioso contenido del bote resultó ser miel. Después de tomarme la leche con miel y comerme un par de plátanos, volvió a llenar el vaso metálico para que tomara otro vaso de leche, lo había comprado para mí. Esta vez fui yo quien no admitió negativas y le obligué a que lo tomara él.
Fue un desayuno sencillo, pero disfruté de él con la satisfacción de la mejor exquisitez.
Por último, antes de marcharse, Mohamed me presentó a su mejor amigo allí, otro sudanés y refugiado como él. Nos tomamos un té y después partió a su trabajo.
Aquella adversidad que significaba la avería del camión se convirtió en mi día de fortuna. Ese día el azar me proporcionó una lección de vida, y, por si fuera poco, me conectó con otras inesperadas y valiosas experiencias. Pero eso lo dejo para otro día.
Congo, febrero de 1.992
P.D.
Aproximadamente un año más tarde, estando en mi casa, llegó un emisario de Cruz Roja con un telegrama para mí. Con gran sorpresa lo abrí en su presencia, se trataba de un telegramna de mi amigo Mohamed. Cruz Roja y Médicos sin Fronteras son las dos principales ONG que atienden los campos de refugiados, uno de los apoyos que les ofrecía la Cruz Roja consistía en la posibilidad de ponerlos en contacto con sus familiares mediante telegramas, y esa vez Mohamed decidió enviarme uno a mí. De inmediato, escribí una breve respuesta para mi amigo que el emisario se llevó para ser cursada de vuelta a la Cruz Roja de Huesca.