La travesía del Canal Pangalanes (II)

Una cena con el sabor de la confraternidad, dos civilizaciones diferentes, pero con un sentido del humanitarismo muy similar.

Marco Pascual
Viajero
30 de Julio de 2023
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Jóvenes en Ambrodurika, en Madagascar, junto al canal de Pangalanes. Foto Marco Pascual
Jóvenes en Ambrodurika, en Madagascar, junto al canal de Pangalanes. Foto Marco Pascual

Pasaban de las once de la noche cuando llegamos a Nosy Varica, ningún espíritu se había interpuesto en nuestro camino, por lo tanto llegamos sin novedad, con el cuerpo medio agarrotado pero, al menos yo, encantado con el primer día de travesía en el canal.  La población permanecía en silencio e igualmente a oscuras, pues no tenía luz eléctrica, presentando el aspecto de una ciudad fantasma, en silencio, con todo el mundo durmiendo, con las casas camufladas entre las sombras y la masa negra de vegetación que se extendía cubriéndolo todo.  Anick le preguntó al patrón de la barca si había algún hotel allí y él respondió que muy cerca siguiendo la orilla había uno, de modo que me despedí de todos, aunque Anick quiso acompañarme hasta el hotel.  Se encontraba a escasos cincuenta metros y tenía cuatro habitaciones, todas libres.  Le pregunté a Anick qué iba a hacer, si pensaba ir a la casa de su amiga, pero dijo que ella no vivía allí en la parte del canal, sino en un lugar más alejado cercano a la playa.  Como era de noche y tenía miedo a andar sola sin siquiera saber dónde se encontraba la casa, dijo que iba a quedarse en la barca en espera del día siguiente.  Le sugerí que se quedara en el hotel, no me parecía conveniente que se quedara durmiendo en una barca al aire libre a solas con tres hombres, pero respondió que no tenía dinero para gastarlo en el hotel.  Siendo esa la razón ya no tuve duda de lo que debía hacer, directamente le pagué al dueño del hotel por dos habitaciones, una para cada uno, luego la acompañé de nuevo a la barca y recogimos su bolsa de viaje.

El hotel era una simple construcción de madera al igual que el resto de las casas, las habitaciones eran simples y espartanas, pero parecían limpias, el dueño nos dio una vela a cada uno y dimos por finalizado el largo día introduciéndonos en nuestras contiguas habitaciones. Eran tan sencillas que la pared que las separaba era de un material vegetal parecido a la rafia de unos dos metros de altura sin cerrar en el techo, al  que le separaba una distancia de un metro más, así que aún podíamos hablarnos tranquilamente de habitación a habitación, incluso hubiéramos podido vernos si me hubiera subido a la cama.

 A pesar de acostarnos tarde, nos levantamos temprano. Lo primero que hice fue ir a echar un vistazo al embarcadero, pero ni siquiera estaba la barca que nos trajo el día anterior.  Tuve que recurrir a Anick para que le preguntara al dueño del hotel si sabía algo de embarcaciones que fueran a remontar el canal, pero él no sabía nada. Seguramente por la proximidad del embarcadero él debía conocer si llegaba o partía alguna embarcación, de modo que le pedí me avisara si se enteraba de alguien que fuera hacia el norte. Confiando en eso acompañé a Anick para ir en busca de su amiga. 

Nosy Varica estaba dividida en dos partes, la pequeña junto al canal, y la grande junto a la playa, relativamente alejada, aunque en el camino se podían ver casas dispersas entre la vegetación.  Era más grande de lo que yo imaginaba. Aunque Anick llevaba una anotación indicando en qué sector vivía la familia de su amiga, antes de encontrarla tuvo que preguntar a varias personas hasta dar con ella.  Anick me presentó a la familia como su amigo, así que también a mi me admitieron como a su huésped.  Como no habíamos desayunado nos prepararon algo de comer: dos huevos fritos con pan y café, un desayuno excelente.

Más tarde Anick, su amiga y yo salimos a dar un paseo por la playa, completamente desierta y salvaje.

Al cabo de un rato llegó corriendo un chico, venía a mi encuentro, cosa que siendo el único blanco en la ciudad no debía ser una misión difícil.  Anick le preguntó qué quería, al parecer el dueño del hotel le había encargado que me dijera que fuese allí. Las chicas quisieron acompañarme, pensamos que quizá se había enterado de la salida de algún viaje.  Fuimos directamente al hotel y seguido  nos acercamos al embarcadero a ver, comprobando que en efecto había una barca a punto de salir. En ese momento su dueño se encontraba repostando un bidón de gasolina, nos dijo que iba a salir de inmediato. Anick preguntó a dónde iban y el piloto respondió que a Ambrodurika.  ¿Dónde está eso?, pregunté a mi vez mirando a Anick para que le preguntara al hombre. Él explicó que era un poblado pequeño que estaba hacia el norte, a unas cuatro horas de viaje, después regresaba a Nosy Varika.  Parecía pues una buena ocasión para continuar mi trayecto, pero una vez en Ambrodurika, ¿qué?, ¿qué posibilidades tenía de seguir? Anick volvió a hablar con el hombre de la barca, su sugerencia fue que si en Ambrodurika no encontraba otra embarcación, desde allí podía ir a pie hasta Masomeloka, tardaría un día, o también podía pedirle a alguien del poblado que me llevara hasta allí en una piragua, una vez en Masomeloka sería más fácil encontrar algún tipo de embarcación que fuera hasta Mahanoro.  Ya no necesité saber más, era suficiente para embarcarme.

Fui a recoger mis cosas al hotel y le di las gracias al dueño, más una pequeña propina por su colaboración, igual que al niño que fue a buscarme. Tuve que despedirme de Anick, antes le dije que si quería seguir en el hotel podía dejarle pagado un par de noches más, que era el tiempo que iba a permanecer allí, pero ella dijo que iba a quedarse en la casa de su amiga. Nuestro encuentro había sido breve, pero me dejó un recuerdo muy grato. Anick me anotó su dirección y teléfono de Antananarivo para que la llamara en cuanto llegara allí. Deseaba invitarme a su casa mientras estuviera en su ciudad antes de regresar a España.

Partimos sobre las diez de la mañana.  Todo seguía saliendo bien, mi estómago no se había resentido después de comer el arroz hervido con al agua insalubre del canal y la conexión en Nosy Varica había sido más rápida de lo esperado.

Ni el piloto ni su ayudante hablaban francés, de modo que no pudimos hablar mucho, intenté preguntarles algunas cosas, pero resultaba inútil, no entendían nada de lo que les decía, sólo usando algunos gestos para preguntar a qué iban a Ambrodurika, el piloto me respondió con la palabra “café”.  Pensé pues que el viaje era para ir a cargar ese producto, había leído que en la zona del canal se cultivaba café. Llegamos a Ambrodurika a las dos del mediodía.  De lejos la aldea ya me pareció un lugar idílico, con sus casitas de madera al borde de la orilla y las palmeras inclinadas sobresaliendo de sus techos. 

Cogí mi mochila y salté de la barca, pegadas a la orilla se encontraban las casitas, pero el poblado parecía vacío, demasiado calor a esas horas. La barca dio media vuelta y se alejó por el camino que habíamos venido. Me quedé mirando un poco sorprendido, había pensado que iban a ese poblado, pero en realidad debían ir a algún lugar cercano para buscar su carga, de modo que sólo llegaron hasta el pueblo para llevarme a mí.

Me quedé plantado en la orilla, observando a mi alrededor.  No tardaron en llegar primero los niños y luego algunos mayores, atraídos por la curiosidad, apiñándose a mi alrededor para observar de cerca cada uno de mis rasgos. Como era de esperar, ninguno entendía el francés, seguramente ni siquiera hablaban el malgache.  Como la actitud si es entendible en todas partes, procuré mostrarme amistoso.

No tardaron en llegar primero los niños y luego algunos mayores, atraídos por la curiosidad, apiñándose a mi alrededor para observar de cerca cada uno de mis rasgos

Después de un rato de esfuerzo inútil por comunicarme, intenté preguntar por alguien que entendiera francés, o al menos que hablara malagasy, el idioma nacional.  Me condujeron a una de las casitas, en el exterior y recostado a la sombra había un hombre que me recibió con un saludo en malgache: ¡acura!  En realidad mi conocimiento del malagasy se limitaba a unas pocas palabras, de manera que aunque aquel hombre lo hablara seguíamos en la misma situación de dificultad. Entre palabras de francés, alguna de malagasy y muchos gestos, intenté explicarle que quería ir hasta Tamatave, oficialmente Toamasina desde la independencia, pero todo el mundo continuaba llamando a las ciudades por sus antiguos nombres franceses.  Creo que eso lo entendió. Luego, en vistas de que ese día no me quedaba más remedio que quedarme allí, le pregunté dónde podía pasar la noche.  Como los gestos de dormir son fáciles de entender, el hombre me señaló su casa.  Repetí su gesto para cerciorarme de que comprendía su respuesta, entonces él se levantó y me hizo pasar dentro.  La casa era realmente sencilla, construida sobre una plataforma de maderas elevada medio metro por encima del suelo, con una simple estructura de troncos alrededor donde se colocaban las paredes hechas de algún tipo de junco, algunas con una puerta de tablas de madera, y el clásico techo de palma. Era de una sola pieza, como todas las demás, y debían usarla exclusivamente para dormir y guardar sus cosas, no había mesa, ni asientos, ni cama.  Por el suelo guardaban algunos utensilios que debían usar en el trabajo y para cocinar, un saco de arroz  y algún bulto más, colgando en clavos sobre los troncos de la pared algunas otras pertenencias. En un lado, apoyadas en la pared, había algunas esterillas de rafia enrolladas que debían servir para acostarse a dormir.  El hombre me indicó que podía guardar allí mi mochila.  Bueno, pensé, al menos ya tengo resuelto el problema de dónde dormir.

Algunos con los que había hablado antes de llegar allí me habían dicho que la gente del canal no estaban civilizados, que eran salvajes y podían ser peligrosos.  Ahora que estaba allí y podía verlo con mis propios ojos, me daba cuenta de lo equivocados que estaban, me había encontrado gente pacífica, hospitalaria y aceptablemente sociables. Por lo que fuera habían decidido vivir allí aislados, sin relacionarse con el resto de la gente, pues aunque tenían sus piraguas hechas del vaciado de un tronco,  sólo las usaban para pescar o ir a recoger los frutos que daba la tierra allí, como podían ser cocos, mangos, papayas y otras frutas o especias.  Estaba claro que el desconocimiento había creado una falsa leyenda sobre ellos.

Habían decidido vivir allí aislados, sin relacionarse con el resto de la gente, pues aunque tenían sus piraguas hechas del vaciado de un tronco,  sólo las usaban para pescar o ir a recoger los frutos que daba la tierra allí

Quizá una de las diferencias más notables la encontré en los niños, en el resto del país eran todos muy risueños y alegres, en cuanto veían un “vazaha”, que es como nos llaman a los blancos, se arremolinaban y no paraban de sonreír manifestando su alegría.  Aquí en cambio parecían tímidos y acaso temerosos, sobre todo los más pequeños, quienes posiblemente era la primera vez que veían un “vazaha” y por eso en principio se mostraban recelosos.  Todo mejoró en cuanto entré a buscar una bolsa en la mochila donde llevaba algunas provisiones, en cuanto empecé a buscar ascendió notablemente la expectación. En Mananjary había comprado un kilo de caramelos y  un puñado de ellos bastó para conquistar rápidamente sus sonrisas.

El resto de la tarde la pasé intentando comunicarme de alguna manera, observando qué hacían, deseando saber cuáles eran sus ocupaciones. Vi algunas gallinas que correteaban en libertad y cuatro cerdos también libres en la parte de atrás de la aldea, pero de actividad, nada de nada.  Supuse que su principal actividad debía ser la pesca a primera hora de la mañana y quizá el cultivo de algún tipo de producto,  aunque a primera vista no se veía nada, salvo cocoteros.  Esparcidos por el suelo podían verse las cáscaras de los cocos y otras frutas.

Por la tarde alguien me ofreció unos plátanos y un racimo de lichis, una de las frutas exóticas más caras y exquisitas. En el este de Madagascar, su parte tropical, era la zona donde se daba esta clase de fruta. Pero lo más especial fue el paseo en piragua que me ofrecieron unos niños, fue divertido remar sobre el canal. Luego, a cambio de lo que ellos me daban, saqué otra vez la bolsa de la mochila y extraje dos paquetes de galletas que compartí con ellos. Las galletas también eran de Mananjary, eran galletas corrientes, pero creo que para ellos fueron igual que para mí los lichis.

Cuando empezó a anochecer, después de las seis de la tarde, cada familia preparaba la cena fuera de la casa, se cocinaba y se comía sobre la tierra o la arena.  Mi anfitrión me llamó invitándome con un gesto a que me sentara en el suelo, donde habían colocado una estera, para que los acompañara en la cena. Nos sentamos formando un círculo con él, su esposa y los cuatro hijos que tenían.  La cena era sencilla y tradicional, pescados fritos y arroz blanco.  Naturalmente el pescado se cogía directamente con las manos, luego el arroz estaba en un cuenco y cada uno disponía de una cuchara de madera para meterla dentro y coger el arroz.  No se puede decir que fuera una cena de lujo, pero aun sin poder comunicarnos, era una cena con el sabor de la confraternidad, dos civilizaciones diferentes, pero con un sentido del humanitarismo muy similar.

Después de las siete de la tarde los fuegos fueron apagándose y la gente desapareciendo a la vez dentro de sus casas.  La familia con la que yo me quedaba hicieron lo mismo, extendieron sobre el suelo las esterillas, dejando la mía un poco separada de la de ellos.  Yo no tenía sueño, demasiado pronto para dormir, de forma que salí fuera y me quedé sentado sobre una piragua junto a la orilla saboreando en soledad la experiencia de estar allí, dejando pasar el tiempo en silencio mientras repasaba en mi mente lo acaecido desde que salí de Manakara con el objetivo de hacer la travesía y pensando qué iba a hacer al día siguiente,  si continuar en Ambrodurika ante la improbable llegada de alguna barca o iniciar temprano el viaje a pie hasta Masomeloka.

Madagascar, año 1998

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