Llevo semanas viendo en redes sociales las mismas quejas recicladas de siempre: gente indignada porque, tras zamparse un menú de 25 euros o un bocata de calamares, el restaurante no les invita a un chupito. ¡Horror! ¡Sacrilegio! ¿Cómo es posible que no les obsequien con un trago de licor para culminar la experiencia gastronómica? ¡Pobrecitos! ¡Qué injusticia social!
Y claro, no faltan los que, tras pedir un “chupitazo” pensando que va a ser cortesía de la casa, se enfadan porque aparece en la cuenta. “¡Pero si me lo ofreciste!”, dicen, como si la pregunta “¿quieres algo más, café, copa o chupito?” significara “tómalo, campeón, va por la cara”. A ver, José Luis, cariño: cuando voy a comprarme un pantalón, la dependienta no me regala una camiseta. Cuando voy a la peluquería, el champú no viene de obsequio. Y cuando compro un coche, nadie me pone una Vespa de regalo para los recados. ¿Por qué en hostelería seguimos con esa mentalidad de “regalito obligatorio”?
Hay clientes que creen que el camarero es una especie de hada madrina con bandeja, dispuesto a repartir alegría y licores por amor al arte. Pero claro, si les cobraran la caña a precio de coste, protestarían porque no cubre la servilleta de papel. Si el menú vale 14 euros, ya consideran que están financiando la educación universitaria de los hijos del dueño. Todo por no reconocer que un negocio tiene que ser rentable para sobrevivir. No es filantropía, es hostelería.
LA DICTADURA DEL CHUPITO GRATIS
Seamos serios: ese chupito que tanto exigen no es un derecho constitucional. No viene en la Carta Magna. No está en el BOE. Pero cada verano (y también en invierno) resurgen las hordas indignadas que creen que su almuerzo trae un bonus track etílico. Y si no, ¡zas!, reseña negativa. “No nos invitaron a un chupito de hierbas al final. No volveremos”. Como si hubieran descubierto la mayor conspiración hostelera desde el IVA del 21%.
¿De verdad el valor de toda una experiencia gastronómica depende de un trago de licor? Porque si es así, mejor quedarse en casa, abrir el congelador y beber el orujo de la abuela. Gratis, faltaría más.
EL DRAMA DE LOS HORARIOS
Pero la cosa no acaba ahí. Otra queja que me fascina es la de los horarios de cocina. Esa gente que llega a las 15:30 y se indigna porque ya no les quieren dar de comer. ¡15:30! Que no es una hora, es una declaración de guerra.
Imagina la escena: llegas al restaurante, te sientas, pides carta. Entre que hojeas el menú, discutes si compartir entrantes y consultas a Google si el pulpo es de Galicia o de piscifactoría, son las 15:45. La primera comanda entra a cocina cuando deberían estar limpiando los fuegos. ¿A qué hora sale el último plato? ¿A las 17:00? Y luego, a recoger, fregar y dejar todo listo para el servicio de la noche. Pero claro, los que trabajan allí no tienen derecho a descansar.
Lo mejor es que los mismos que piden flexibilidad horaria son los que critican que la hostelería explota a sus trabajadores. “Qué barbaridad, jornadas interminables, salarios indignos.” Pero si no respetamos ni su hora de cierre, ¿qué esperamos? ¿Que después de trabajar 14 horas nos sirvan un gintonic con una sonrisa y un masaje en las cervicales?
En cualquier otro sector lo entendemos. Si llego a la tienda de ropa a las 21:05 y está cerrada, me aguanto. Si llamo a la oficina a las 14:05 y nadie coge, lo veo lógico. Pero con la hostelería no, ahí exigimos que la cocina esté abierta a cualquier hora y que la experiencia sea digna de Estrella Michelin aunque el plato del día cueste menos que una entrada de cine.
CLIENTES CON ESPÍRITU DE INSPECTOR LABORAL
Hay un tipo de cliente que me maravilla: el que se cree inspector de Hacienda, de Sanidad y del Ministerio de Trabajo, todo en uno. Te pone una reseña negativa porque el café le pareció flojo, la luz muy fuerte o el camarero no sonrió lo suficiente. Como si eso mereciera arruinar la reputación de un negocio que igual lleva décadas levantando la persiana a las seis de la mañana.
Y es que vivimos en la era de la reseña vengativa. Si no hay chupito gratis, una estrella. Si no me sirven a las 16:00, dos estrellas. Si el postre no es “como el de mi abuela”, tres estrellas y un párrafo dramático sobre cómo se ha perdido la tradición culinaria y cada vez hay menos ganas de trabajar... Y todo por el precio de una caña y unas bravas.
EL COMPLEJO DEL CLIENTE REY
El problema es que seguimos anclados en la idea de que “el cliente siempre tiene la razón”. Pues no. El cliente paga por un servicio, no por esclavizar a quienes lo ofrecen. Ni por imponer reglas que no aplicaría en ninguna otra industria. No pedimos que cuando te hagas una revisión dental el dentista te regale un blanqueamiento. No exigimos que en la gasolinera te inviten a un café porque llenaste el depósito. Pero en hostelería, ¡ay!, en hostelería hay que darlo todo y más, porque si no, el señorito se enfada.
Yo, que disfruto de salir a comer fuera, agradezco cuando me ofrecen un detalle, claro que sí. Pero lo agradezco porque es un detalle, no porque me lo deben. Porque detrás de ese chupito hay costes, impuestos, seguros, alquileres, sueldos y un largo etcétera que a muchos les da urticaria recordar.
VAMOS CONCLUYENDO: UN BRINDIS POR LA PACIENCIA
A todos esos clientes que se indignan porque no les regalan licor o no les sirven fuera de horario: respiremos hondo. Nadie les debe nada. Los restaurantes están para ofrecer comida, bebida y hospitalidad, no para cumplir caprichos imposibles. Y si un día les cae un chupito gratis, brinden por ello. Pero háganlo en silencio y sin exigirlo, que la paciencia de la hostelería ya tiene bastante con sobrevivir a nuestra actitud de “rey destronado”.
Yo, por mi parte, prometo no quejarme. Y cuando me ofrezcan café, copa o chupito, sonreiré, pediré la cuenta y dejaré propina. Porque, José Luis, el respeto no viene en la carta, pero debería ser el primer plato del menú.