Creo que ya he hablado de esto antes, pero como los malos anuncios de detergente, el tema es tan repetitivo que vuelve cada temporada. Y cada vez que lo hace, se me hincha la vena. Esa vena que me recuerda que, además de ser una persona normal que tiene que pagar facturas y poner un plato de lentejas en la mesa (sí, hay gente que aún come lentejas y no solo aguacate tostado en pan de masa madre), también trabajo en marketing on y off line para empresas de alimentación, bodegas y hostelería. Y es justo en esta época cuando se abre una de las principales vedas del año: la temporada alta de los gorrones que quieren vacaciones gratis.
Sí, esos personajes que se autodenominan “influencers” por obra y gracia de no se sabe quién, y que dedican las semanas previas a sus escapadas a mandar mensajitos privados a restaurantes, hoteles y bodegas para proponer “colaboraciones”. Traducción: “Tú me das todo gratis, yo me hago una foto mona y te pongo una etiqueta”. A veces, incluso, tienen la desfachatez de pedir que, además de invitarles a comer, les pagues por aparecer en sus redes. Y una, que ya ha visto muchas cosas, sigue quedándose con la ceja arqueada en modo interrogación.
La fauna es diversa y digna de un documental de National Geographic. Aquí, una pequeña guía de campo para reconocerlos:
1. El influencer “real” (pero inútil para ti)
Es el que de verdad tiene muchos seguidores. Pero muchos-muchos. Y no porque se haya comprado un “pack seguidores + likes + 3 comentarios de tu tía de Albacete”, sino porque lleva años pico y pala en redes. El problema es que sus seguidores son de un nicho muy concreto —lo llaman “de nicho” aunque suene a parte del cementerio—. Si su cuenta está dedicada al fitness, la moda o los trucos para hacerte ondas playeras con la plancha del pelo, ¿qué demonios les importa a sus seguidores un plato de migas o un buen Ternasco asado? Resultado: repercusión nula. Eso sí, te pedirá que invites a comer a su pareja, su cuñado y quizá al perro. Y si no te convence, siempre queda la opción “premium”: además de invitarles, pagarles.
2. El autoproclamado influencer (también llamado: el señor de los bots)
A golpe de talonario, ha comprado su paquete de 10.000 seguidores que, curiosamente, viven todos en la misma franja horaria… pero no la tuya. Y aunque pida “colaborar”, lo que en realidad está haciendo es intentar colocar en tu negocio una audiencia ficticia, compuesta por granjas de bots de la India, Pakistán o un sótano de Uzbekistán. Y yo me pregunto: ¿alguno de esos bots vendrá a comer a mi restaurante o a visitar mi bodega? No hace falta que me respondas, cariño, la respuesta ya me la sé.
3. El influ-flipado
Tiene unos pocos seguidores (quizá un número con cuatro cifras, tirando por lo alto) y ya se cree que puede pedir el oro, el moro y hasta el parking gratis. Sus colaboraciones suelen ser, digámoslo finamente, “de mier”, y lo peor es que cuando les pides estadísticas de su audiencia o datos de perfil, desaparecen como si les hubieses preguntado por su última declaración de la renta. Lanzan la bomba de humo y fin de la conversación. Es como si de repente se hubieran internado voluntariamente en un retiro espiritual sin wifi. Muy sospechoso.
4. El turista profesional
No vive de crear contenido, vive de vivir gratis. Planifica sus vacaciones como una ruta de saqueo por restaurantes, bares, bodegas y hoteles. Lleva una carpeta mental (o real) de plantillas de mensajes para escribir a todos los locales de la zona con frases como “os propongo una colaboración win-win” o “quiero ayudar a dar visibilidad a vuestro maravilloso proyecto” (proyecto que no conoce, por supuesto, porque lo descubrió hace diez minutos buscando “restaurante chulo + gratis” en Google). La visibilidad que te da es equivalente a poner un cartel en el ascensor de su edificio.
5. El sobrinfluencer
Suele ser hijo, sobrino o primo de un cliente o conocido. Un día le dijeron que “tenía que dedicarse a las redes porque se le daba genial” y desde entonces se ha tomado eso como una licencia para pedir gratis todo lo que se pueda pedir gratis. Aporta fotos movidas, textos copiados de Pinterest y un alcance que no llega ni a la mesa de al lado. Pero claro, como es “de confianza” de alguien que conoces, te lo comes con patatas.
6. El “me lo llevo puesto”
Este espécimen es rápido y eficaz. Aparece sin avisar en tu local, se presenta como influencer (puede incluso enseñarte su perfil en el móvil) y, una vez servida la comida o bebida, se ofrece amablemente a pagar “con visibilidad”. Traducción: se marcha sin dejar un euro, pero con 17 stories mal grabadas, un reel vertical y quizá un post que subirá “en cuanto tenga un hueco” (o sea, nunca).
Ahora bien, que no se me malinterprete. No estoy en contra de los influencers. De hecho, trabajo con ellos. Campañas bien planteadas, con profesionales que saben lo que hacen, pueden ser muy rentables. He visto colaboraciones dar un retorno de inversión excelente: más clientes, más ventas y una imagen de marca reforzada. Y ahí sí que merece la pena.
Pero claro, para eso hace falta que la persona sepa trabajar. Que entienda que su labor es más que posar con una copa de vino o hacer un boomerang de un plato. Que sepa analizar datos, medir resultados y aportar algo más que un selfie con filtro de ardilla. Y sobre todo, que respete que lo que pide tiene un valor, porque detrás de cada comida, cada noche de hotel o cada cata, hay gente que trabaja, que paga nóminas, que abre y cierra persianas todos los días.
Hoy, sin embargo, cualquiera con un puñado de seguidores —aunque su contenido sea un desfile de fotos pixeladas, frases de Paulo Coelho y hashtags mal escritos— se tira panza arriba y empieza a pedir que le regalen, que le manden o que le inviten. El “colabora conmigo” se ha convertido en el nuevo “¿me puedes fiar hasta fin de mes?”.
Y sí, habrá quien diga que soy muy dura, pero prefiero decirlo claro: el respeto no se gana con followers falsos, se gana con trabajo real. Así que, queridos gorrones 2.0, si queréis vacaciones gratis, pedidlas a los Reyes Magos. Lo mismo ellos sí os hacen caso.