(Por alguien que aún recuerda el sabor del chorizo de Pamplona con mantequilla)
Hubo un tiempo —lo juro por lo más sagrado: el puchero de mi madre— en el que un niño feliz era un niño con la boca teñida de rojo por el chorizo de Pamplona, untado con descaro sobre una rebanada de pan “Bimbo” con mantequilla (con sal, por supuesto). Un niño que llevaba en la mochila un bocadillo chorreante de “Nocilla” (la de siempre, no esa moderna de "cacao ecológico con avellanas de comercio justo") y que merendaba viendo los Barrio Sésamo sin tener que justificar su consumo de azúcar porque luego ibas a quemar, eso y más, jugando a polis y cacos en el patio. Eran tiempos más simples. Más honestos. Más grasos.
Hoy en día, sin embargo, la infancia ha sido secuestrada. No por una banda internacional de tráfico de órganos, que al menos tendría un motivo económico, sino por una conspiración mucho más perversa: la moda gastronómica sin criterio, que ha convertido a nuestros niños en auténticos influencers en miniatura. Niños que no saben lo que es una lenteja con oreja y morro, pero recitan la carta de toppings del poke bowl como si estuvieran preparando un hechizo en Hogwarts. Niños que lloran ante un plato de borraja, pero se lanzan sobre el sushi de supermercado como si fueran auténticos yakuza del Eroski.
Antes, una madre te preguntaba: “¿Quieres macarrones con tomate?” y tú sabías que ibas a tener que negociar duramente si los preferías con carne picada o atún. Ahora, te encuentras criaturas de seis años que piden la pasta “blanca, sin nada, por favor”, como si fueran diseñadores de interiores escandinavos. Le tienen miedo al color, al sabor, a la vida. ¿Pasta sin tomate? ¿Pero qué clase de infancia es esa? ¿Dónde quedó el placer de la cara naranja durante horas, como una marca de guerra infantil?
Mientras tanto, las hamburguesas han evolucionado de forma absurda. Ya no es suficiente con una de vacuno y ketchup. No. Ahora es carne “dry aged” de ternera criada mientras suena Wagner en el Spotify Premium de la granja de turno, acompañada de queso madurado en monasterios del Tirol, pan de brioche tostado con mantequilla clarificada y UNA hoja de rúcula para que parezca saludable. ¿El niño se la come? Sí, encantado. ¿Le ofreces una hamburguesa de las de toda la vida con queso y pepinillo? Te mira con lástima. “Eso no es gourmet”, te dirá, mientras le da un sorbo a su kombucha de arándanos fermentada en su centro Montessori.
Y no hablemos del desayuno. ¿Dónde están las galletas María remojadas hasta que flotaban como cadáveres dulces en la leche? Ahora desayunan smoothie de espinaca con plátano y avena, o pan de masa madre con aguacate smash y huevo poché. Sí, sí, niños que dicen “smash” con soltura pero no saben conjugar el pretérito pluscuamperfecto. Y claro, luego te hacen spelling bee pero no diferencian entre una acelga y una lechuga.
Esto no es evolución. Esto es colonización cultural gourmet a golpe de algoritmo. ¿Dónde está la defensa del patrimonio culinario? ¿Quién protege a nuestros guisos de alubias, nuestras albóndigas con tomate, nuestros flanes de huevo con sus agujeros? No hay pedagogía para la cocina tradicional. Nadie hace TikToks con potajes para niños. Nadie sube stories desde la cocina de la abuela pelando cardo. Lo tradicional no tiene filtros bonitos, no se fotografía bien. Es marrón, huele raro y mancha las manos.
Y así vamos criando una generación de niños con papilas gustativas neutras y globalizadas pero memoria culinaria disfuncional. Chavales que nunca han probado una croqueta de cocido pero saben distinguir entre sashimi y nigiri. Que creen que el ramen es un plato sagrado japonés que solo se puede comer en locales decorados con farolillos y neones, cuando en realidad es un caldo de abuela japonesa con cosas, no muy distinto del que hacía tu madre cuando te veía pálido.
Esta adoración por lo exótico no viene acompañada de un respeto por lo propio. No es que estén explorando nuevos horizontes (que eso sería loable), es que han abandonado el hogar sin mirar atrás. Han cambiado el bocadillo de jamón serrano con tommate por el bagel de salmón con crema agria. El arroz con leche por el mochi de té matcha. El jamón cocido por el pastrami neoyorquino. La infancia ya no es un viaje en bicicleta con un bocata envuelto en papel de aluminio. Es una degustación de brunches en locales dog-friendly.
Y no se salva nadie. Ni los padres, que ahora creen que hacer una merienda decente es preparar “tortitas proteicas con sirope de dátil” (traducido: un insulto al gofre y a la tradición). Ni los colegios, donde se prohíbe llevar galletas pero se aplaude si tu hijo lleva barritas de chía con semillas activadas. Ni las abuelas, que han tenido que aprender lo que es el tofu para no sentirse completamente desfasadas cuando los nietos llegan a casa.
¿Y el futuro? ¿Qué nos espera? Probablemente niños de 10 años organizando catas de kombucha, con notas de cata incluidas. Exámenes de geografía en los que haya que ubicar regiones vinícolas, no ríos. Parques infantiles donde los columpios tengan QR para reservar turno mientras se come hummus de remolacha con crudités de apio y zanahoria.
Y cuidado, que esta no es una defensa de la grasa saturada y la bechamel. Es un grito desesperado por el equilibrio, por la cordura. Porque haya espacio en la infancia para una tortilla de patata con cebolla y no solo para el hummus de edamame. Porque se valore igual una buena empanadilla casera que un bao de pulled pork. Porque el menú infantil recupere sus clásicos y no se convierta en un desfile de minitapas globalizadas que no entienden ni los camareros.
Quiero volver a ver a niños con manchas de tomate en la camiseta. Con manos grasientas de croquetas. Quiero que un crío llore porque se ha quemado con el caldo de la fabada, no porque no encuentra su edamame orgánico. Quiero que alguien, algún día, le diga a un niño: “toma, prueba esta borraja”, y que el niño no salga corriendo como si le hubieran ofrecido cianuro.
Así que, si tienes un hijo, un sobrino, un ahijado o un niño cerca: hazle un bocadillo de chorizo con mantequilla. Llévale a una casa donde todavía se hacen callos o paella los domingos. Enséñale que la felicidad cabe en un tupper de croquetas frías. Porque, si no lo hacemos nosotros, ¿quién va a salvar a la infancia de su secuestro gourmet?
Y cuando crezcan, al menos, tendrán una historia que contar. No de su primer mochilazo en Bali, sino de aquella vez que su abuela les obligó a comer borraja y, contra todo pronóstico... les gustó.