Hace unos días me quedé en shock —bueno, en sock, que es como se dice cuando la patada de la realidad te deja sin calcetines— al enterarme de la última moda en alimentación: comer todos los días lo mismo. Sí, lo mismito. Día tras día, como si viviéramos atrapados en un ‘Día de la Marmota’ culinario patrocinado por el menú infantil de un comedor escolar. Arroz con huevo. Pollo a la plancha. Brócoli hervido. Lo mismo de ayer, lo mismo de mañana, y lo mismo por siempre jamás. Y no, no es por necesidad, pobreza o penitencia espiritual: es por elección.
Al parecer, pensar que comer les da estrés. Ansiedad. Crisis existenciales. “Decision fatigue”, lo llaman, porque decir “no me da la gana de pensar y prefiero vivir como un Tamagotchi” suena menos cool. Así que han decidido simplificar su vida eliminando lo que más alegría le da al alma: la variedad en el plato. Minimalismo alimentario, le dicen. Yo lo llamo rendición gourmet.
Vivimos en una época donde todo es una experiencia, menos comer. Queremos emociones, viajes, baños de bosque, podcasts de gente que habla como si le debieran y no le pagan sobre productividad… pero a la hora de sentarse a la mesa, la creatividad se ahorca con un espagueti. No hay energía para pensar en qué cocinar, pero sí para hacerse un Excel semanal con macros y micronutrientes al miligramo. No hay ánimo para improvisar con lo que hay en la nevera, pero sí para hacer ayuno intermitente, keto-cíclico y medir la glucosa en sangre con más obsesión que un endocrino con TOC.
¿Pero qué nos está pasando? ¿En qué momento decidimos que comer era una molestia logística y no un placer? ¿Desde cuándo el arroz blanco con huevo y espinacas hervidas se convirtió en un life hack? ¿Qué fue de los domingos de paella, los guisos de la abuela, las tapas compartidas y las cenas improvisadas con lo que había (y que siempre salían mejor que las planificadas)? ¿Quién nos convenció de que vivir en un groundhog day digestivo era la cúspide del autocuidado?
¡Ah, claro! La culpa, como casi todo últimamente, la tiene el culto a la productividad. Ese mandamiento milenario de “aprovecha cada segundo o eres escoria improductiva”. Si pasas más de tres minutos decidiendo qué cenar, ya estás fallándole a tu yo del futuro. Si cocinas algo que no puedes replicar en bucle durante 7 días sin morir de asco, estás perdiendo el tiempo. Hay que optimizarlo todo, incluso el sabor. O mejor dicho, erradicarlo, porque el sabor distrae, confunde, no es escalable. Así que eliminamos la alegría del menú diario y lo sustituimos por eficiencia emocional: una mezcla insípida de nutrientes, textura chicle y tristeza funcional.
Pero no nos alarmemos, porque “¡es por salud!”. Ya me lo veo venir. “Es que así controlo todo lo que como, tengo energía estable, cero picos de azúcar, cero sorpresas”. Claro que sí, campeón. Porque vivir sin sorpresas también es vivir sin alegría. La misma gente que se emociona con una escapada sorpresa a Cuenca se horroriza si el brócoli del martes se convierte en calabacín. ¡No vaya a ser que disfruten algo sin planearlo!
Y aquí viene la guinda: cuando les dices que comer siempre lo mismo puede dar lugar a deficiencias nutricionales, te miran con condescendencia eco-bio-yogui. “No pasa nada, tomo suplementos”. ¡Toma ya! La vida es demasiado corta para cocinar, pero no para tragarte 18 pastillas al día. Eso sí que es natural, saludable y ancestral: sustituir la variedad de la dieta por un arsenal farmacéutico que ni un culturista de los 90. ¿No quieres pensar en qué comer, pero sí quieres recordar si ya te tomaste el omega 3, el complejo B, el magnesio, la ashwagandha y el colágeno hidrolizado con aroma a espirulina? Pues muy bien.
Mira, yo entiendo que estamos todos cansados. Que pensar qué comer, hacer la compra, cocinar y luego fregar es un marrón. Pero de ahí a resignarse a comer lo mismo todos los días como si fuéramos presos del minimalismo emocional, hay un trecho. Y lo peor es que encima se da un aire a superioridad moral. Porque lo hacen “por bienestar”. Es mindful. Es clean. Es zen. No, lo que es es triste. Es el equivalente culinario a ponerle fundas de plástico al sofá y decir que es por estilo.
Nos hemos pasado de rosca. Esta generación que huye de la rutina laboral, del amor convencional, del consumo masivo y del aburrimiento institucional… ha decidido abrazar la rutina más soporífera de todas: la del plato replicado hasta la náusea. Pero con estética Instagrameable, eso sí. Lo llaman meal prep, pero en realidad es una especie de castigo autoimpuesto disfrazado de libertad.
¿Y sabes qué es lo peor? Que si mañana una influencer dice que la felicidad está en comer un solo alimento durante una semana (el famoso “reto del plátano”, “la purificación de lentejas” o la famosa “dieta de la alcachofa”), habrá colas en Mercadona que parecerán el apocalipsis zombie. Porque hemos perdido el sentido común, y lo hemos sustituido por una mezcla tóxica de control, ansiedad y miedo al disfrute.
Comer todos los días lo mismo no es eficiencia: es derrota. No es autocuidado: es autoabandono con buen branding. Es como dejar de salir con tus amigos para “trabajar en ti mismo” y acabar hablándole a una planta. Yo, sinceramente, prefiero el caos nutritivo de una nevera con cosas que no combinan entre sí, pero que pueden dar lugar a algo mágico. Prefiero el arroz con lo que haya. Prefiero la duda existencial de las siete de la tarde (“¿y ahora qué hago para cenar?”) a la certeza alienante de saber que te espera otro plato clónico de nutrición minimalista.
Comer debería ser placer, cultura, curiosidad, hasta capricho. Y si la ansiedad te la da decidir entre ensalada, lentejas o pasta, lo que necesitas no es un menú fijo, cariño: es terapia.
Así que no me vengan con que comer lo mismo cada día es práctico. Que lo práctico, en esta vida, suele ser también lo más gris. Y yo, si voy a sobrevivir al burnout global, al cambio climático y a los life coaches, que sea al menos con un menú variado.
Porque si hay que ir a terapia, que sea con el estómago feliz.
Bon appétit (pero que no sea el mismo de ayer, por Dios).